“No estoy seguro de tener voto”, dice Ser Davos Seaworth, también conocido como el Caballero de la Cebolla (Onion Knight), en el episodio final de “Game of Thrones“, mientras un grupo de personajes sentados en una hilera de sillas –en una pista llamada Dragon Pit (Pozo del Dragón), en la ciudad en ruinas de Desembarco del Rey– trata de decidir quién debe ser el nuevo gobernante de los Siete Reinos de Westeros. (Ojo que de acá en más hay spoilers y parece que también había una botella errante de agua en la escena). La respuesta, con toda lógica, sería no: Davos no debería tener voto. ¿Por qué debería? En los términos feudales bajo los cuales operó “Game of Thrones” en gran parte, él es solo un vasallo (originalmente de la Casa Baratheon, más tarde de la Casa Stark). Algunas de las sillas están ocupadas por los principales señores y señoras de los Siete Reinos, pero otras están ocupadas por más vasallos que pasaron mucho tiempo frente a la pantalla, como Samwell Tarly, quien sugiere que todos, –o sea, la gente– debería tener voto, una propuesta que es tomada como un chiste. La alternativa sobre la que se basan quienes están allí reunidos, por sugerencia de Tyrion Lannister –quien acababa de ser sacado de una celda de la prisión donde su difunta reina Daenerys Targaryen lo había confinado por traición–, es algo así como el sistema del príncipe elector que operaba en el Sacro Imperio Romano durante sus siglos más medievales. La introducción de ese sistema podría haber sido una resolución convincente en ocho temporadas de guerra y conspiración, pero fue un error, en parte, debido a la pregunta implícita de Ser Davos: ¿Quiénes son los electores y cuán poderosa se necesita que sean un señor o una dama para calificar?, que no se resuelve. (Se emiten quince votos, que es más que el número de reinos, pero mucho menos que el número de señores vasallos que todavía quedan). Y también fracasa porque la elección que hacen los electores no tiene una explicación convincente. Una serie que había ganado gran parte de su fuerza al considerar con seriedad las fuentes del poder legítimo de un gobernante no lo hizo en el momento crucial, cuando efectivamente se elegía a un gobernante.

El episodio anterior había terminado con otras variantes en cuestiones de poder: ¿Cómo puede saberse si ganaste una guerra y cómo sabés que terminó? ¿Cómo persuadir a una población no solo para que se rinda –algo que la gente de King’s Landing, la capital de los Siete Reinos, ya había hecho antes de que Daenerys decidiera arrasar la ciudad bombardeándola con Drogon, su dragón–, sino para que se sometiera y, eventualmente, apoyara a un nuevo gobernante? Hay suficiente evidencia de la historia reciente en el mundo real que sugiere que el poder aéreo es una tentación peligrosa que puede llevar a planificadores militares bien intencionados a lugares muy oscuros. Estuve leyendo “Our Man“ (“Nuestro hombre”, la biografía de George Packer que escribió Richard Holbrooke sobre el diplomático que comenzó su carrera en Vietnam, cuando la participación estadounidense en la guerra se intensificó y Estados Unidos se había convencido a sí mismo de que el bombardeo de ciudades en el norte llevaría de alguna manera a la disolución del Viet Cong en el sur. Justo después del episodio de “Game of Thrones” de la semana pasada, llegué a este pasaje del libro de Packer:

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“Preferimos que nuestras guerras sean rápidas y decisivas, que concluyan con una ceremonia de rendición, y nos gusta la potencia de fuego más de lo que queremos admitir, mientras que la contrainsurgencia requiere una moderación suprema (sus apóstoles en Vietnam solían decir: “La mejor arma para matar es un cuchillo. Si no se puede usar un cuchillo, luego una pistola. La peor arma es el fuego aéreo”) y, según los expertos, en un 80 por ciento política.”

 

Problemas morales

 

Arya Stark podría estar de acuerdo con la parte del cuchillo: un par de episodios atrás, usó una daga de acero de Valyr para matar al Rey de la Noche, lo que hizo que su ejército de muertos desdichados se convirtiera en polvo. O podría no estar de acuerdo. Los asesinatos rara vez son esclarecedores, incluso en Westeros. (Y ciertamente no en Vietnam, donde el apoyo estadounidense al golpe de estado contra el presidente Ngo Dinh Diem –primer mandatario de la República de Vietnam del Sur hasta su asesinato en 1963– y al Programa Phoenix, más orientado al asesinato individual y selectivo que terminó convirtiéndose en un problema tanto moral como práctico).

El ejército de Daenerys no se desmoronó, tenía de su lado al implacable Dothrakis y a sus disciplinados e ideológicamente comprometidos Inmaculados (Unsullied). Ella también tenía una visión utópica, del tipo que puede llevar al asesinato a escala industrial. Era una líder carismática y –como la hija de Aerys II, también conocido como el Rey Loco–, tenía legítimo derecho a vindicarse como heredera del Trono de Hierro, que su padre había ocupado antes de ser derrocado por Robert Baratheon, quien había sido antes supremo señor de Stormlands. (El hijo que Robert tuvo fuera del matrimonio Gendry, recientemente legitimado por Daenerys, es uno de los electores en la final; la legitimidad es la obsesión en la serie, en todos los sentidos de la palabra). En la persona de Jon Snow residía la amenaza contra Daenerys a reclamar la corona, a quien se lo creía hijo ilegítimo de Eddard Stark –el finado señor supremo del Norte– y resultó ser realmente Aegon Targaryen –delante de ella en la sucesión, como el legítimo nieto de la línea masculina del Rey Loco–, aunque muy pocas personas lo sabían. Jon asesina a Daenerys, su tía y amante, según se le hace creer al espectador, porque cree que ella seguirá destruyendo ciudades. Pero este acto está totalmente separado de cualquier representación de la crisis de legitimidad que su relación ha disparado. Al final, no está claro cuántas de las personas tendrán que evaluar el asesinato: los señores y las damas en las sillas de Dragon Pit, que también deben decidir su destino; los diversos ejércitos; la población civil, quienes descubrieron que Jon Snow es Aegon. ¿Cómo hace Jon, cuando se descubrió la muerte de Daenerys –una escena que no vimos–, para explicar y defender sus actos, y ante quién? (Como señalan Alyssa Rosenberg, del Washington Post, y mi colega Sarah Larson, esta temporada se siente apresurada, con la trama a menudo acortada). ¿Cómo pudo haberse presentado a sí mismo como un libertador ante los Inmaculados y los Dothraki –y ante sus propias fuerzas del Norte, que se despacharon con entusiasmo a King’s Landing mientras Daenerys prendía fuego el lugar–, sin culparlo por crímenes de guerra? ¿Por qué no asumir que era simplemente un usurpador o un examante enojado? ¿Sólo se trató de ignorar su propio reclamo del trono y señalar que cualquier monarca que actúa como lo hizo Daenerys es ilegítimo –y no alguien que pretendió fingir que el sobrino no era el verdadero heredero? ¿Alguien señaló ese punto fuera de un pequeño círculo? (Cuando Jon conversa con Tyrion, solo en su celda, le dice: “No se siente bien”.) En otras palabras, ¿cuál era la historia pública o política del asesinato?

Estos temas en los que nos sumergió “Game of Thrones” son difíciles: legitimidad, contrainsurgencia, propaganda, lo que las guerras hacen a los civiles y lo combatientes. La rebelión de Robert Baratheon, que derribó al Rey Loco, se basó –según nos contaron– en una mentira sobre el hecho de que el hijo del rey había secuestrado y violado a una Stark. (Los dos eran los padres de Jon, casados en secreto.) El mero hecho de dar credibilidad al rumor de que los hijos de Cersei Lannister con el rey Robert Baratheon no fueron legítimos comenzó la Guerra de los Cinco Reyes. Dos de esos reyes eran hermanos, uno de los cuales, Stannis Baratheon, intentó obtener soluciones rápidas con el asesinato de su hermano Renly, primero, y de su hija Shireen, más tarde. Este último acto hizo que la mayor parte de sus tropas lo abandonaran con horror, un recordatorio de que la aparición de lo que podría llamarse majestad no es irrelevante, incluso en un sistema feudal. Tampoco es la función del consentimiento. (El poder del Alto Sparrow de la temporada posterior y sus seguidores religiosos proporcionó otro recordatorio de este tipo; antes, de todos modos, de que Cersei los inmolara). Los vacíos de poder, en Westeros, tienden a desencadenar un exceso de reclamos en competencia. En el episodio final, se produjo una hilera de sillas ocupadas al azar, en el consejo donde Ser Davos cree que es al menos posible que tenga un voto. Mientras tanto, Grey Worm (Gusano Gris), quien tiene un poder real, todo un ejército, parece asumir que no tiene derechos y le dice a los demás: “Entonces, elijan”.

 

Narrativas

 

La solución con la que sale Tyrion representa un profundo malentendido en torno al papel de la narrativa que establece la legitimidad. Dice que el rey debe ser Bran Stark –”Bran el roto”–, porque tiene la mejor historia. Jaime Lannister lo empujó desde una ventana y sobrevivió, y puede “meterse” (el término en la ficción es “warg”: habitar físicamente) en las aves y volar con ellas. De hecho, Bran tiene en su poder todas las historias, porque se ha convertido en el Cuervo de Tres Ojos, lo que significa que puede ver el pasado y también tener visiones. ¿Y qué demonios –pregunta Tyrion– es más poderoso que una buena historia?

Ese poder narrativo es real, como en el caso de Shireen, pero no proviene de tener una historia, sino de contarla y de persuadir a otros de su verdad. Y no vimos rastro de algo así en la ascensión de Bran. En general, no habla otra cosa que no sean aforismos, frases fracturadas. No intenta conectarse. Y, como llenaba de temor a la gente, en Winterfell, el castillo de los Starks, estaba en habitaciones oscuras. ¿Cómo saben los otros señores su historia? Y, sin embargo, lo que resulta frustrante es que la elección de Bran podría haber funcionado de manera brillante si, de hecho, se hubiera convertido en el narrador de la historia de sí mismo; si, por ejemplo, se hubiera dirigido a cada uno de los señores y señoras supremas que sirvieron como electores en un modo que revelara que conocía sus secretos y deseos. Podría haber hecho un giro y mostrarse regio o despiadado, repartiendo favores o amenazas justas. (Después de tantos señores que fueron sido asesinados, hay mucho que redistribuir).

Aún así, todos votan por Bran, y la unanimidad oscurece la pregunta de quién y cuántos de los presentes realmente tienen el derecho de servir como electores en esta y futuras elecciones de un rey. (Bran, como resultado de esa caída por la ventana, está postrado en una silla de ruedas y no puede tener hijos). Y ante, casi unánimemente: la hermana de Bran, Sansa Stark, dice que el Norte, donde los Starks son los supremos, será un reino independiente. La posterior puesta en escena de su coronación como Reina en el Norte, vista en un montaje al final del episodio, demuestra que tiene un sentido de la relación entre el poder y el espectáculo, de la importancia de las narrativas públicas. En contraste, las escenas que vemos de Bran como rey lo mostraban en una reunión de un pequeño consejo donde observamos que aún no tiene un maestro del espionaje o un asesor legal de primer nivel y, cuando le hablan de los candidatos que se presentarán, se irá a ver si puede tener una visión de Drogon, que ha volado muy lejos; lo que sugiere una debilidad unida a lo inescrutable. Algunos comentaristas se preguntaron si debíamos pensar que Bran es en realidad el títere de Tyrion.

¿Y no se le ocurrió la estrategia de la independencia de Sansa a Yara Greyjoy –la feroz pirata de las Islas del Hierro–, o al Príncipe de Dorne, cuyo territorio, en la mitología de “Gane of Thrones”, se convirtió en parte de los Siete Reinos no a través de la conquista sino del matrimonio? (La historia de los príncipes de Dorne recuerda el lema de la Casa de los Habsburgo: “Bella gerant alii, tu felix Austria nube”; “Otros hacen la guerra; tú, feliz Austria, practica el matrimonio”, aunque algunos de los matrimonios terminaron mal). En cualquier caso, ahora son Seis Reinos. Para cuando Bran el Roto muera, Westeros puede haberse convertido en un sistema de un solo reino y un solo voto. Y la próxima elección podría terminar con un empate de tres a tres.

Nota bene: Se respetaron los enlaces originales y se agregaron nuevos para ayudar a la comprensión del contexto de la nota.

Fuente: The New Yorker.

Traducción: Pablo Makovsky.

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Acerca de Amy Davidson Sorkin

Amy Davidson Sorkin pertenece al staff de The New Yorker desde 2014. Está en la revista desde 1995 y fue editora principal durante muchos años, escribió sobre seguridad nacional, hizo informes internacionales y otras secciones. Ayudó a reconstruir newyorker.com, donde se desempeñó como editora ejecutiva del sitio. Es colaboradora habitual de la revista.

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