“No te vayas a impresionar porque es sólo un mueble, un mueble así –dice, mientras golpea la madera de una mesa con el puño– un mueble como una mesita de luz, como una cómoda…”. Luis Pitola tiene 85 años de vida y 73 de contacto con la muerte. Y hasta el día de hoy continúa trabajando en la cochería Francesio, Lusardi y Génova en Arroyo Seco. Luis ya eligió su propio ataúd y estamos caminando para ir a verlo.
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—¿Desde qué año trabaja usted acá?
—Desde el año 1940. Ahora tengo 85, es decir que hace 73 años que estoy trabajando acá en la cochería. Desde pibe, medio día iba a la escuela y medio día trabajaba. A mí me mandaron tres o cuatro generaciones de la misma familia.
—¿Y cómo era trabajar desde tan chico, desde los 12 años?
—Yo empecé haciéndoles las camas a los caballos; había que hacerles todos los días las camas con paja de lino. Estaban mejor los caballos que nosotros. Había que ponerles una manta y cada caballo tenía su pieza, su propio lugar para dormir.
—¿Y no tenía miedo?
—No, nunca tuve miedo. Una vez me quedé dormido arriba de un muerto. Yo casi no dormía en mi casa, me la pasaba de jarana en jarana y una vez, fuimos a buscar a un muerto, y yo viajaba en el furgón, y cuando llegamos me llamaban “¿Luis, Luis?” y yo no respondía, me había quedado dormido atrás, donde cargábamos el ataúd, al lado del muerto.
“Yo iba con el coche al campo a llevar a los médicos, porque no había clínicas para internación y cuando había que poner a un enfermo una inyección llevábamos a la 1 o 2 de la mañana a caballo al doctor Maiorano, al doctor Ibarra, al doctor Araujo. Era un trabajo rudo, muy rudo, no era nada fácil. Íbamos bajo la lluvia a Uranga, a Godoy, a Molina, con los caballos. A veces salíamos de acá a las 5 de la tarde y llegábamos al lugar a las 8 de la noche con los caballos. Y el único pavimento que había era la calle San Martín. Y cuando veníamos a la 1 o 2 de la mañana y había llovido teníamos que lavar a los caballos, lavarles las patas.
—¿Y ahora qué trabajo hace?
—Soy chofer, preparo el servicio, un poco de todo.
—¿Y le gusta este trabajo?
—Uno se adapta tanto que no te das ni cuenta. Sinceramente, cuando se muere una persona grande yo pienso: “es un trabajo”; pero cuando es un pibe o una criatura, eso me parte el alma.
—¿Y cuando fallece algún amigo suyo trabaja igual?
—Sí, sí, uno está tan acostumbrado… Se han muerto muchos amigos míos, amigos de verdad, pero ya sabemos que nos toca a todos.
—¿Y le tiene miedo a la muerte?
—No, ¿yo? –dice Luis, sorprendido por la pregunta–. A lo que le tengo miedo es a sufrir. Si sabemos que somos todos mortales, no nos vamos a salvar.
—Una vez yo vi en un programa de televisión una entrevista a un señor que maquillaba y vestía a los muertos y decía que quería que le hagan el servicio a él con caballos, a la antigua…
—Ah, sí. Fue imposible poner el auto fúnebre, la gente quería los caballos y quería a los caballos.
—¿Y por qué decidieron sacar los caballos?
—Porque era más difícil: ya en Buenos Aires no fabricaban más las guarniciones, se hacía más complicado conseguir esa ropa para nosotros.
—¿Y cómo se vestían?
—El uniforme de antes era galera, frac o levita, todo negro, moño blanco y guantes blancos.
—¿Y en qué año se dejaron de usar los caballos más o menos?
—Los caballos creo que se sacaron en el año 67, 68. Primero usábamos dos caballos, después cuatro y al final seis. Había un chacarero, Cavalli, que decía, en italiano, “Yo cuando me muero quiero seis caballos”, porque en ese momento se usaban cuatro. Cuando empezamos a hacer servicios con seis caballos, dijo “Yo cuando me muero quiero ocho caballos”. Y el primer entierro que se hizo con seis caballos fue en el año 1960, fue cuando se murió una chica muy joven, y sus familiares querían gastar toda la plata que tenían en el servicio. Vendieron el Ford T, compraron un cajón presidencial, y para que gasten toda la plata que querían gastar le hicimos un servicio con seis caballos. Antes se usaban siempre cuatro, pero todos querían sobresalir. Toda la gente del pueblo miraba pasar el servicio de seis caballos ese día y después de eso todo el mundo empezó a querer seis caballos.
—¿Y ahora no se ve más eso de querer sobresalir, no?
—No, no, cada vez menos. Cada vez se vela menos ahora. Colocamos el servicio a las 8 o 10 de la mañana y a las 5 de la tarde ya los llevan. Cada vez viene menos gente a los velorios y menos flores se compran. Va a llegar un momento en que no se va a velar más a los muertos. Ahora mismo muchos deciden no velarlos.
Mientras, Luis me muestra las fotos que se exhiben colgadas en la pared de la secretaría de la funeraria, todas en blanco y negro, de coches con muchos caballos. Afuera, en la vereda, su hijo Juan Carlos, también empleado allí, monta una bicicleta miniatura, de las de circo. Lo vemos a través de la vidriera. Las piernas, larguísimas, como las de su padre, le rozan todo el cuerpo.
—En todos estos servicios soy yo el que maneja. Acá no hubo nadie que manejó seis caballos, el único fui yo. No por alabarme lo digo…
—Y usted me dijo que le habían regalado un cajón, acá en la funeraria…
—Ah, sí, yo tengo un cajón, si querés te lo hago ver. ¿Vos no viste nunca los cajones, la cajonería? Tengo un cajón de paraíso.
No, yo nunca los había visto.
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Al llegar al cuarto oscuro, sin ventanas, quizás más oscurecido aún por el color de las maderas lustradas, descubro lo que nunca había pensado, pero que era evidente: hay cajones para gordos, para XXL, para altos muy altos, los hay “presidenciales” con las manijas de bronce, y también de los más económicos, de plástico. Bueno, económicos es un decir.
—Aquél es el mío –me dice Luis, y lo señala con el dedo.
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Más allá de los ataúdes está la casa de Luis. Varias puertas angostas de tejido de alambre con trabas separan el lote de la cochería del lote de su casa. Luis camina adelante: abre los pasadores de las puertas y yo, detrás suyo, los vuelvo a cerrar. Vamos por un caminito de cemento laberíntico a buscar fotos, atravesamos pequeñas parcelas de tierra delimitadas por tejidos bajos. En una de ellas, gladiolos a punto de florecer, amontonados.
—Esas las plantamos mi mujer y yo. ¿Sabés cuantas veces en mi vida pasé por este caminito?
Un poco más cerca de la casa, tres jaulones con pájaros. Luis apoya una mano en uno de los tejidos metiendo apenas los dedos adentro de la jaula y se queda en silencio un momento. Está buscando un pájaro de cabeza anaranjada para mostrármelo.
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—¿Cómo que no tenemos una foto mía? ¿Y si me muero qué foto me van a poner? –dice Luis en chiste, a su hija, después de pedirle una foto para mí.
Al final, deciden darme un álbum que sus familiares le hicieron a Luis de regalo por su cumpleaños de 80, con fotos de toda su vida, ordenadas cronológicamente y con breves textos que relatan sus andanzas como si fueran un cuento. El álbum se llama “Luisito”. Sólo lo pude ver bien cuando llegué a mi casa. Adentro de sus tapas duras, está la infancia de Luis en el campo, en pequeñas fotos amarillentas. Luis de vacaciones. Luis, ya adulto, tocando la guitarra con amigos. Luis en la iglesia, del brazo de su compañera. Con una escopeta, cazando con su hijo Juan Carlos. Pescando. Jugando con los nietos en el patio, entre las jaulas. Luis haciendo trencito con una serpentina en la cabeza, en uno de sus cumpleaños. Y también están los seis caballos. No lo vemos a Luis, pero sabemos desde lejos que son suyas esas manos de guantes blancos que sostienen las seis riendas blancas. Esas manos que acariciaban todas las noches las sábanas de lino.