En el televisor se ve la telenovela de la tarde. Santo y Livia componen la pareja protagónica. Se profesan un amor  imposible, fulminante y no  correspondido (caben incluso otros adjetivos terribles). Ella lo adora en silencio. Él, que es empujado a casarse con otra, mira fijo al horizonte mientras cepilla y cepilla su caballo. Ese gesto de cuidado que es también de autoridad y control –el hombre que atiende y doma, el hombre que cabalga y conduce, el hombre que puede pasarle el cepillo al caballo como franela al auto para sacarle lustre– le sirvió a Federico Aicardi para ponerle nombre –aunque por su efecto contrario– a su novela: Las mujeres no peinan caballos ( Editorial Casagrande, Rosario, 2019).

Ese amor que entra en el popular adjetivo «romántico» de la pantalla chica es más que un telón de fondo en la historia de Tino, un joven que cuando su padre queda internado decide hacer todo para darle a su madre la vida que él cree que ella merece.

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Aicardi publicó sus primeros cuentos en la revista Apología, El corán y el termotanque y Rosario 12. Escribió dos obras de teatro: Tiempo muerto y Erotomaníaca. También finalizó su primer guión cinematográfico llamado Hambre (al final todo se llena). Además, realizó la adaptación y producción integral del pasaje de libro a audiolibro de la publicación Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, y Un cuento de Navidad, de Charles Dickens. Actualmente trabaja como guionista del programa Falso vivo, de Radio Universidad de Rosario, y como docente en la facultad de Ciencia política y RRII. Las mujeres no peinan caballos, es su primera novela y la trabajó en su mayor parte en los talleres que el escritor Pablo Ramos dictó en la ciudad.

Tino es un joven que se supone tiene 30 años, pero la edad no resulta un dato preciso. Podría tener 15, 16, 18 o tal vez 30, porque su voz narrativa mezcla por momentos la de un niño con la de un muchacho idiota. Pero sí sabemos de Tino que es virgen y que le tiene unas ganas bárbaras a la vecina de enfrente (Marita), que es madre, sola y la mal llamada rapidona del barrio.

El autor se crió en el centro de Rosario, pero eso no le impidió pintar con precisión los personajes arquetípicos que se pueden reconocer en cualquier barrio de la infancia, en este caso, en La lomita: Danielito (el chico con un retraso mental), Pekinés (el chino del supermercado o el miserable del barrio), Marita (la rapidona), Rosamonte (la enfermera trans), Nando (el amigo un tanto boludo), los Pafundi (la familia italiana), Tito (el puto simpático y divertido), Cucaracha (el viejo pedófilo que se sienta en la plaza para mirar a los chicos y que, todos saben, fue echado de una escuela por manosear a los alumnos).

Desde el principio de la novela sorprende la relación estrecha que Tino tiene con su madre. Un vínculo edípico, que de tan exagerado no resistiría ni un manual de psicología moderna. Ese amor central que siente por su madre es tal, que más de una vez sueña que hace el amor con ella aún a los ojos de Marita, la vecina de enfrente, o también en una escena de ménage á trois bañados por una cascada de cerveza.

Es así que ante la figura de un padre fuerte pero lo suficientemente ausente –el hombre trabaja de viajante durante casi toda la semana–, Tino lo único que busca es ocupar el lugar del patriarca para sacar a su madre de un sojuzgamiento al que la cree sometida y hacerla vivir otro bastante similar.

La novela se divide en cinco capítulos y un final. El primero es el del accidente y comienza con un paseo de Tino y su madre por la plaza. Esa tarde ella se perfuma y  se pone la pollera más corta que tiene, que deja al descubierto las piernas torneadas que el marido le impide mostrar. El teléfono suena en medio de la salida y le avisan desde el hospital que el padre está internado.

¿Será el florecimiento de esa mujer sin su permiso lo que desata el accidente? ¿Todo el brillo femenino de ella merecerá estar eclipsado siempre por la figura de su esposo?

Ese padre que ahora está internado, hasta hace poco se refugiaba en el altillo de la casa. Como en un panóptico, el hombre miraba desde lo alto lo que sucedía en el barrio. Sin que lo vieran, él lo veía todo.

Entrar al altillo –lugar secreto de su padre– y descubrir las paredes coronadas de posters con chicas en tetas, mirarle el culo a Marita, coquetear con la enfermera del hospital, fantasear, soñar y hasta pajearse con esas imágenes, seguir la telenovela de amor y decepción de la tarde, parecen moldear la educación sentimental de Tino y de toda una generación de varones.

Aicardi nació en los años 80, cuando la educación sexual como materia no existía en las escuelas. Cree que a sus cinco años entró por primera vez a una pieza similar al altillo del padre de Tino. Era la de un primo lejano y mayor que él, que era nieto de su tía abuela. El lugar le resultó oscuro pero de las tetas turgentes y los culos parados de las paredes no se olvidó más.

Tino, como muchos varones de esa generación, cabalga entre el galán y el pornógrafo. Se enamora, se muestra noble, incondicional por partida doble –de su madre y de Marita– pero si algo lo mueve a lo largo de la historia es ganarse la coupé Fuego –que aparece en la tapa de la novela– y concretar su debut sexual.

A contrapelo de ese sentimentalismo novelesco y edulcorado pero con un idéntico resultado, sobrevuelan las máximas de su padre: “Que no se haga puto”, “Que tiene que avivarse”, “Que hay que hacer cosas de macho porque a las minas les gusta así”, «Que hay que hacerse hombre», «Que a las mujeres hay que saber domarlas».

“Son las máximas del patriarcado concentradas en ese personaje. En él traté de concentrar todo lo más nocivo. Creo que para los hombres siempre funcionó como mandato el que teníamos que encararnos a todas las mujeres y cuantas más nos tumbáramos, más hombres éramos. Por suerte, eso de a poco va cambiando. Porque cuando no cuadrás en ese arquetipo de la sociedad –o porque no te gustan todas o porque te enamorás, o porque deseás ponerte de novio con alguna de ellas– tener que cumplir con esa imposición es un problema”, dice el autor.

Pero si en la realidad desmontar esas lógicas es una tarea compleja, en esta ficción parece ser casi imposible. Al punto que la tarea de «matar» a ese padre que se las sabe todas y derribar esas enseñanzas machistas no es para Tino nada sencillo. Y aún cuando lo cree muerto y enterrado –en el penúltimo capítulo Tino llega a decir «mi estómago enterró a mi padre»– no hace más que mimetizarse y reproducir ese arquetipo.

Como diría la feminista Audre Lorde: “Las herramientas del amo nunca desmontarán la casa del amo”. Y la regla aplica a esta historia. Tino al querer liberar a su madre de las garras del padre emplea sus mismos medios y todo parece decir hacia el final de la novela que la vida de una mujer no es nada sin estar atada a la de un hombre: sea su hijo o su esposo.

Llevar a su madre a vivir al campo, lejos de todo, perdida en la llanura, es volverla tan invisible como lo estaba entre las cuatro paredes de la cocina de su casa. Mientras él, con la vista clavada en el horizonte, acaricia su auto –la coupé Fuego deseada– en lugar de peinar un caballo. Es la prolongación del único tipo de masculinidad que conoce.

 

Para leer un fragmento de la novela, acá.

Cámara de Diputados de Santa Fe
Sobre el autor:

Acerca de Virginia Giacosa

Periodista y Comunicadora Social

Nació en Rosario. Es Comunicadora Social por la Universidad Nacional de Rosario. Trabajó en el diario El Ciudadano, en el semanario Notiexpress y en el diario digital Rosario3.com. Colaboró en Cruz del Sur, Crítica de Santa Fe y el suplemento de cultura del diario La Capital. Los viernes co-conduce Juana en el Arco (de 20 a 21 en Radio Universidad 103.3). Como productora audiovisual trabajó en cine, televisión y en el ciclo Color Natal de Señal Santa Fe. Cree que todos deberíamos ser feministas. De lo que hace, dice que lo que mejor le sale es conectar a unas personas con otras.

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