El docto helenista Walter F. Otto escribía en su libro Las musas que somos hablados por la lengua y que la primera entidad de eso que llamamos “las cosas” no viene dada por la cosa en sí, sino por el lenguaje. En otras palabras, para que exista una “cosa” es necesario que primero pueda nombrarse, que exista una palabra.

Virginia Masau, responsable e impulsora del Diccionario de la calle, nacido en el Centro de día La Posta –cuya quinta edición se presenta este lunes en la Feria del Libro de Rosario a las 15.30– lo sabe de algún modo cuando dice: “Después de varias idas y venidas, propuestas y contrapropuestas, empecé a ‘pescar’ que en el modo coloquial de relacionarse, de nombrarse, de nombrar las cosas del mundo, había una riqueza estética insospechada. Eso me decidió a avanzar con una propuesta plástica que incluyera de modo central esa particularidad del lenguaje que hablan los pibes de la periferia, que son quienes asisten a este tipo de instituciones”.

Se refiere a un centro de día al que asisten jóvenes –mujeres y varones– adictos en recuperación, con un pasado en el delito y la confrontación con la ley, dueños de una pobreza rebelde en tanto se enfrenta a las normativas más consensuadas; no es una rebeldía de clase, sino identitaria. Hay allí una pertenencia de clase –baja, no necesariamente trabajadora–, una identidad con la villa, con los márgenes, que no siempre reclama la vita nuova revolucionaria, sino una vida, el modo de vida que los consensos rechazan.

Masau, formada en Trabajo Social y Bellas Artes –dos carreras de la UNR– entiende alrededor de 2012, según lo cuenta, que debe haber una propuesta “estética” que pueda llevar a esos jóvenes a pensar un vínculo social por fuera de la adicción y el delito.

Lo estético aparece mencionado allí al pasar, casi como sinónimo de eso que, en términos muy generales, se llama “arte”, territorio de la interpretación, de una palabra hecha cosa que atrape el vínculo con la contemporaneidad, con el nombre del quiebre que subyace en la actual rotura social.

Pero lo estético, si leemos a Franco Berardi, es a la vez el modo en que algo se hace sensible –accesible a través de los sentidos– y el modo según el cual lo sensible se convierte en contenido.

Berardi, en Fenomenología del fin, culmina su ensayo refiriéndose a Malinche, la maldita historia de la mujer que traduce para los conquistadores la lengua y el mundo de los suyos.

Un diccionario es la traducción, más o menos fiel, del uso de las palabras; uso que nos antecede y nos ofrece ciertas libertades. Un diccionario es también un intento de normalizar el uso de ciertos términos. Un diccionario es una serie de dictámenes y sus respectivas traiciones.

“Te chamuyaré que te amo, que te extraño y que te necesito y después voy a decirle a mi otro amor lo mismo que te dije a vos”, dice un poema de Giuliana Subiabre en una de las páginas del Diccionario de la calle. Chamuyar es mentir, así como “chome” es feo y “chumi”: “ropa que no le gusta a nadie”. Salvo la genealogía intuitiva que cualquiera lee en “chamuyo”, la teleología del diccionario es el parentesco con las viejas palabras del idioma reo del hampa y la marginalidad. Son, en definitiva, palabras que dejan afuera a un tercero –lo dice Masau en una entrevista–, palabras que crean su cosa en tanto la aíslan y crean para esa cosa una sensibilidad aparte: extranjera por desplazada y sensible porque propone su propia estética.

Así el epígrafe del libro –“Con amor y desempeño a los giles les enseño”– se convierte en una expresión mayéutica: los de afuera carpetean esa jerga y se engilan con uno de los pocos mitos urbanos, el de cierta épica marginal en el que los héroes tienen por armas una palabra.

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Acerca de Pablo Makovsky

Periodista, escritor, crítico

"Nada que valga la pena aprender puede ser enseñado."

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