No fue un plan, ni un proyecto, ni siquiera algo que había querido o que estaba buscando. Solo se presentó esa posibilidad una noche de invierno en casa de A., y no la descarté. Al contrario, tomé la propuesta muy en serio e hice lo posible para que se pudiera dar. Al día siguiente, con algo de dinero, una libreta, un libro y un atado de cigarrillos, me fui a pasar cinco días en Colón.

Vivía en Barcelona y estaba de paso un mes por Rosario. Era la segunda vez que venía a la Argentina, por una mezcla de asuntos laborales y personales, y no conocía nada más que esa ciudad y algo de Buenos Aires. Durante la cena que mi amigo A. había organizado en su casa para despedirme, una vez que se fueron los demás invitados y después de tomar bastante vino y de contarle algunas cosas sobre mí, el mismo A., intuyendo quizás que me sentía algo perdida en mi vida y que necesitaba un empujón, me habló de Colón, donde estaba la casa de su abuelo fallecido un año antes, un pintor un tanto misterioso y de origen francés llamado Juan Godet. Me entusiasmó su descripción de la casa de estilo colonial, del taller en planta alta con vista al río Uruguay y sus islas, del jardín maravilloso, de la playa desierta en invierno, y aunque tenía mi pasaje de vuelta a España para el día siguiente, me dejé convencer sin oponer ninguna resistencia. Era justo lo que precisaba: una pequeña sorpresa, un leve desvío.

Esa misma noche, de vuelta en el hotel donde estaba parando, cambié mi pasaje con una simple llamada a Aerolíneas Argentinas, por un costo por cierto bastante elevado, unos 1000 euros, monto que representaba la totalidad de mis ahorros. No tenía ninguna entrada fija de dinero y mi economía era más que precaria, sin embargo, no me importó. Al colgar el teléfono me invadió una extraña alegría. No sabía muy bien por qué estaba tan contenta, si por quedarme un poquito más acá, o por alejarme un tiempito más de allá. Ahora que describo ese momento, y esta impulsiva llamada a la aerolínea, pienso en Ghost Dog, la película de Jarmush, y en una de las enseñanzas del samurai: las pequeñas decisiones de la vida precisan un largo tiempo de reflexión, pero las grandes decisiones se han de tomar rápidamente, casi sin pensar, en el lapso de unas respiraciones. Por supuesto que en ese preciso instante no pensaba en esos términos, sólo me gustaba la idea de que mi nuevo destino era en Entre Ríos, quizás porque sonaba como el reflejo de mi situación ambigua, de mi indecisión enfermiza, dudando siempre entre una cosa y la otra, entre un lugar y el otro, siempre entre varios amores, oficios, caminos.

Al otro día, a la madrugada, en un colectivo demasiado calefaccionado, salí de Rosario. No me acuerdo si lloré en la terminal, pero es probable. Sí recuerdo que estaba sentada del lado de la ventanilla y que ni bien pasamos el puente hacia Victoria, la ruta a Colón me alegró el corazón. Tenía una particularidad que me sorprendió mucho: lomas. Eran bastante modestas, nada espectaculares, pero eran lomas al fin. Para mí, hasta ese día, la Argentina solo era el paisaje que se ve por la ventanilla del Tienda León yendo de Ezeiza a Rosario. Seguramente había visto fotos de los glaciares patagónicos, de las cataratas del Iguazú, de la cordillera de los Andes y escuchado más de una vez la famosa frase “en Argentina tenemos de todo”, pero aun así, el perímetro geográfico en el cual me había movido hasta ahora era desesperadamente uniforme, y en mi mente la imagen de este país se había construido como una llanura austera e infinita. Ahora las tímidas colinas de Entre Ríos me recordaban la variedad de paisajes del mundo entero.

Llegué a Colón a media mañana. Tenía que ir a buscar las llaves de la casa, pero primero fui a tomar un café en un bar cerca de la costanera…..

la ciudad está en obra
Sobre el autor:

Acerca de Pauline Fondevila

Nació en Le Havre, Francia. Es artista, escritora y parte de la banda Perro Fantasma en la cual dibuja, canta y escribe las letras. Publicó 2 novelas breves con la editorial Iván Rosado

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