El primer texto que leí de mi madre decía algo como: “Escribo para no olvidar… escribo por si algún día no puedo recordar”. Hoy continúo esas palabras para que no queden guardadas en el mismo cajón del olvido. Escribo para que al día siguiente las imágenes sigan ahí, para que no se pierdan en algún oscuro lugar de la memoria o se disfracen con caretas dibujadas por titulares sesgados de la prensa. Escribo para no olvidar Octubre 2019 en Chile, no sólo en Santiago, sino que en toda la larga y estrecha franja de tierra que es mi país.

Anoto palabras con rabia y dolor, a veces con profundo amor. Con cariño por la generosidad y la entrega vista en la calle, por los abrazos y los besos que se funden con emociones nuevas, entre el miedo y la esperanza. Dibujo letras que carecen de sentido mientras aparecen sobre el papel, pero que tras algunas horas, minutos y segundos se transforman en la historia sobre la que he caminado.

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Hace casi una semana que las calles cambiaron de color, que los amaneceres en cada ciudad de esta nación cobraron un olor distinto, una cierta chispa inubicable pero presente en cada paso, en cada gesto, en cada rincón. La pólvora fue vista por pocas a pesar de que caminábamos sobre ella desde hace años, a pesar de que se arrastraba y mezclaba con el polvo hecho de un eterno y horrible periodo de nuestra historia llamado dictadura. La mecha fue la herencia de las atrocidades; una constitución construida a base de sangre y desaparecidos, una de esas historias conocidas donde sólo ganan unos pocos y el resto –el más importante resto– queda olvidado bajo la mesa, esperando migajas y gotas de educación, salud, vivienda, pensiones y dignidad.

Porque ahora todo se traduce claro y nítido en gritos de una vida digna. ¿Qué más podría pedir un pueblo que ha sido obligado a vivir de las sobras mínimas de algunos de sus ciudadanos? ¿Qué otra cosa se podría pedir que no sea el derecho de la dignidad del vivir?

Las preguntas brotan como el agua del río Aconcagua. Esa misma agua que hace un mes atrás faltaba. Alguien la tenía retenida y la liberó. La soltó, como nosotras soltamos los miedos de nuestras madres y padres, de nuestras abuelas y abuelos. El temor ya no va más con nosotras y lo demostraron las miles de jóvenes que saltaron los
torniquetes del metro como quien brinca una poza que se le atraviesa en el camino.

No saltaron por evadir, saltaron por seguir adelante, por enfrentarse a la historia que han intentado arrebatarnos. Saltaron sobre los treinta años de silencio e impunidad. Sobre el saqueo, la corrupción, el nepotismo y la desigualdad. Y ahí, saltamos todas con ellas. Nos lanzamos hacia un abismo sin preguntar, sin saber hacia dónde íbamos a llegar o contra qué nos íbamos a estrellar.

El fuego ya se encendió, la pólvora desapercibida estalló en todas las regiones de Chile. Las llamas se preocuparon de no dejar a nadie ni nada afuera. Todas fuimos bienvenidas, incluso nuestra misma construcción social, incluso esos íconos de nuestra imagen país, incluso el mismo capitalismo y sus enormes edificios disfrazados de popularidad.

Pero, ¿cómo seguir intentando explicar en palabras algo que la mente aun no logra acomodar? Las palabras se vuelven un espiral como las ideas en mi cabeza y en las de las demás. No hay una salida, ni se vislumbra un punto final. Aun queda escritura y hay que aguantar. Aguantar los palos en las poblaciones, aguantar los disparos en la periferia, aguantar los gritos que abren a la fuerza heridas que aun no cicatrizan en todo este continente. Las
letras se ahogan de vez en cuando en lágrimas. En pozas de llantos que se niegan a ser controlados antes que se mencionen los nombres de todas quienes han muerto en esta semana de revolución. O de represión. O de liberación. O de todo al mismo tiempo. El lápiz se agota, las gargantas se cansan, los pies se arrastran y los discursos se normalizan. Las esperanzas parecen perdidas. Los sueños se han transformado en pesadillas, pero entonces viene el nuevo día. Los nuevos saludos, los nuevos cariños, las nuevas amigas, las nuevas batallas y la camaradería.

Aparecen frente al televisor imágenes que sobrepasan la censura de la línea editorial: en la calle, un mar de gente saltando, bailando, sonriendo, grabando, esperando, compartiendo, conversando, planificando y sobre todo, politizando. Construyendo futuro. Reescribiendo la historia. El despertar. Le saco punta al lápiz y vuelvo a
empezar: escribo para no olvidar.

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Sobre el autor:

Acerca de Camila Rodó Carvallo

Nació en Chile. Es Cineasta y guionista. Socia Fundadora Pira Film y gestora de Nosotras Audiovisuales Chile. Feminista y Cumbianchera.

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