La domesticidad a la que nos vimos obligados por la peste global hizo que nos refugiáramos en las pantallas y el streaming. Para los que ya veníamos acumulando cientos de horas en este ámbito se nos volvió una tarea difícil encontrar qué ver en la televisión a demanda. Si sumamos la falta de nuevos contenidos, la aspiración selectiva, la búsqueda se complicó aún más. En este contexto me encontré con Cantina de Medianoche, un rara avis de la producción audiovisual segmentada.

Shinya Shokudō o Cena de Medianoche, traducida como Cantina de Medianoche –en sus tres primeras y recomendadas temporadas antes de que la produjera Netflix Japón– está catalogada como comedia sobre romance, recuerdos de vida, comida. La serie, dirigida por Joji Matsuoka y protagonizada por Kaoru Kobayashi –basada en el manga escrito e ilustrado por Yarō Abe–, es eso y mucho más.

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Esta ficción televisiva se estrenó en Japón en 2009 y transcurre mayoritariamente en un pequeño izakaya –bar informal en el que se sirven bebidas alcohólicas y bocadillos– de 12 asientos.

Cada episodio comienza con la misma bellísima canción, una melodía hipnótica que nos hace permanecer frente a la pantalla una y otra vez, venciendo la habitual costumbre de saltar la intro. El tema se llama “Omoide“ (思い出) –que traducido significa “recuerdos”– y se trata de una versión de una pieza folclórica irlandesa del siglo XVIII que ensaya el cantante y compositor japonés Tsunekichi Suzuki. Su delicado y melancólico sonido nos acompaña por un paseo visual que va desde las calles saturadas de autos, edificios y carteles luminosos a los callejones oscuros, apenas alumbrados por el chochin (faroles de papel). Una breve presentación que nos ofrece el contraste entre la masa anónima de la gran urbe y la singularidad de cada historia relatada bajo la omnipresente mirada de la luna, el dios Tsukuyomi de la noche.

Esa dualidad permanecerá en cada uno de los treinta episodios en los que la oposición ciudad y suburbios se acentúa, en la composición dramática, con la confrontación tradición/modernidad, tan característico de la cultura nipona posterior a la Segunda Guerra Mundial. Cada personaje y su personal plato de comida servido a deshoras en ese bar escondido en el tiempo de la noche y espacio marginal de los callejones cuenta historias en las que deambulan y se entrecruzan amores, soledades, recuerdos, alegrías, encuentros, amistades.

“Cuando la gente termina su día y se apresura a volver a casa, mi día empieza”, dice el Maestro –enigmático cocinero, dueño y mesero del restaurante. Miso con cerdo, cerveza, Sake, shochu, anuncia el cartel y el cantinero nos dice que es todo lo que hay en su menú, pero que sin embargo prepara todo lo que pida el cliente siempre que tenga los ingredientes.

A medianoche, nuestro anfitrión abre su restaurante y recibe a sus comensales –habituales y eventuales, como descubriremos a lo largo de la serie– a los que presenta con un breve relato en off: Ella es Marilyn. Es bailarina, por así decirlo. Es la chica del cartel de las strippers de Shinjuku New Art. Ryu es un yakuza. Impone un montón de respeto por acá. Él es Kosuzu, dueño de un bar gay de Ni-chome desde hace 48 años. Desde el primer capítulo conoceremos estos increíbles personajes y sus comidas. Marilyn, una de las habituales almas de la cantina, que se enamora rápidamente asumiendo los gustos de sus parejas como los propios, pide hueva de bacalao a media cocción; Ryu, un jefe Yakuza (mafia) aplomado, degusta salchichas pulpo fritas a sugerencia del chef; Kosuzu, el añoso travesti, elige el omelet enrollado dulce. Platos que encierran historias y recetas y que iremos descubriendo lentamente, a un ritmo acompasado y delicioso como el de la melodía de apertura.

“La gente termina su día y se apresura a volver a casa, pero a veces no quiere volver. Entonces, pasan por otro lugar en el camino”. El actor porno y su discípulo, las hermanas solteras, el cómico de Asakusa, el boxeador de peso liviano, la stripper legendaria, el trovador del arroz con manteca, la chica que duerme, el misterioso joven de las reflexiones filosóficas son algunos de esas personas que no quieren volver a su casa y componen esta trama coral que se teje en las primeras siete horas del día. El maestro, lejos de toda sofisticación, nos convida con raciones especialmente elaboradas; simples como la vida de sus comensales y sus añoranzas. Una serie que no se presta para maratonear. Una invitación a degustar tranquilamente, a sorbos breves, como a un buen vino. Una ficción que, como los mejores libros, queremos hacer durar sabiendo que el sabor no está en el final y que cuando terminemos sus páginas extrañaremos a sus protagonistas como si fuesen parte de nuestras vidas.

Como decía Tolstoi: todas las familias felices (series de Netflix, si se permite la analogía) se parecen unas a otras. Cantina de Medianoche es de las otras, de las que aún conservan la singularidad de las alegrías y desventuras de los infelices, de las que cuentan historias tan sencillas como deliciosas, al igual que los platos que sirve Kosuzu.

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Sobre el autor:

Acerca de Florencia Bianchi

Comunicadora social

Nació en Rosario en marzo del 73, dos días antes de que Pink Floyd publicara The dark side of the moon. Estudió cine y fotografía en talleres y cursos. Se licenció en Comunicación Social en el Universidad Nacional de Rosario. Fue parte de movimientos estudiantiles y de Derechos Humanos. Participó en programas de radios y […]

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