“La mayor ciudad de Galicia sigue siendo Buenos Aires”, le dije a un mexicano, quien me censuró la irremediable egomanía de los argentinos. Sin embargo, la frase pertenece a un gallego, Manuel Rivas, quien hizo una exhaustiva explicación de su gente en el artículo “Galicia contada a un extraterrestre“. En Vigo, un argentino sentirá familiar el complejo carácter que traba el temperamento conservador con la hipersensibilidad y el sentimentalismo. Ante todo, los gallegos tienen una coraza de piedra. De entrada dicen “no”. Se refugian en una rigidez que se les hace estilo. Son incapaces de cambiar de planes y de ver los grises. Y están satisfechos con ese extremismo. Esto se traduce en un trato muy formal, basado en reglas intransigentes. Si pudieran, se dirían de usted entre todos, hasta la madre y su hijo que aún no habla. Obviamente conservan todo lo que pueden. Hay una iglesia medieval a la vuelta de cada esquina; las casas viejas, lindas o feas, no se tiran abajo, y no se cortan los manzanos centenarios, los olivos de la época de la Revolución Carlista ni las vides que ya tienen los troncos gruesos como lagartos descascarados.

Los gallegos aman lo que conservan, las casas de la familia, los frutales, los huertos y los caballos. La belleza extrema de Vigo, con su ría superpoblada de peces y mariscos, sus montes que rebosan de espuma verde, sus islas que duermen como monstruos oceánicos y la luz que todo lo aviva, está creada por el amor que los gallegos le tienen a su tierra. Lo que protegen con su armadura de piedra rústica es un corazón que se derrite de amor fácil y se derrama inconteniblemente sobre las criaturas y despierta ante las más sutiles manifestaciones de la vida. Aman tanto, que necesitan tener lejos el objeto de su amor, para además de amarlo, extrañarlo. Así han inventado un sentimiento singular, la morriña. Morriña es mirar la imagen idílica del sol penetrando entre los árboles e iluminando una eremita de piedra de mil años, y llorar porque nunca verán algo tan hermoso. Extrañan lo que tienen. Y así aman a otras personas de un modo melodramático. Nunca sirven comida: alimentan. Si en un restaurante uno le dice al dueño “¿la porción es abundante?, porque tengo hambre”, le habrá desafiado la madre gallega que tiene adentro. No habrá forma de que uno se pueda comer todo lo que le servirán.

El extremado sentimentalismo de los gallegos es parte de su hipersensibilidad. Aplicados, pueden penetrar las intenciones más íntimas de una persona, los vericuetos más intrincados de una situación, los enredos más apretados de un problema. Tienen una inteligencia extrema, una clarividencia que deviene intuición, y así perciben otras realidades, aquello que está más allá de este mundo. Nadan en esas aguas, que como a todo, conservan, y entonces desde afuera se enfatiza su fantasía y su superstición. Lo cierto es que la formación férrea que han hecho los gallegos entre sí puede resultarles en este momento un aire que los mantenga fuera del sofocamiento de un Occidente que parece empeñado en volver a prenderse fuego con brutalidades humanas como la caravana de centroamericanos, disparates políticos como los experimentos de Bush, Bolsonaro o la inflamación de los movimientos de ultraderecha en Europa, y calamidades económicas, como el suicidio general en que se presenta el nuevo liberalismo.

Cámara de Diputados de Santa Fe
Sobre el autor:

Acerca de Gustavo Ng

Periodista

Argentino, descendiente de chinos. Periodista dedicado a la cultura china, editor de la revista DangDai, autor de Todo lo que necesitás saber sobre China (Paidós, 2015), Mariposa de Otoño, (Bien del Sauce, 2017),  El Año del Gallo de Fuego  y El Año del Perro de Tierra (Ed. Atlántida, 206 y 2017).  

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