Mi vida imprevisible, el libro de Carlos Eduardo Saltzmann editado por Casa Grande, podría titularse también Mi vida sorprendente. En la extensa trayectoria que conforma esa existencia hay episodios conocidos, como su experiencia en la escuela de las hermanas Cossettini o su participación en el grupo de poetas rosarinos de los años 50, pero el conjunto que se revela a partir de sus memorias es mucho más diverso y expone en detalle una doble condición de protagonista y testigo de la cultura de Rosario durante más de medio siglo de actividad ininterrumpida.

Las actividades, los intereses, las preocupaciones de Saltzmann convergen en una vida donde se asocian realizaciones, procesos y espacios de la historia de Rosario que rara vez coinciden: la Escuela Dr. Gabriel Carrasco de las hermanas Olga y Leticia Cossettini y el Colegio de los Hermanos Maristas; la militancia juvenil en la Acción Católica y más tarde en el Movimiento de Liberación Nacional; la vida bohemia en los bares vecinos a la antigua Facultad de Filosofía y Letras y el trabajo de campo en el Instituto de Sociología; la formación y la experiencia como docente e investigador en distintas universidades e institutos, en Inglaterra, en Chile y en las provincias de Córdoba y Santa Fe.

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Saltzmann nació en Rosario en 1931 y según afirma en el currículum que acompaña al libro se considera un hombre afortunado. Hay días, sin embargo, en que se percibe como el único habitante de una isla desierta y quizá también por eso escribió sus memorias: para dar cuenta de las personas con las que compartió distintos momentos de su vida y una fuerte convicción sobre la tarea intelectual. “Asumir la responsabilidad de la interpretación de los procesos histórico-sociales y actualizar en consecuencia una propuesta” y al mismo tiempo “respetar las posiciones alternativas, presentarlas y discutirlas con sus oyentes” son principios y también sentimientos.

Uno de los rasgos singulares en la personalidad de Saltzmann y lo que podría llamarse su filosofía se encuentran en esos cruces inesperados en los que el trabajo intelectual se configura en la apertura hacia los otros, opuesto a las certezas definitivas y a los saberes cerrados. El deseo y la curiosidad antes que el dogma, y por eso, dice, desdeñó los “lugares de dominación” para elegir “los de consejo, aporte y disfrute”. Esa actitud explica quizá un recorrido tan amplio que puede recorrer sin estridencias y sin contradicciones lo que va de asumir la dimensión espiritual y la fe religiosa en una etapa importante de su desarrollo al pensamiento de izquierda en el período siguiente: “Los diversos caminos alternativos que recorrí nunca apagaron la conciencia del misterio, que desde un dominio que desconocemos llama para relativizar los dogmas que defienden prácticas supuestamente incuestionables”, destaca Saltzmann.

Es notable que este libro extraordinario haya pasado desapercibido hasta el momento para el periodismo de Rosario. Sin embargo, resulta por eso mismo revelador de los límites con que tropiezan tantos actores de la cultura local: la incapacidad para reconocer y valorar la producción propia; la falta de conciencia respecto a las mejores tradiciones de la ciudad y al papel que desempeña el periodismo en la recreación y la transmisión de ese legado.

El hilo del sentido

Al hablar de sí, Saltzmann habla de otros: los poetas de la revista Pausa, los profesores de Filosofía y Letras después de 1955, los que lo acompañaron en Chile durante 1970, Felipe Aldana (asistió a la célebre conferencia “El poeta materialista”, en Amigos del Arte), Hugo Padeletti, Arturo Fruttero y Alex Rodríguez Bonel en el bar Savoy, el docente Dante León Morales, Ramón Alcalde, Jaime Bernstein, Dina Dolinsky, Leila Sade El Juri, Juan Pablo Renzi, Noemí Ulla y un largo etcétera. Las viviendas familiares, dice, fueron “ámbitos protectores y estimulantes” y entre ellas estuvo un departamento en Urquiza 1342, donde nació Ernesto Guevara.

Sin embargo, más que resaltar lo anecdótico, la rememoración está atravesada por el propósito de devanar el hilo del sentido en el tiempo transcurrido. Es la reflexión de Saltzmann como respuesta a un “sentimiento permanente” que una profesora le envía con la forma de un poema: “Cuando muda el año y más aún a mi edad, uno mira su pasado y se interroga sobre el futuro. (…) Efectivamente, algunos queremos imprimirle un sentido a nuestras vidas. Cuando no aceptamos imposiciones heterónomas, aún las bien intencionadas lo buscamos con ahínco. Y al buscarlo por nuestros propios caminos nos equivocamos muchas veces”. Ante esos interrogantes también hay descubrimientos: “debo admitir que enseñar se convirtió en la columna principal del raro edificio de mi vida”.

Lo tardío suele recibir una valoración negativa, para calificar a lo que llega a destiempo y parece desvinculado de su época, del mismo modo que la ancianidad es asociada con la declinación física e intelectual. Son lugares comunes que como tales deben ser cuestionados, y el arte ofrece argumentos para tal fin. “Desde los seis años tuve la manía de dibujar –dice Hokusai (1760-1849), citado por Gottfried Benn en sus Ensayos escogidos–. Hacia los cincuenta publiqué una infinita cantidad de dibujos, pero todo lo que hice antes de los setenta y tres no es digno de ser mencionado. Hacia la edad de setenta y tres años comprendí algo de la verdadera naturaleza de los animales, de los pastos, de los peces, de los insectos. En consecuencia a los ochenta habré hecho progresos, a los noventa penetraré el misterio de las cosas y cuando tenga ciento diez, todo lo mío, una simple línea o punto serán cosas vivas”.

Con esa perspectiva, Saltzmann no rememora para quejarse de dolencias o de frustraciones, no deplora el presente ni exalta el pasado. La vejez surge entonces como un momento privilegiado en que la existencia completa puede ser examinada bajo una nueva luz: “Ahora, desde mi solitaria ancianidad, percibo con mayor claridad el modo y el grado en que mi personalidad se formó, con sus rasgos peculiares –escribe–. La siento rica, vibrante, desmintiendo las limitaciones con que la desafían los años”.

Cualquiera que conozca a Saltzmann, o que se lo cruce por la ciudad de Rosario, puede dar testimonio de una actitud vital que consiste en enfrentar de modo consciente y sensible el tiempo que le toca vivir y por la cual experimenta “una suerte de vigorización en la vejez de los rasgos de personalidad constituidos durante la infancia y la primera adolescencia”.

Su relato expresa esa vigorización al revelar los rasgos de su personalidad, sus inquietudes, sus interrogantes. La vida como un descubrimiento compartido y también como un aprendizaje solitario, como hacía el niño Saltzmann durante sus primeros juegos en la casa familiar. Es el espíritu que reivindica y afirma en sus memorias: “Recobraré, tal vez, la libertad de que dispuse cuando niño. Rememoraré el pasado como cuando exploraba sin mapas ni propósito el mundo encantador que a mis ojos se abría”, anuncia en la introducción; la memoria es una especie de instrumento que toca “a su aire”, con “la relativa irresponsabilidad” de los años, “tratando de ser ordenado, pero sin sentirme apremiado por ello; tratando de ser preciso, pero sin mortificarme por eso tampoco hasta el punto de omitir un dato si no puedo documentarlo”.

Saltzmann recuerda a los primeros amigos y a los compañeros de juegos; a los vecinos y a los condiscípulos; a sus compañeras de vida y sus hijas. Incluye fotos, croquis, cartas recibidas de la primera novia, correspondencia propia y paterna. En la historia familiar cobra relieve la figura del abuelo (le dedica un capítulo), porque también redactó sus memorias, aunque al parecer referidas a la colonización suiza en la provincia de Santa Fe, y porque fue el propiciador de un rito de pasaje de la adolescencia a la juventud. Con el padre hay en cambio “sentimientos encontrados”, como surge de la reproducción de una conmovedora carta dirigida a Leticia Cossettini después que Saltzmann egresa de la primaria y de otros recuerdos menos placenteros, como el método bastante brusco con él que quiso enseñarle a nadar.

Saltzmann teme parecer exagerado en su observación del pasado, pero la intensidad de las impresiones constituye justamente lo memorable de la experiencia: un susto que dura más de ochenta años, la fascinación por una amiga de la adolescencia, la valoración de la enseñanza de las hermanas Cossettini, porque “mi vida habría sido totalmente diferente de no haber estado abierta la puerta a aquel mundo maravilloso a sólo tres o cuatro cuadras de las dos casas que habité en Alberdi”. El sentido de la experiencia, dice, no surge de los hechos en sí sino del relato con que se la construye y de sus materiales: “Son las disposiciones subjetivas, el carácter de una relación interpersonal y el peso que desde ese territorio se le otorga a los acontecimientos –nimbados por resonancias subjetivas, matices de la voz y el gesto– lo que le imprime a lo acontecido su verdadero valor y significado”.

La infancia, dijo Juan José Saer, “es el solo país, como una lluvia primera de la que nunca, enteramente, nos secamos”. Las memorias de Saltzmann transcurren bajo esa especie de aura, “esta suerte de bendición recibida en mis primeros años se reitera permanentemente en las horas de mis días y torna placentera una etapa que para muchos es penosa”. A través de los hechos de una vida imprevisible y sorprendente, narra una forma ejemplar de ser intelectual y ofrece al lector una nueva y hermosa enseñanza.

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Sobre el autor:

Acerca de Osvaldo Aguirre

Nació en Colón. Estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario. Es periodista, poeta y escritor. Ha publicado poesía, crónica, novela y ensayo, entre los que destacan: Las vueltas del camino (1992), Al fuego (1994), El General (2000), Ningún nombre (2005), Lengua natal (2007), Tierra en el aire (2010) y Campo Albornoz (2010), y reunió sus tres primeros libros en El campo (2014). Fue editor de la sección Cultura del diario La Capital de Rosario.

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