Debe haber sido a fines de 2014, cuando aún no era público que Miguel Lifschitz sería candidato a gobernador. Alguien incluso se lo preguntó en la reunión de actores de la cultura a la que el entonces senador por Rosario convocó en la Casa Socialista de Córdoba al 2000, frente a la escuela Normal 2. Lifschitz no dijo nada, quería escuchar lo que escritores, gestores, periodistas y artistas vinculados a la actividad cultural tenían para decirle. “Esta es la casa histórica del Socialismo –dijo Lifschitz cuando todos se sentaron a una enorme mesa que él presidía–, por acá pasaron Alfredo Palacios, Alicia Moreau de Justo”, y seguía la enumeración. En mangas de camisa, en un primer piso decimonónico con unas puertas ventana de madera lustrada que se abrían a un viejo balcón, Lifschitz trazaba también una genealogía de la que se sentía parte.

La mesa ovalada reunía esa noche a un grupo diverso de artistas plásticos, músicos, colectivos independientes, escritores y escritoras, directores de cine, periodistas culturales, gestores y productoras, con miradas heterogéneas pero con una chispa que parecía encender un fuego común: hacer, provocar, mover, gestar, contar, registrar con pasión y también con urgencia. Nadie podía salir inmóvil de esas reuniones que muchas veces juntaban algún que otro polo opuesto. Eran encuentros que conseguían que nadie se sienta completamente solo. La ciudad, esa dimensión urbana y política de Rosario, se mostraba en rostros, voces, miradas.

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Meses más tarde, el 15 de abril de 2015, tras haber ganado la interna del Frente Progresista Cívico y Social, ya candidato a gobernador de Santa Fe, Antonio Bonfatti, aún mandatario provincial, envió un correo electrónico en el que firmaba, entre otras frases: “La cultura es la marca simbólica de la existencia, el paisaje de la vida y el sentido. Se transmite de generación en generación como nuestro equipaje”, y: “El Gobierno de Santa Fe trató de hacer girar un concepto de cultura del espectáculo a la cultura del protagonismo del santafesino, de una concepción que se centraba sólo en el arte al arte de vivir en comunidad, de las entidades culturales especializadas (teatros, museos, etc.) a infraestructuras culturales múltiples donde el ciudadano aprende, disfruta, pasa tiempo libre, crea, construye, se reúne y encuentra espacios públicos de valía porque son su casa y también su calidad de vida”. La misiva enumeraba los logros en el área desde la primera gobernación que tuvo al socialista Hermes Binner en la Casa Gris, desde los programas itinerantes, las producciones audiovisuales, los concursos, las ediciones, hasta la creación del primer ministerio de Cultura del país; Lifschitz tenía enfrente a Miguel Torres Del Sel, quien alternaba la campaña con actuaciones junto con el trío Midachi y se jactaba de trabajar al tiempo que participaba de actos en los que contaba con el apoyo de Mauricio Macri.

A fines de mayo de ese mismo año, a los actores culturales de todos los ámbitos les llegó un nuevo correo en el que se invitaba a firmar diez razones para apoyar un espacio que promovía la candidatura de Lifschitz. Entre esas razones se leía: “Un espacio que confía en la política, que logró revitalizar y modernizar las instituciones luego de años de sostenido abandono, y que impulsa la descentralización territorial, otorgándole a la cultura un lugar central en su agenda cotidiana”, también: “Un espacio que cree fervientemente en la democracia participativa y en el concepto de comunidad, que fortalece los derechos de todas las minorías y en el que la inclusión social no es una prebenda sino un deber ético indelegable por parte del Estado”. O: “Un espacio que considera que las políticas culturales son capaces de ayudar a resolver las demandas sociales y que pueden ser herramientas eficaces para la transformación y el desarrollo”. “Un espacio que entiende que la educación pública es un patrimonio innegociable y que tiene memoria de cuándo y quiénes pretendieron volverla un privilegio para pocos”. Y al final: “Un espacio donde los valores de memoria, verdad y justicia han ocupado y seguirán ocupando un lugar central en su agenda”. La propuesta recogió las firmas de la inmensa mayoría de artistas, escritores, periodistas y realizadores santafesinos e, incluso, gran cantidad de personalidades de alcance nacional.

Con poco más de 1.500 votos de diferencia, Lifschitz ganó esa elección y gobernó Santa Fe hasta diciembre de 2019. Un año y cinco meses después, el covid-19 acababa con su vida en una sala de terapia intensiva de un sanatorio de Rosario donde permaneció internado en terapia intensiva dos semanas.

Al momento de su muerte, todo el arco político se unió para saludarlo con respeto, admiración y cariño. Pero además, sectores gremiales de los más diversos, desde el Centro Cultural La Toma hasta el diario cooperativo El Ciudadano, recordaron y destacaron el apoyo que recibieron de Lifschitz durante su gobernación, cuando el gobierno nacional estaba en manos del macrismo, cuya mayor proeza consistió en contraer la mayor deuda externa conseguida en democracia y la propalación de la miseria, el desempleo y el deterioro del sistema educativo y de Salud.

Pero no digamos sólo que Lifschitz, en el terreno de la Cultura, supo sostener lo que las gobernaciones de sus compañeros de militancia habían logrado –como en aquella reunión de 2014 en el primer piso de calle Córdoba, el ex gobernador entendía que una genealogía es también un mandato político que honra su historia– y cumplir con lo prometido, también su gestión potenció ese legado y fue, en un país arrasado por políticas que, en todo caso, sólo aspiraban a mercantilizar la cultura, una suerte de territorio de resistencia.

Lifschitz sonríe detrás de Juan Carlos I, rey de España
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Lo visible

Apenas terminada su segunda gestión como intendente de Rosario, Lifschitz no sólo había hecho visible la actividad cultural de la ciudad, también había recuperado lugares emblemáticos, transformándolos y dotándolos de una visibilidad nacional.

En febrero de 2011, año final de la segunda intendencia de Rosario, el entonces director del Museo de la Memoria, Rubén Chababo, se refería en estos términos a esa primera experiencia nacional que la gestión de Lifschitz había gestado: “Estamos en 2011. Cierro los ojos y pienso en el año 2002. Nadie imaginaba en ese entonces la reapertura de los juicios (contra los represores por la verdad histórica), tampoco que alguna vez los Derechos Humanos ocuparían un lugar tan importante en la agenda nacional. Cuando comencé con la gestión de este Museo todo estaba por hacer, recuerdo que el sistema educativo era reacio a participar de las actividades. Hoy la situación es otra, el Terrorismo de Estado y los Derechos Humanos son parte de la currícula educativa. Y esto que hoy vivimos con naturalidad, como si siempre hubiera sido de este modo, es único en América latina. No existe algo parecido ni en Chile, ni en Brasil, ni en Uruguay, ni en Perú, países que han pasado por procesos similares al nuestro”.

Poco menos de un año después de asumir su primera intendencia, Lifschitz tuvo en sus manos la organización de del III Congreso Internacional de la Lengua Española, que se desarrolló en Rosario entre el 17 y el 20 de noviembre de 2004 bajo el lema “Identidad lingüística y globalización”, con el que el intendente “internacionalizó” la ciudad en el ámbito cultural.

Diez años después de ese tercer Congreso de la Lengua, el escritor Elvio Gandolfo lo sintetizó en una frase: “El cambio principal del Congreso que pude percibir entonces y siguió presente (aparte de algún maquillaje urbano como el tramo de adoquines frente al teatro el Círculo), fue que a partir de esos días Rosario aceptó con más calma y conciencia que es una ciudad grande”.

También María de los Ángeles Chiqui González, ministra de Innovación y Cultura de Santa Fe hasta 2015, se recordó el III Congreso de la Lengua y rememoró los duros años anteriores que había atravesado la ciudad y el país y observó que fue un acontecimiento de “reafirmación de una identidad que tenía ya sus antecedentes”.

El mismo año del Congreso, la Editorial Municipal de Rosario (EMR) publicó los fascículos que a fin de 2004 reuniría en un libro hoy clásico, Rosario ilustrada, para el que Nora Avaro y Martín Prieto reunieron textos sobre la ciudad escritos por sus escritores y sus visitantes: Felipe Aldana al lado de Roberto Arlt, Patricia Suárez junto a Jorge Luis Borges, Francisco Gandolfo al lado de Juan Carlos Onetti, Rafael Ielpi y Florencio Sánchez, Juan José Saer, César Aira, Roberto Fontanarrosa, Elvio Gandolfo, Ángel Guido, Raymond Carver, César Tiempo, Edgardo Cozarinsky o Graham Greene, entre muchos otros. En el conjunto, los textos enseñaban la ciudad de acuerdo a la visión particular de los autores pero también su trama en el tiempo e, incluso –en textos fantásticos como los de Fontanarrosa, Angélica Gorodischer o Pablo Crash Solomonoff–, su futuro o su alternativa. Todo ello acompañado de las meticulosas ilustraciones de Luis Lleonart que rescataban imágenes que en la ciudad actual ya no existen.

Rosario ilustrada no es tanto la ciudad letrada como ficticia, real en una dimensión perdurable, una Rosario que puede circular de boca en boca y que entonces tenía en el intendente Miguel Lifschitz al gestor político que la hacía visible.

Rosario

En aquél 2004, cuando Lifschitz tenía apenas 10 meses como intendente rosarino, todos se llenaban la boca con las palabras de Víctor García de la Concha (entonces máxima autoridad de la Real Academia Española) al cerrar el Congreso: “Rosario fue una fiesta de la palabra. En ningún congreso de los que se hicieron hasta ahora la gente fue tan protagonista como el pueblo de Rosario”. Los rosarinos no sólo colmaron los multitudinarios actos oficiales del Congreso, también los encuentros paralelos convocados por las librerías, fundaciones y entidades. Llenaron auditorios, agotaron la edición popular del Quijote lanzada en esos días y adhirieron a las múltiples actividades programadas, asombrando a locales y foráneos”.

Incluso en octubre de 2013 García de la Concha declaró que “hubo un antes y un después de los Congresos de la Lengua a partir de Rosario”. La forma en que se volcó masivamente la ciudadanía, las innumerables iniciativas que surgieron “colocan a la ciudad en un lugar de liderazgo”.

En aquellos días anteriores al Congreso de la Lengua, sesionó algo así como el “Congresito”, un espacio donde instituciones municipales como la Isla de los Inventos llevaron a unos cien mil pibes de Rosario y sus alrededores a votar en escuelas, cooperadoras y clubes por sus palabras preferidas. Amor, amistad, amar, paz, compartir, jugar, gracias, aprender, mamá, trabajo, amigos, milanesa, fueron las palabras que recibieron mayor cantidad de votos. El periodista Reynaldo Sietecase recordó ese trabajo en el ámbito municipal en una época que salía con dificultad de una de sus mayores crisis: “Los chicos son sabios. Colocaron amor cerca de mamá; paz al lado de trabajo, aprender pegadito a jugar y gracias inmediatamente después de amistad. Pero la elección y el orden de las palabras fue variando de acuerdo con los barrios de los votantes. En las zonas más humildes las palabras que se ubicaron al tope de la elección fueron milanesa y helado. Y si bien no apareció mencionada la palabra hambre, la referencia a la «comida rica» es la expresión más clara del deseo y la necesidad. Si esos chicos de las barriadas pobres tuviesen acceso a la milanesa y al helado habrían elegido como los pibes de clase media: amor, jugar, trabajo, y paz. Otra señal: en los sitios más humildes casi no apareció la palabra papá, en cambio la palabra mamá fue votada en todos lados”.

Ésa era la ciudad que comenzó a gobernar Lifschitz en 2003.

“El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo”, escribía Roberto Arlt en su prólogo a Los lanzallamas. Se refería al laborioso futuro de su literatura. Sin embargo, esas líneas pueden leerse –para usar la imagen de otro inevitable escritor argentino– como “una labor que modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro”. Ésa tarea, la del artesano capaz de retomar un legado y convertirlo en futuro, fue la que ejerció Miguel Lifschitz como hombre a cargo de un Ejecutivo, como político al tanto de que nada puede prosperar en el orden político-administrativo si antes no prendió en ese territorio de lo simbólico que llamamos cultura.

Despedir a Lifschitz no es sólo saludar a un político que murió en pleno ejercicio de su tarea, es también despedir a un linaje, el de las primeras líneas de este texto y en el que él mismo se incluía.

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