“Pocho” Lepratti fue asesinado por la policía de la provincia de Santa Fe el 19 de diciembre de 2001. Un tiro en la garganta acabó con la vida del militante social de origen entrerriano, radicado en Ludueña —luego de su breve paso por Empalme Graneros—. “¡Dejen de tirar, manga de hijos de puta! Acá hay chicos, nosotros estamos trabajando” o tal vez un grito similar al “bajen las armas que aquí sólo hay pibes comiendo”, que entonó León Gieco en su canción, se dicen son las últimas palabras que pronunció en el techo de la Escuela N° 756 Dr. José Mariano Serrano de Barrio Las Flores donde cocinaba diariamente, y sobre las que se tejió uno de los mitos más importantes de la militancia de base rosarina. Un olvidado y rotundo “¡Me dieron!” supuso el nacimiento de una figura que inauguró un nuevo capítulo en la historia política de la ciudad. Su nombre propio se convirtió en un significante que nucleó simbólicamente una serie de procesos de construcción popular. Se multiplicaron los espacios comunitarios, comedores, grupos, proyectos, plazas y bibliotecas con su nombre. Y también motivó una serie de imaginaciones políticas y estéticas que innovaron los repertorios de protesta populares. Este es un fragmento del libro Estéticas políticas. Activismo artístico, movimientos sociales y protestas populares en la Rosario del nuevo milenio editado por la UNR Editora.

Las pintadas iniciaron una serie de intervenciones en la superficie urbana y trazaron otra legibilidad en sus muros. Luego del asesinato de Pocho Lepratti, La Vagancia —luego Bodegón Cultural Casa de Pocho— junto con otros grupos de jóvenes del barrio, vecinos no organizados, artistas callejeros, organizaciones sociales y, especialmente, sindicales como la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE) —que tuvo una participación clave en el armado de estas acciones ya que Lepratti militaba allí— realizaron diferentes campañas.

En algunos casos se apeló a la tradición política latinoamericana y argentina en particular; o se entablaron diálogos con expresiones locales; en otras, en cambio, se gestaron originales alternativas que desconocieron filiaciones. Oscilaron entre formatos cercanos a lo que clásicamente se considera como “pintada política” y otras al “graffiti”, clasificaciones que algunos autores realizan, a pesar de reconocer la indistinción categorial que durante mucho tiempo experimentaron estas acciones. De hecho, hasta los años 80 el término italiano “graffiti” no contaba con una utilización extendida en nuestro país. Su uso se ha generalizado en las últimas décadas, con la intención de indicar “(…) todo tipo de inscripciones en alguna medida no autorizadas en espacios públicos no concebidos para tal fin (…)” (Kozak, 2004: 21).

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Asociado a la vida urbana, esta forma de marcar el territorio puede realizarse con variados materiales: pintura, carbonilla, algún elemento cortante, birome, fibra o aerosol. Puede ser verbal o icónico y lo distingue su aspecto transgresivo. Sintetizando sus rasgos principales Kozak precisa:

En la actualidad, soportan el peso de la denominación “graffiti” inscripciones en espacios públicos, más o menos relacionadas con el campo de las subculturas jóvenes, caracterizadas por ser en líneas generales efímeras y no institucionales, y cuya condición ‘anónima’ —si bien muchas de ellas aparecen firmadas— y más o menos clandestina (en tanto se trata de inscripciones no permitidas legalmente) hace difícil el reconocimiento empírico de sus productores. Así, llamo “graffitis” a este tipo de inscripciones, y cuando es necesario, establezco otra terminología para inscripciones afines que no compartan alguno de esos rasgos, como por ejemplo en los casos de las “pintadas políticas” o los “escraches” que poseen cierto grado de respaldo institucional (2004: 35-36).

Pintadas y graffitis se vinculan íntimamente en Argentina donde los primeros graffitis, predominantemente de carácter textual, tuvieron como antecedente a las pintadas políticas que contaban ya con una vasta historia. Más estables, visibles y reconocibles a lo largo de la historia visual del país, las pintadas caracterizaron a la política argentina en clara sintonía con el devenir visual de la política latinoamericana y se intensificaron en períodos electorales o de agitada movilización política. Tuvieron momentos y consignas hitos. Desde el exilio de Sarmiento aparejado a la mítica inscripción “Las ideas no se matan”, pasando por su generalización como recurso a partir de los años 40, su expansión sostenida en la década del 70 hasta el golpe militar, su resurrección con la recuperación democrática y su propagación indiscriminada desde principios de la década del 2000.

En el caso en cuestión, la dificultad de distinguir entre graffitis y pintadas radica en que estas intervenciones no poseen carácter institucional y menos aún partidario pero entre sus realizadores se cuentan organizaciones políticas, sindicales y sociales. Asimismo, algunas ocasiones se concretaron mediante salidas planificadas pero también se multiplicaron de manera espontánea y anónima y, mayormente, de modo clandestino. Por eso las consideramos como pintadas políticas hibridadas con lógicas graffiteras y referiremos a ellas de modo abreviado como “pintadas” ya que así eligen denominarlas sus realizadores. Fueron de diferentes tipos. A días de lo sucedido, con tozudez ante la muerte se inscribía en las paredes de la ciudad la leyenda “¡Pocho vive!” o con más ahínco “¡Pocho vive, carajo!”. Estas consignas revelaban indignación e impotencia, eran pintadas reactivas.

Severino, uno de los jóvenes integrantes de La Vagancia y luego del Bodegón Cultual Casa de Pocho, relata: “las primeras pintadas (…) las empezamos a hacer porque había mucha bronca entonces surgió de algunos compañeros empezar a pintar. Mangueamos plata, compramos aerosol y salimos…” (Severino, Rosario, 22 de agosto de 2013, entrevista).

Otras como “Claudio Pocho Lepratti asesinado por la policía. Ni olvido ni perdón. Pocho Vive” o el “Pocho Vive. Ni olvido ni perdón”, para citar algunos casos, constituyen pintadas en memoria. Son, en palabras de Kozak “expresiones de una memoria colectiva que no quiere olvidar a sus muertos” (2004: 156). Muertos que, comúnmente, se deben a balas policiales o a enfrentamientos entre bandas o hinchadas, entre otros tipos de muertes violentas.

Estas expresiones entablan un diálogo con aquél al que recuerdan, un rasgo epistolar que posee un doble destinatario: el muerto y el lector. Además, suelen estar acompañadas por dibujos o alusiones verbales que refieren a ángeles, santos o a otros elementos de origen religioso. Al respecto, podemos citar las pintadas que profesaban “El San Pocho de Ludueña”, o “San Pocho de Ludueña, mártir de los chicos del pueblo”.

Al mismo tiempo, en esta clave se sitúan las interacciones que se produjeron entre las acciones de este repertorio y una intervención urbana realizada con anterioridad, a partir del 24 de marzo de 2001 —fecha en la que se cumplían 25 años del último golpe de Estado—. Nos referimos a las bicicletas stenciliadas que el artista rosarino Fernando Traverso estampó en toda la ciudad.

Estuvieron inspiradas en la historia de uno de sus amigos desaparecidos del artista a quién cruzó en su bicicleta horas antes de desaparecer y de que ésta quedara atada a un árbol durante largos días hasta que Traverso decidió llevársela.

Realizó 350 bicicletas en diferentes lugares, cada una con un número de serie, en homenaje a los 350 estudiantes desaparecidos rosarinos. Estas bicicletas “abandonadas” intentaron inscribir en las paredes de la ciudad la marca de la ausencia de aquellos que fueron secuestrados y asesinados por la última dictadura.

Esta intervención fue interpretada equivocadamente como una obra realizada en función del asesinato de Lepratti y, además, sobre algunas de ellas anónimamente se pintó la leyenda “Pocho Vive!”. De este modo, no sólo las bicicletas de Traverso fueron resignificadas entablando un intenso diálogo urbano sino que las mismas pintadas de “Pocho Vive!” se insertaron en una trama visual que tenía el sentido de una acción en memoria. Incluso, con posterioridad, el artista cedió a los jóvenes de La Vagancia el stencil para que reprodujeran la bicicleta, además de hacerlo él mismo.

Más aún, esta bicicleta fue estampada en una bandera, que sobre un estridente fondo naranja, la convirtió en emblema de la organización. De este modo, sucedió una operación de desviación (détournement) (Kozak, 2004) que se produce cuando una intervención cambia, deforma o desplaza los significados que las paredes han adoptado debido a otras inscripciones realizadas con anterioridad.

Ahora bien, ocurrida la operación de desviación, las bicicletas ya no señalaron sólo la ausencia de los 350 sino la presencia de esa vida arrebatada, de la vida de ese ocupante que pregonaba no haber muerto y seguir andando, militando, en bicicleta. Así entre las pintadas de los jóvenes de Ludueña y la acción de Fernando Traverso se generaron dos tipos de itinerarios. Por una parte, se produjeron diferentes intercambios interpersonales, prácticas colaborativas y acciones conjuntas. Y, por otra parte, la re-significación anónima de su intervención la convirtió en un artefacto capaz de exceder sus sentidos originales, la intención de su creador y su contexto de producción y surgimiento para alojar otros decires de otros sujetos.

Acompañando estas escrituras o aisladamente aparecieron pintadas personales que cristalizaron diferentes muestras de afecto, tales como el clásico “Te quiero mucho Pocho”, cuya característica distintiva es la declaración de un sentimiento o pensamiento, de carácter íntimo, destinado a una persona puntual (Kozak, 2004). En este caso, la diferencia radica en la condición del destinatario (sin vida) por lo cual dicha declaración no aspiraba a ser realmente contemplada por él sino que, como en el tipo anteriormente señalado, se dirigía a dos destinatarios: uno real (los transeúntes que lo lean) y otro, en términos kafkianos, fantasmal (Pocho).

Inaugurando una de las primeras pintadas más elaboradas en uno de los muros del Barrio Ludueña se leía: “El Pocho vive en el corazón y en los rostros de los que exigen justicia”. Otras como “Pocho Vive. La lucha sigue”, “Pocho, tu lucha seguirá”, “Pocho nos muestra el camino” o “¡No pudieron! Pocho Vive!” configuraron otra serie de pintadas que además del carácter de denuncia que explícita o implícitamente tuvieron gran parte de las consignas analizadas llamaron a continuar no sólo esta lucha concreta sino “la lucha”. En otros términos, declamaron la insuficiencia de la denuncia y el pedido de justicia y proclamaron la necesidad de continuar en la línea que la historia militante que Lepratti indicaba. Estas inscripciones fueron pintadas de arenga.

Otras que, en cambio, se dedicaron a promover acciones más específicas que se estaban llevando adelante en el marco de los pedidos de justicia, tales como “Pocho Vive. Se viene el hormigazo”, “Se viene!!” a secas o el clásico “Paso, paso, paso… se viene el hormigazo”, conformaron pintadas de anuncio. Por otra parte, las pintadas contuvieron dibujos hechos a mano alzada. Dos de ellos fueron los más significativos en la iconografía de este repertorio. En primer lugar, las hormigas que se pintaron solas o acompañando las leyendas antes citadas. La imagen de la hormiga se inscribe en cierto trabajo conceptual de los grupos de jóvenes previo al asesinato. Pero la centralidad de este concepto y esa imagen para el repertorio se delineó a partir de un cuento denominado “Pochormiga” que Gustavo Martínez —militante de ATE, amigo y cuñado de Lepratti—, escribió, hacia comienzos del año 2002, con motivo de explicarle la muerte de Pocho a sus hijos, difundido en diversos medios de comunicación.

Las hormigas merecen una especial atención por varias razones. En primer lugar, porque su extensión a lo largo de la ciudad, del país e incluso de otros países latinoamericanos contribuyó sostenidamente a la propagación de esta lucha. Se convirtieron en un dispositivo de transmisión que permitió mantener vivo, en un primer momento, el pedido de justicia y, posteriormente, la figura de Lepratti y su militancia. En ese registro, las hormigas operaron también como un dispositivo de memoria. Asimismo fueron tomadas como insignias o logotipos de organizaciones, por ejemplo por ATE. La hormiga funcionó allí como dispositivo equivalencial, puesto que progresivamente su carácter diferencial para referir a una protesta concreta llevada a cabo por determinados actores perdió protagonismo en favor de una lógica equivalencial que permitió reconocer a través de ella a varias organizaciones y procesos de lucha, tejiendo una cadena simbólica que tuvo como denominador común el trabajo militante —principalmente paciente y mancomunado—.



En otros términos, la hormiga sostuvo una suerte de vacuidad tendencial que le permitió autonomizarse de sus significados primeros —diferenciales—, atados al asesinato de Lepratti y al pedido de justicia, para adquirir otro (el trabajo militante) a partir del cual conquistó su carácter aglutinador.

Por otra parte, las hormigas tejieron, de manera protagónica, la trama estético-política de esta protesta. En otros términos, fueron un dispositivo relacional que motivó múltiples vínculos. En primer lugar, ligaron a artistas individuales y colectivos en una trama en común en tanto intervinieron en su diseño que fue mutando a lo largo del tiempo. De hecho, primeramente, fueron dibujadas por Carlos Cantore, integrante del colectivo Trasmargen que luego fue uno de los promotores, como veremos, del “El Hormigazo”, performance que selló visualmente este símbolo. Hugo Ojeda, otro artista y docente rosarino, hizo uno de los primeros moldes con los que se estampó y Rodolfo “Mono” Saavedra, letrista y muralista que integró luego el colectivo Arte por Libertad hizo su propia versión que fue la más difundida y que, incluso, se convirtió en la firma de sus realizaciones personales.

De ese modo, la genealogía de la hormiga que representó la lucha de estos jóvenes en la ciudad delineó un rico itinerario activista compuesto por diferentes prácticas colaborativas. En segundo término, conectó diversas intervenciones ya que la mayoría de las acciones fueron firmadas con la imagen de la hormiga. En tercer lugar, la hormiga fue un privilegiado significante que ató expresiones en distintos formatos y soportes: textuales (cuentos, comunicados, manifiestos, declaraciones o proclamas que la invocaban), visuales (las imágenes pintadas o stenciliadas en las paredes o en banderas, pancartas, murales, remeras, calcomanías, etc.); performáticas (“El Hormigazo”) e incluso musicales (canciones de bandas y murgas).

Por otro lado, nos interesa subrayar el dibujo popularmente conocido como el ángel de la bicicleta que muestra la silueta de un hombre con alas montado en una bicicleta. Esta imagen que también se impuso como distintiva del repertorio fue diseñada por el dibujante Tomi Müller a los fines de ilustrar la tapa del número homenaje a Pocho Lepratti de la Revista Ángel de Lata. Algunos relatos sostienen que este dibujo fue motivado por una pintada anónima que a horas del asesinato apareció en una de las paredes de la escuela del barrio con la leyenda “el ángel de la bicicleta”.

Esta imagen tuvo características distintivas respecto a la hormiga. Funcionó como un dispositivo de transmisión y de memoria en el sentido en que antes hemos anotado. También como un dispositivo relacional que conectó a artistas armando otros itinerarios a remarcar. Fue diseñado primero por Müller, luego reproducido por Saavedra, con posterioridad por el grupo Arte por Libertad y viralizado a partir de la técnica del stencil. También vinculó a expresiones de géneros diversos principalmente visuales (pintadas a mano alzada, stencils, etc.) y musicales.

De hecho, el músico León Gieco denominó así a la canción que dedicó a Lepratti, la cual estuvo inspirada en las pintadas con esta imagen que el músico vio en paredes de la ciudad. No alojó, sin embargo, la vacuidad que logró la hormiga y su capacidad para equivalenciar distintas luchas y organizaciones. Y es en la prevalencia de su sentido diferencial con lo que queremos coronar este análisis. El ángel de la bicicleta constituyó un signo complejo que adoptó diferentes valencias. Tuvo un carácter simbólico. La bicicleta representó el trabajo militante de Lepratti, quien se movilizaba de este modo y era una de las características distintivas de su hacer, la llamada “política de la bicicleta”. También es un símbolo atado convencionalmente a la reivindicación de lo popular. Las alas, por su parte, representaron su muerte pero asimismo, a partir de la conjunción con la bicicleta, cierta angelización del trabajo de la militancia popular, al evocar una idea pastoral que conecta con referencias cristianas al sacrificio y la entrega al prójimo, que tensiona y complejiza cualquier mirada simplista respecto de la figura política de Lepratti.

Más allá de esto, creemos que es en su fuerte dimensión icónico-indicial, es decir, en su relación figurativa y analógica con el referente (Lepratti) así como en la continuidad existencial que la silueta de ese hombre alado traza con él y con su asesinato, donde radica el potencial diferencial de este signo que desalienta su equivalencia. Las referencias que motiva son preferentemente identificatorias y afectivas en contraste con la interpretación reflexiva, crítica, más distanciada que produce el orden del símbolo y que caracteriza más claramente a la hormiga.

 

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Acerca de Marilé Di Filippo

Es Licenciada en Ciencia Política y Magíster en Estudios Culturales por la UNR. Es Doctora en Ciencias Sociales por la UBA. Es investigadora y docente de grado y posgrado en distintas universidades. Sus temas de investigación se centran en las intersecciones entre arte, estética y política. Estudia activismos artísticos y estéticas de protesta social. Participa […]

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