Desde hace varios años advierto cómo los niños pertenecientes a los sectores incluidos de la sociedad quedan cada vez más expuestos a la situación de ser innecesariamente tensionados por efecto de la confluencia de al menos dos demandas:

Uno: Aquellas que alientan a los hijos a lograr la capacidad de acompañar “planes familiares” sin considerar que, lo que puede ser divertido para los adultos termina siendo agotador para los niños.

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Dos: Demandas orientadas a sofocar las manifestaciones infantiles cuando estas toman la forma de llantos, berrinches y gritos. En síntesis, les exigimos una capacidad de autorregulación imposible. Que acompañen, se ubiquen y que no se cansen tanto. A lo que se añade, que se expresen hablando, que no peguen y que expliquen sus sentimientos como si fueran personas grandes. Alguien que pueda comprendernos y accionar en consecuencia. El niño par es un niño que casi no necesitaría ser criado. Cómo el personaje de Toribio de la dibujante Isol.

Sobre la base de esta combinación de demandas que exigen a los niños ser pequeños adultos civilizados, quedamos a un paso de hacer que la agresividad expresada por los más pequeños sea la ocasión para estigmatizarlos y psicopatoligizarlos. En las líneas que siguen vamos a indagar las formas en que este trato dirigido a los niños se teje desde el mundo adulto.

¿Estamos atentos a escuchar y leer el malestar infantil que altera la calma que le demandamos al “niño par”? Y sobre todo: ¿cómo y con qué frecuencia emerge la referencia a estos malestares en los intercambios entre pares adultos? ¿Hablamos de lo que no anda bien en nuestro lado de la cancha?

Una asimetría borrosa

¿Qué clase de identidad como padres estamos construyendo cuando les pedimos a nuestros hijos que hablen pero sin prestarle una posible significación, por ejemplo, al llanto que les impide hablar o escuchar? ¿Qué impotencia no estamos reconociendo cuando les exigimos que aprendan a esperar respuestas que nosotros sentimos que tenemos que dar con urgencia? No siempre podemos enseñar en el difícil arte de esperar. Parece más fácil que aprendan a limpiarse en el baño a que esperen.

¿Cuánto de aquello que le imponemos a nuestros niños son pedidos de los que no nos hacemos cargo nosotros mismos? Por ejemplo, ¿podemos suspender, al menos de vez en cuando, la creencia de que actuar bien equivale a hacerlo con inmediatez?

El saber y la experiencia 

Nuestro hijo es otro diferente a nosotros. Pero también es nuestro. Navegamos en esa paradoja. ¿Cómo nos hacemos cargo de nuestro hijo pero sin borrarlo? Porque la asimetría, aquí al menos, no implica anular a uno de los términos de la relación sino, por el contrario, se basa en tratar de contener desde la diferencia a aquellos que aún no están en posibilidad de contenerse a sí mismos, es decir, a los niños.

En el marco de la demanda al “niño par” asistimos al fenómeno de que, al mismo tiempo que lo adultizamos con diversas exigencias sobrestimulantes, nos cuesta reconocer que sabemos cosas que ellos no han podido ni experimentar ni pensar aun. La diferencia generacional nos asigna la compleja tarea y la responsabilidad de responder por ellos en múltiples ocasiones cuidando a la vez no convertirlos en una mera extensión de nuestro ser.

Por citar una circunstancia habitual: supongamos que nuestro hijo hace algo incorrecto en el jardín, no se adapta a alguna pauta o no reacciona como esperamos ante algún conflicto (pega o se deja pegar, por ejemplo). Es nuestra responsabilidad realizar un trabajo para que pueda tomar la pauta en cuestión y logre posicionarse con más y mejores respuestas en las situaciones de conflicto venideras. Con más o menos convicción muchos adultos aprobamos esta idea pero después nos cuesta dejar ser a nuestros hijos con sus tiempos y sus elaboraciones propias y nos frustra y enoja que no haya una “respuesta a tiempo” (a un tiempo adulto). Ponemos en marcha las alertas antipánico. “¿Llevaremos al niño al psicólogo?”

Recuperar la asimetría

El cuidado en la crianza se funda en una asimetría y nadie dice que esto sea un hecho dado. Nos preguntamos entonces: ¿Cómo sostenemos este cuidado propio de la crianza mientras nos impacta (con mayor o menor intensidad) el tener que estar atentos a que no decaiga nuestra productividad y competitividad como trabajadores? Desde los valores encumbrados en nuestra época se instaura (en mayor o menor medida) un miedo a la exclusión que alcanza a nuestros hijos (que pueden quedar afuera por desobedientes, agresivos, “raros” o retraídos). Hay una urgencia por sostener la inclusión que pareciera otorgar licencia hasta para excluir al niño que porta alguno de los estigmas en nombre de “la buena convivencia” en la que aspiramos quedar incluidos. A esta altura no estaría de más preguntarnos: ¿De qué tipo de inclusión estamos hablando cuando necesitamos que alguien quede segregado para lograrla?

Tomemos el caso recurrente de los grupos de Whatsapp de padres de niños recientemente escolarizados. En ocasiones, estas ágoras virtuales se vuelven un circo romano. Los mensajes se encadenan hasta condenar al niño “maldito”. Aunque parezca extraño, un sólo niño es el culpable de todas las dificultades de la salita de jardín o el salón del grado. Así la crucifixión de un solo niño se brinda como la coartada para que cada madre y cada padre evite compartir lo que realmente le aflige de la propia cría que, como las demás, atraviesa la novedad o cambios de la institucionalización escolar.

El apremio de los adultos que temen quedar afuera del “Juego de la vida” se impone y desdibuja la responsabilidad de pensar los propios conflictos en los ejercicios de crianza. Dejamos de lado así la vuelta reflexiva sobre nuestra propia situación y eventual necesidad de ser acompañados de alguna manera o momento particular.

¿Cuánto del temor a que nuestros hijos tengan conflictos y sean excluidos por ello nos empuja a buscar resoluciones rápidas que impiden pensar el conflicto y cómo ayudar a los niños a atravesarlos sintiéndose contenidos por nuestra posición asimétrica? Esto implica no dejarnos llevar por la tentación de ser un igual en las disputas. En ese sentido, ¿en cuántas oportunidades somos los adultos los que generamos una complicación al teñir con nuestra lectura situaciones de tensión entre niños?

Recuerdo el relato de una mamá allegada acerca de cómo otra madre le quitó el saludo tras unos tironeos entre sus hijos, los que, por otro lado, siguieron siendo buenos compañeros en el deporte que practicaban juntos.

¿Cuántas veces somos “los grandes” quienes proyectamos nuestra lógica adulta (realmente destructiva en ocasiones) en episodios entre niños que, sin dejar de ser relevantes para sus vivencias se organizan, no obstante, desde una representación diversa, por ser otro su recorrido vivencial y su modo de simbolización de la realidad?

Es notable cómo las respuestas que brotan de nuestro orgullo ofendido nos impiden escuchar pero también hablar de lo que sentimos que no marcha suficientemente bien del lado de nuestra propia tarea de crianza como padres sin manual.

Definitivamente, construir la asimetría no derivará del estudio de algún manual ni del aprendizaje de fórmulas. En este sentido, aplicar sin reflexión los famosos “tips” para la crianza respetuosa nos desviaría de una pregunta más amplia por los cuidados. Porque, ¿Dónde quedan estos cuidados ante la amenaza de exclusión social y su contracara, los imperativos para sentirnos incluidos? ¿Qué tipo de cuidado es aquel que se ejerce a condición de descuidar al semejante que con su desobediencia podría estar denunciado algo más general que necesita ser revisado?

A esta altura podríamos decir que la tarea de criar no es nada sencilla aunque puede complicarse cuando abandonamos la compleja tarea de sostener la asimetría de nuestra función como adultos.

Dimensionar la inermidad de nuestros retoños, su inconmensurable dependencia y la necesidad de nuestra pausa no es un trabajo para el cual vayamos a estar genéticamente preparados.

Tengo la fuerte impresión de que los niños y las cuestiones de su universo se han vuelto obstáculos para el éxito y el reconocimiento social al que aspiramos los adultos. Los niños demandan tiempo y este es un bien que está en baja por tener que distribuirse entre demasiadas exigencias.

¿Qué podremos hacer entonces para no renunciar a sostenernos en la asimetría que nos sitúa como los principales reguladores de los excesos pulsionales infantiles que de no ser ligados atentan contra la construcción misma del sujeto ético tal como lo conceptualizó la psicoanalista argentina Silvia Bleichmar?

Las verdaderas reuniones de madres y padres. 

A esta altura me veo en la necesidad de recuperar casi a modo de dedicatoria de estas reflexiones la hidratante experiencia de encuentros con varios de los padres y las madres del jardín al que concurre mi hija. Retomo entonces la potencia aliviadora que tuvo el poder reunirnos no solo en el compañerismo de un grupo de Whatsapp hospitalario y amable sino. y sobre todo, en el sinceramiento de los extravíos, en las dudas y en las certezas transitorias compartidas. También en las preocupaciones, angustias y los acompañamientos mutuos. Sin esos pares adultos no hubiera sido igual. Sin esos verdaderos pares hubiera sido mucho más difícil sostener la no paridad con mi cachorra y la capacidad creadora para acompañarla durante su primer tramo de socialización post pandemia.

Gracias a esas charlas por audios y en las plazas en los días de paro del jardín –otras veces, de dos minutos en la puerta de la institución– fue posible oxigenar las encerronas neuróticas y evitar los giros en falso agitados por la culpa. Porque sabemos que en la soledad se potencian los fantasmas de que la solución solo está de nuestro lado. Al contrario, cuando es posible abrirse al otro desde aquellas cuestiones que no tenemos resueltas pero que sí se encuentran en proceso de trabajo es posible construir la confianza que demanda un trabajo conjunto. Si te cuento de mi hijo solo lo que anda bien y coloco “lo maldito” del lado de un otro enemigo voy a generar más ajenidad y si hay algo que no nos hace falta hoy como sociedad es estar aún más ajenos entre semejantes.

No nos olvidemos que el mandato de ser padres exitosos también va de la mano con portar una ilusoria superioridad moral que nos aísla de nuestros semejantes diferentes. El encuentro sincero con el otro requiere mostrar el barro y no solo el brillo. (Para esto otro existen las vidrieras).

En ese sentido, agradezco más precisamente la fortuna de encontrarme dialogando con otros diferentes y de poder escucharme sin por eso obedecerme ciegamente. La materia dispuesta de esos diálogos la hicieron las mamás y papás que pudieron abrir sus propias preocupaciones por sus hijos para entre varios gastar la expectativa de que sean perfectos (exitosos y sin conflictos) y la vergüenza de no serlo.

Es una fortuna encontrarnos con otros adultos sinceros que comparten el desvelo por las infancias actuales y que sin dudas son parte del conjuro contra la hibridez dañina que nos quiere a todos (adultos y niños) consumidos por igual, simétricos en el camino hacia la deshumanización.

Volver a preguntarnos por la comunidad que ya estamos armando a pesar de todo y sobre todo valorarla, quizás sea algo que nos ayude a combatir las imposturas sostenidas en los miedos a quedar afuera y en las ansiedades por quedar adentro a cualquier costo, incluso el costo pagado con la infancia de nuestros propios hijos.

Cámara de Diputados de Santa Fe
Sobre el autor:

Acerca de Magali Besson

Nací en Rosario hace 46 años. Sí, en plena dictadura. Transcurrí mis primeros años de escolaridad en una escuela a la que quise mucho, excepto cuando no me dejaban correr en el patio de baldosas “porque nos podíamos lastimar”. A mis 10 tuve la suerte de llegar al patio de tierra de La Integral de […]

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