Imaginemos por un momento la situación: acudir al médico por un problema de salud y, al preguntarle cómo se cura y cuánto durará, que el profesional responda: “No sé”. Hace tres meses esa pesadilla se hizo real y global, y aunque científicos, médicos y gobernantes comenzaron a trabajar contra reloj para buscar soluciones y respuestas, fue inevitable el miedo ante la incertidumbre y casi todo se trastocó.
El vértigo de progresos para perfeccionar teléfonos celulares y artilugios hogareños colisionó con impotencia ante un escurridizo virus. Nos fuimos acostumbrando a un encierro monacal y a escuchar perturbadoras cifras de muertes, saliendo sólo a buscar comida como refugiados en una guerra (sin poder indignarnos contra un enemigo identificable con un rostro o una bandera) y tratando de convencernos de que la Policía prefería vernos encapuchados. El tiempo libre se reveló como una cáscara semivacía al no haber demasiadas opciones ni ánimo para aprovecharlo, con la web como tabla de salvación y suerte de altar en el que diferentes artistas comenzaron a depositar sus ofrendas: canciones, películas, textos confesionales. El dinero dejó de ser un medio para planificar gratificaciones como comprar ropa, asistir a un espectáculo o viajar al exterior, y hábitos nobles como compartir el mate o saludarse con besos o abrazos se convirtieron en armas posiblemente mortales. La idealizada imagen de algunos países del Norte comenzó a desdibujarse sin mediar dialéctica alguna y la Argentina volvió a mostrarse como un país diverso, con las provincias compitiendo en importancia –al menos en los medios porteños– con los barrios de la vasta capital.
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Todo tuvo cabida: aplausos solidarios y delaciones en defensa de la salud pública, avisos publicitarios con sus colores lustrosos asomando en medio de noticias angustiantes, cartoneros con sus barbijos revolviendo contenedores de basura mientras celebridades arengaban sonrientes desde sus confortables hogares “Quedáte en casa”. Por una vez, la sociedad pareció preocuparse por sus adultos mayores, aunque entendiendo como tales únicamente a quienes viven en geriátricos o hacen colas en los bancos para cobrar su jubilación, aludidos en los noticieros con el mote paternalista de “abuelos” (de la misma manera que se habla de “chicos” para referirse a jóvenes que ya son adultos). No faltaron los que se entretuvieron agitando falsos dilemas como “la salud” vs. “la economía” (generalidades que, como cuando se habla de “el campo”, diluyen matices disimulando intereses que poco tienen que ver con un afán por la brevedad) o deteniéndose en rencillas factibles, exageradas o inventadas entre dirigentes políticos, como si el periodismo consistiera exclusivamente en exponer rivalidades.
El tiempo dirá qué consecuencias traerá este maremágnum, más allá del extravío de los carriles por los que transita el mundo del comercio, de los altibajos en los liderazgos políticos, de las profecías sombrías u optimistas. El científico australiano Peter C. Doherty (Premio Nobel de Medicina 1996) escribió una vez que quienes mejor pueden defenderse en una pandemia son los ciudadanos de aquellos Estados en los que prevalece “un sentimiento sólido de comunidad y de responsabilidades compartidas”: tal vez se encuentre allí la punta de un aprendizaje. Lo cierto es que todas las pandemias y epidemias dejaron huellas, y si la llamada Peste Negra que asoló a la humanidad en el siglo XIV llevó a una exaltación de la religiosidad, a restringir los viajes en barco, a mejorar las construcciones (sustituyendo el barro y la paja por el ladrillo) y la limpieza en las ciudades (reglamentando, entre otras cosas, los oficios que provocaban malos olores y los entierros); si la tuberculosis reveló crudamente las malas condiciones de vida que rodeaban al nuevo proletariado urbano tras la Revolución Industrial; si el cólera que recorrió el siglo XIX promovió la organización pública de la atención sanitaria; y si la lepra condujo al uso de ropa más abrigada y el consecuente aumento de la producción de lana, junto a distintas formas de estigmatización (como las que surgieron al expandirse los casos de VIH/sida, enfermedad que provocó, a su vez, una serie de cuidados en las relaciones sexuales y el uso de jeringas), lo que dejará el coronavirus es todavía una incógnita.
Sin embargo, ya pueden desprenderse algunas certezas. Pocas cosas quedaron más en evidencia, por ejemplo, que la relevancia de la salud pública y de las investigaciones en epidemiología y biomedicina, así como de la incorporación sostenida de hábitos de higiene a partir de un nivel de vida digno, todo lo cual depende claramente de decisiones políticas e institucionales.
Asimismo, fuimos aprendiendo a revalorizar una capacidad que teníamos medio adormecida: la paciencia, que pasó a ser algo más que la inquietud o resignación ante, por ejemplo, un trámite burocrático, convirtiéndose en algo más grande. Una especie de deseo generoso extendido en el tiempo, una forma inédita de esperanza.