Es la hora del té. El hombre endulza y revuelve. A sorbitos, cuenta su vida: “Soy un ser irreal desencantado de la realidad”, dice y apoya la taza en el plato.

Unos minutos después de las cinco de la tarde, Omar Serra –dramaturgo, director y actor teatral– sirve el té para dos. Uno de hierbas en tazas de loza profundas, acompañadas de un plato cargado de pancitos negros y un frasco que hace las veces de azucarera. Todo dispuesto en una bandeja que dejó sobre una mesa ratona, alrededor de la cual se disponen sillones, cuadros, almohadones, biombos, estatuillas, libros, muñecos. Serra ha construido su propio mundo con piedras preciosas y metales fundidos y lo ha perfumado de incienso. Ése que es también su olor, se enreda en su melena plateada, se desprende de su camisa blanca y así se exilia de su cuerpo liviano para apoderarse del aire. Respirar en la sala Alfred Jarry (Montevideo 2364) es muy fácil porque tiene un corazón de patio con paredes y techo de plantas. Allí duerme el creador de teatro más under de la ciudad; allí lee y sirve el té. Su living es un escenario y su dormitorio un camarín.

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Tiene 74 años y nunca manejó un auto en su vida. Para Serra, es una “maquinaria muy compleja, difícil de controlar y, encima, requiere de muchos trámites”. Por eso prefiere la libertad de la bicicleta, sin papeles que llenar. Lo tiene y lo deja claro: al “soy un desencantado de la realidad» agrega: «Soy un escapista. Si la realidad está por un lado, yo voy por el otro”.

Pero no siempre supo quién era. Dice que conocerse le llevó la vida entera.

—¿Cómo empezó todo Omar?

—Nací en Salta y Ovidio Lagos, en Pichincha, todavía paso y está la casa. Tenía una hermana 11 años mayor que yo. Mis viejos tenían una carnicería. Tendría 3 o 4 años y mi mamá me llevaba al cine con ella y fue a ver una película de María Félix que se llamaba La corona negra. Me gustaba imitar a María Félix. Me ponía un pañuelo en la cabeza, me miraba al espejo y tenía actitud de diva. Ya de chiquito me gustaba la actuación.

Serra sufría asma y como muchos niños de su generación fueron enviados a la sierra o a la orilla de mar. Sus papás optaron por Mar de Ajó y ahí pasaron años que, para el dramaturgo, fueron hermosos. Sin embargo, no duró mucho. El papá vendió la estación de servicio que había instalado en la playa y se mudaron a Buenos Aires. Ahí conoció el teatro, pero también las drogas y la enfermedad mental. A los 12 años leyó una obra por primera vez y empezó a hacer teatro con amigos para los vecinos de Lanús Oeste. A los 18, se animó a viajar a Capital Federal para internarse en los grandes teatros que, por entonces, exponían teatro realista, y no pudo parar. Pero, su gran pasión se despertó con el teatro del absurdo, de la mano de su creador, Eugenio Ionesco. Con su cantante calva y su lección.

—Las personas ¿somos reales o absurdas?

—Te voy a contar como conocí a Ionesco. Compraba a los 13 años Primera Plana. Un día leí un reportaje a Cuca (Kouka Denis) una modelo muy flaquita que caminaba como flotando. El periodista le preguntó cómo se definía y ella dijo: “Soy una persona totalmente irreal, como los personajes absurdos de Ionesco”. Y yo dije: «Pucha, ¿quién es Ionesco?». Y ahí fui a la librería y compré Todo Teatro. Entonces yo también me defino, de alguna manera, como se definía Cuca. Soy un ser muy irreal, no estoy atado a la realidad. Vivo más en el plano de la fantasía y de la ilusión.

A los 18 años, hizo un esfuerzo para asimilarse a la vida real. Se casó, tuvo una hija y hasta consiguió un trabajo burocrático. Pero no aguantó más y un verano se escapó. “Me preparé una mochilita sin decirle nada a nadie, salí a trabajar pero en vez de tomarme un colectivo para La Plata me tomé uno que iba a Villa Gesell y me fui. Ahí estaba toda la locura, era el lugar donde iban los artistas, los hippies de esa época y conocí gente, un grupo de músicos entre los que estaba Javier Martínez el músico de Manal, Miguel Abuelo, Pipo Lernoud, mi gran amigo. Todos eran ilustres desconocidos, pero después fueron grandes artistas muy famosos”, recuerda.

Esos días de vida colectiva, de mar y de playa, de música y artesanía, se replicaron en Capital Federal en el invierno siguiente. “Nos seguimos encontrando. Era una época muy difícil, se empezaban a ver los pelos largos, las camisas floreadas, en los años 67 y 68. Había mucha persecución policial, caíamos todo el tiempo en cana, por el pelo, por los zapatos, por la camisa. No se conocían drogas todavía, salvo algunas anfetaminas. La marihuana no se conocía, la cocaína, menos. Y estábamos siempre juntos en la calle porque ninguno tenía dónde vivir. Nos íbamos a las plazas, íbamos a Plaza Francia, al Obelisco, pasábamos las noches en los bares charlando y dibujando y frecuentemente caíamos en cana”, cuenta. Fue también por esos días que forjó un lazo afectivo y profesional con Miguel Abuelo, que le confió ni más ni menos que la tapa de su primer single. Y Omar dibujó un hombre dentro de un círculo de fuego. Pronto esas llamas lo alcanzaron, lograron prenderlo y quemarlo. “Me relacioné con la gente más rara y más loca de Buenos Aires, empecé a experimentar con drogas y tuve consecuencias muy malas. Me enfermé, a los 24 años me dictaminaron esquizofrenia, estuve internado dos o tres veces en clínicas psiquiátricas, finalmente salí de eso con ayuda de mis viejos. Estuve muchas veces preso por consumir drogas y en el año ochenta mis viejos decidieron volverse a Rosario y ahí empezó mi verdadera vida”, cuenta conmovido.

Omar le pidió a sus padres que lo sacaran de Buenos Aires, sabía que, de lo contrario, podía morir. “En Rosario empecé a estudiar teatro y a hacer teatro. Me parece que volver al lugar donde había nacido, donde pasé mi infancia, me reubicó con la vida. Nunca más tuve problemas mentales, nunca más problemas legales. El teatro me rescató, si no, vaya a saber dónde estaría. Acá empezó mi buena época”, dice. Así, Omar Serra inventó al Omar Serra escritor, director y actor. Se valió de la calidez y aceptación de los rosarinos y de una pasión que lo convirtió en el gran referente del teatro underground, visceral y transgresor de la ciudad.

—¿Qué es la transgresión?

—Yo siempre hice teatro muy transgresor. Es decir, me han interesado mucho los casos psicológicos, por ejemplo, he hecho la vida del juez (Daniel) Schreber, he hecho del juez, era de la corte de justicia de Leipzig que tuvo un brote y empezó a travestirse, fue el primer caso en la historia de travestismo. Toco temas tabú, los que la gente trata de no concientizar. En Filosofía del tocador, la formación sexual de una niña, sus primeras experiencias. En Layo el tema de la pedofilia. Layo era un pedófilo que se enamoró de un muchachito y lo sedujo. El caso de El Extraño trío también. Son tres hermanas que estaban delirantes, que vivían de la mendicidad y tenían un mundo de delirio muy acentuado.

—¿Por qué consideramos este tipo de casos como excepcionales?

—Pienso que todos tenemos un gran caudal de locura y de particularidades mentales muy nuestras, que de alguna manera te ponen en un estado de extrañeza con respecto a la realidad. Yo mismo tuve problemas mentales y me parece que la gente tiene mucho contenido de un mundo que de alguna manera los atrae y los repele. Todo el mundo ha sentido alguna vez la fascinación de la locura pero al mismo tiempo la ha observado con cierto terror.

—¿Cómo habitan estos temas en una sociedad en la que se exalta el bienestar y el equilibrio y se desprecian los temores, las inseguridades, los defectos?

—El mito de la felicidad, que es inalcanzable y si en algún momento llegás a atraparla es insostenible. Me parece que la felicidad es un espejismo del capitalismo, el estar bien, no ver las zonas oscuras de nuestro ser, es una forma de colonización. Si queremos estar dentro del sistema tenemos que ser pulcros, eficientes, competitivos, imposiciones que no nos conducen a realizarnos como individuos.

—¿Qué te da ese espejismo de felicidad?

—No voy en pos de la felicidad. Me acuerdo ese poema de Borges que dice: “He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer. No he sido feliz”. Siempre me pareció un tanto absurdo porque es imposible ser feliz. Y esa búsqueda continua de la felicidad provoca otra cosa que es lo contrario. Al ver que no se puede alcanzar provoca disgusto, da amargura el ver que no podés permanecer en un estado de felicidad. No poder ser feliz provoca infelicidad.

—¿A quiénes admirás?

—Se me han caído todos los ídolos. Tenía muchos, admiraba a muchos seres y de a poco se me fue desgastando, no sé si me ha hecho bien pero de alguna manera creo que me ha ayudado a enfocarme más en mí mismo. Siento mucha admiración por los grandes dramaturgos de la antigüedad, por Sófocles que me ha hecho pensar tanto del psiquismo humano, Homero, Aristófanes que me ha hecho reír tanto. Y después siento admiración por grandes escritores, Proust, Chéjov, Shakespeare. Me quedan algunos clásicos. Y amigos a los que he querido mucho, Miguel Abuelo, Pipo, Sebastián Tiscornia para estar más próximo a la realidad, él es mi actor fetiche. Me gusta el cine de Enzo Monzón y Mario Caporali, nuevos directores que muestran una veta muy interesante y con quienes he trabajado en Plasttic Atack y ahora mismo en La Reina Hormona.

—¿Qué te gustar de actuar y qué de dirigir?

—La actuación me fascina porque es la institucionalización de la esquizofrenia, muchas personalidades y en el escenario pongo una de ellas, se realiza la aceptación. En cambio, en la dirección me fascina el espíritu tirano y monárquico del director, lo que él quiere se hace y el actor es dúctil y necesita una indicación. El director se siente realizado cuando da la indicación y el actor lo hace. Es el apogeo del capricho

—¿Cuál es tu gran obra?

Layo. La escribí, la dirigí y la actué con un grupo interesante de actores. Pero escribí una obra que se había perdido, fue una obra de Sófocles y yo la reconstruí. Me llamó la atención que conociéramos la historia de Edipo y no de su padre. En Edipo Rey sabemos que Edipo mató a Layo al encontrarlo en un camino y después supo que era su padre. Edipo, Edipo Rey, Antígonas y Edipo en colonos. Nos faltaba la primera, la de Layo. Me puse a buscar en la mitología, donde hallé unas pautas y me entero de que se había escrito sobre Layo pero se perdió. Tendría que ser así, en base a un supuesto, Layo viola a Crisipo y los dioses, para castigarlo, lo maldicen con esto de que morirá en manos de su hijo. Eso me apasionó.

—No te interesa la realidad pero hacés y vivís del teatro en Rosario, sin dudas, un logro.

—Es difícil conseguir sala y llevar público. Desde que tengo memoria se dice que el teatro se está muriendo y precisamente ese es el encanto del teatro, que es un arte agónico. Se está muriendo y la gente se interesa y va a ver esa agonía pero nunca termina de morir, nunca desaparece.

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Acerca de Sabrina Ferrarese

Nació en Rosario. Trabajadora de prensa. Actualmente es redactora del diario digital Rosario3.com. La palabra mejor escrita o cantada. Duda, luego existe. Le cotó mucho encontrar una foto donde esté sola.

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