Cuando desde la BBC le pidieron a la creadora, escritora, showrunner, actriz y codirectora Michaela Coel que les enviara algo para ver de qué iba a tratar I may destroy you, obtuvieron como respuesta una serie de pdfs con fotogramas de películas de Andrey Zvyagintsev, publicidades de Calvin Klein e imágenes de locaciones chic. Es decir, nada. Michaela quiso que los productores pudieran percibir algo del espíritu de la serie, pero no pensaba decirles de qué iba a tratar porque, a diferencia de Seinfeld –que se autopercibía como “un show sobre nada”–, I may destroy you trata sobre absolutamente todo.
Con sus 32 años, Michaela consiguió que esta serie resultase un proyecto en el que tendría control creativo total. Escribió por su cuenta 191 bocetos de los capítulos que iría puliendo. Pero nada de mesa de guionistas ni mucho menos, sino una experiencia de profunda corrección y revisión llevada adelante con la menor ayuda posible. Un camino de verdadera introspección.
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I may destroy you es una serie sobre límites, sobre los bordes. Pero también sobre lo que nos delinea, nos forma, nos constituye. Es una serie sobre el consentimiento, sobre la violencia y sobre todo sobre cómo todxs somos violentxs y violentadxs, víctimas y victimarixs. Pero también es una serie sobre el rol fundamental de la amistad, y sobre cómo una mujer (con todo lo que eso implica) se convierte en escritora.
La protagonista se llama Arabella y, como Michaela Coel, es autora. Se hizo conocida por su primer libro, que se convirtió en best seller a partir de Twitter, y ahora está preparando su segunda obra. Tiene un deadline y acaba de llegar de una estadía soñada en Italia, adonde fue decidida a escribir pero conoció a un chico (Biaggio) y casi ni abrió su notebook para avanzar en el libro. Entre el jetlag y el deseo de estar de nuevo frente al mar Tirreno Arabella está completamente bloqueada. La noche que piensa pasarse escribiendo para cumplir con la entrega es tentada para salir con un grupo de amigxs. Pone la alarma en su celular para volver en unas horas, pero toma de más, alguien pone algo en su bebida y al regresar tiene un blackout. Amanece frente a la computadora, con la pantalla del teléfono partida y un golpe en la cabeza que no sabe cómo ocurrió. De a poco a lo largo del día aparecen flashes entrecortados, fogonazos de recuerdos y descubre que en algún momento de la noche anterior la drogaron y la violaron.
Michaela la poeta
Michaela cuenta en el discurso que dio en el Edinburgh TV Festival que el primer regalo que recibió “de la industria” incluía un shampoo seco, un bronceador y una base para la que “hasta Kim Kardashian era demasiado oscura para usarla.” “Un recordatorio: esta no es tu casa”.
A sus 28 años, Michaela era la protagonista y guionista de la nueva serie sensación británica: Chewing gum, la historia de una chica católica desesperada por perder su virginidad. Una serie que presentaba personajes únicos, raros, marginales. Gente como ella y sus amigxs. La serie había comenzado (al igual que Fleabag), siendo una obra de teatro, un unipersonal llamado “Chewing gum dreams” y la llevó a ganar dos premios BAFTA, uno como guionista y otro como mejor actriz en comedia. Entonces, ¿por qué siendo la actriz y creadora del momento aún no se sentía cómoda?
Coel es descendiente de padres ghaneses y creció al este de Londres, en un complejo de viviendas públicas junto a su madre y su hermana, algo así como un FONAVI de los de acá. Eran una de las pocas familias negras del barrio, y sus vecinos se lo hacían saber.
Michaela vivió distintos encuentros con el racismo, con la discriminación y también con el bullying como constante adolescente en los albores del 2000, con los Nokia 3310 y los primeros blogs que replicaban los chismes de la escuela. Desde esos comienzos blogueros, Michaela encontró en cada comentario negativo sobre su cuerpo o su identidad, una nueva manera de reírse de sí misma, desarmando así y cada vez, la violencia direccionada.
No solo encontró en cada experiencia en instituciones el racismo sistemático y estructural (cuando ingresó a la escuela de teatro era la primera mujer negra en cinco años que cursaba), también conoció a sus hermanxs, los “misfits” como los llamaba ella, aquellxs rarxs que formarían parte de su vida y de su narrativa posterior.
“Como una cristiana evangélica, el plan era enseñarle a los gays sobre Jesús, pero accidentalmente terminé volviéndome mejor amiga de muchxs y aprendiendo de otro tipo de excéntricos. Sí, los lazos homosexuales reemplazaron a los bíblicos”, cuenta.
En esos años de teatro comenzó Michaela the Poet, un blog donde compartía no solo sus poemas, sino también crónicas de la vida universitaria, que muchas veces mostraban las violencias que se replicaban esos espacios que habitaba.
Durante una clase en la escuela de teatro, el profesor pidió que quienes tuvieran casa propia fueran hacia el fondo del salón y, quienes no, fueran hacia adelante. Michaela fue la única que se quedó adelante. Sin embargo, lo que aparecía como una falta, ella lo leyó como una posibilidad.
“Nunca tuve un jardín, no crecimos de esa manera. No es algo que me importe particularmente pero pienso que hay algo en crecer en el cemento y en no entender qué es poner las manos en la tierra, en no ver crecer cosas”, cuenta Coel a la revista Vulture.
“Mi familia alquiló toda la vida, todo es frágil porque nada es tuyo. Crecer así genera una ambición muy grande porque nada es certero. Esa es una resiliencia que ninguna persona con estabilidad puede replicar. No te lo podés olvidar”.
Cursando teatro aparece la posibilidad de producir una pieza autoral, actual, y Michaela la toma. Es Chewing gum dreams. También apareció una forma creativa de promocionar la obra. Coel publicó en sus redes que si le comprabas una entrada para la obra, te regalaba un milkshake. Y funcionó. Mucha gente vio la obra, la recomendó y el texto llegó a manos de productoras que le ofrecieron hacer la serie. “Mierda, claro que sí”, respondió.
En un sinuoso camino que implicó aprender la escritura de una serie al servicio de los recursos de producción, el trato con productores, editores, publicistas y todo lo que implica la industria audiovisual, Chewing gum se grabó y fue un éxito. Una segunda temporada le fue ofrecida a Michaela. “Mierda, claro que sí”, respondió.
Coel entendió en este recorrido lo necesario de la transparencia, del conocimiento y control de los derechos sobre la obra, de que las ideas que renuevan la televisión y plataformas audiovisuales deben ser cuidadas por sus creadores; le ofrecieron un millón de dólares por los derechos de la serie y los rechazó. “No tengo una hipoteca, no tengo hijos, no tengo un auto, soy feliz con mi bici; el dinero está bueno pero prefiero la transparencia. Mis historias son mis bebés, quiero cuidarlos, así que decidí quedarme con mi derecho a la maternidad, el copyright. ‘No, así no funciona’, me dijeron. ‘Usé el único poder que tenía, y rechacé el dinero’”.
Ni buenxs ni malxs
I may destroy you (que se puede ver en HBO Go y en Flow) invita desde su título a la interpelación, a la lectura entre líneas, y también a las contradicciones, esa materia de la que todxs en definitiva estamos hechxs.
Desde el comienzo de cada episodio sobre un fondo negro se imprime en color magenta I may destroy you, pero esa última palabra (you) aparece y desaparece ante lxs espectadorxs de manera intermitente, como si acaso fueran ellxs quienes intervinieran, corrigieran y borraran con un cursor el pronombre para que el título cambie. ¿Puedo destruirte o puedo destruir? Y es desde el comienzo entonces que la serie dispara preguntas que atraviesan cada episodio: ¿Quién destruye a quién? ¿Qué es lo que me destruye? ¿Puedo ser parte de esa destrucción?
Que la violencia está entre nosotrxs parece ser la sentencia a modo de spoiler alert de la serie. Algo que se reafirma en el espesor que construye a cada uno de los personajes. Las criaturas de Coel no son buenas ni malas, ni diablos ni ángeles, ni víctimas ni victimarixs. Nada está dado de una vez y para siempre. Los roles no permanecen cristalizados, en todo caso, son intercambiables y en las distintas capas en que se cuenta el relato, todxs pueden ser todx de vez en vez o al mismo tiempo.
Amanece en la playa. Arabella está sentada en la arena, despertando de algo que parece haber sido una pesadilla. Tiene resaca, pero no de alcohol, sino del miedo que pasó. Está con lo puesto: su peluca rosa, una remera blanca, un saco vintage, jeans, borcegos, su pasaporte, un celular sin datos, una birome y unas hojas en las que se pasó la noche escribiendo sola, en una playa desierta en Italia, después de que Biaggio la echara de su casa.
Contado así suena terrible, una mujer abandonada en medio de la noche, sin plata, incomunicada. Pero no estamos contando todo. Arabella viaja a Italia de manera improvisada a visitar a Biaggio cuando ya no mantienen un vínculo, lo llama desde el aeropuerto, él no atiende. Irrumpe en su casa cuando él no está allí, entra con una llave que él tiene escondida. Decide esperarlo y cuando él llega, le dice que piensa quedarse ahí por tiempo indeterminado. Arabella cruza muchos límites y es Biaggio el que está, esta vez, indefenso.
Coel apela a este movimiento que por momentos desorienta para mostrarnos cuántos límites somos capaces de romper sin percatarnos de eso, y cuán incapaces podemos ser al momento de leer ciertas reacciones como formas de defensa de la violencia que podemos ejercer, sin importar el género, sino la posición en la que estamos. Arabella esa madrugada está sola y tiene miedo. Si no hay nadie más ahí, es probable que tenga miedo de ella misma y de lo que aún no sabe que puede. “Me sumergí en la oscuridad y esa oscuridad está ahora en mí, mirándote”, dice Arabella más adelante en la historia. Si se mira fijamente al abismo, el abismo devuelve la mirada.
La mirada de Coel está menos preocupada por enfocar con lástima o con condena y es por eso que perturba. En cada episodio la serie parece ser una cortina traslúcida que se mece para dejar al descubierto todas las micro violencias (no porque estas sean precisamente pequeñas sino porque de tan naturalizadas a veces se nos vuelven invisibles) imaginables.
Y nos dice que no es lo mismo cuando la violación la sufre una mujer que cuando la sufre un varón. Casi en paralelo a la denuncia de Arabella, su amigo Kwame (Paapa Essiedu), también sufre un abuso sexual a través de un contacto en Grindr. Conoce a un hombre, va a su casa, tienen sexo, pero cuando Kwame quiere irse, el otro lo sujeta por la fuerza y lo viola. ¿Cuántos hombres pasarán por lo mismo sin poder contarlo? O peor: ¿A los hombres los violan? Todo parece indicar que no.
O cuando narra otra situación que por no revestir violencia física pasa más inadvertida. Se trata de la vez que Terry (Weruche Opia), amiga de Arabella, la visita en Italia. Las chicas beben, se drogan, bailan y en medio de una fiesta se desencuentran. Terry conoce a dos chicos de camino a la casa que en apariencia no se conocían entre ellos y terminan juntos en un trío sexual. Cuando los muchachos se van de la casa, ella se asoma a la ventana y los ve alejarse riendo, casi abrazados en una escena de completa complicidad masculina. Sin caer en moralismos, la estampa lo que demuestra es que detrás de eso hubo información recortada por parte de los varones, sencillamente, un engaño.
Y acaso también cuando se nos muestra que quitarse el forro sin el consentimiento de la otra persona también es una violación. “Pensé que lo sabías. ¿No lo sentiste?”, le responde Zain a Arabella cuando ella se percata que él no usó protección sexual al penetrarla. Aunque Zain se hace cargo de pagar la pastilla del día después, eso no subsana la ausencia del consentimiento. Algo que Arabella tampoco comprende en el momento y sí lo percibe mucho más tarde (en la comisaría al denunciar la violación de la noche en que la drogaron y al escuchar un podcast de chicas feministas). Recién ahí, Arabella cae en la cuenta que, de distinta manera, había sido nuevamente agredida.
Las tres, pero sobre todo, las dos últimas situaciones se ubican en lo que se suele llamar la zona gris del consentimiento. Es decir, las violencias que no están tipificadas. Y es ahí donde Coel ilumina.
La amistad entre chicas se peina a partir de escenas tan íntimas como cotidianas. Arabella se sienta en el inodoro con la bombacha apretada a los tobillos y hace pis, mientras Terry se arquea las pestañas de espaldas a ella pero mirándola desde el espejo. Perrea mientras habla casi a los gritos aunque estén a menos de un metro de distancia. Ese instante se convierte en la entrecasa de la amistad entre dos mujeres, en una de las formas de sellarla. Están en Italia, buscan en una app un bar para ir a cenar. “Que no sea un café italiano”, le pide por favor Terry, sino un sitio donde puedan pedir comida de verdad. Ríen, se desbordan, se escotan, beben, se drogan y bailan toda la noche. Los cuerpos de la dos se pegotean en la pista, cierran los ojos, sacan la lengua, revolean brazos. Pero la amistad de las chicas no sólo es aquello que reluce en las fiestas nocturnas, también hay opacidades.
“Tu nacimiento es mi nacimiento, tu muerte es mi muerte”, repiten como mantra de ese vínculo histórico e intenso. Y la frase –que podría ser el corazón de una galleta de la fortuna– termina teniendo más peso del que se imagina. Porque si la serie habla de la amistad, lo hace en el mismo tono de los demás temas que toca, con sus luces y sus sombras. Sin edulcorar ni romantizar un vínculo que puede llegar a tener tantas espinas como rosas.
De la violación a la narración
“Una pequeña violación parece poca cosa cuando otras chicas mueren lapidadas por tener un celular o sangran hasta morir con los genitales mutilados. ¿Son estos hechos un recordatorio de que no sea tan escandalosa sobre mis propias experiencias? ¿O mi escándalo realmente apoyará las experiencias de todas ellas?”, anticipa Arabella parte de la novela que procastina.
Arabella finalmente termina la novela y en ese camino, no sólo encuentra algo de reparación, sino que además logra trazar un camino hacia la construcción de su identidad como mujer y como escritora. La autora Jamaica Kinkaid cuenta en una entrevista que cuando empieza a escribir algo, supone que quiere que eso que escribe la cambie, que la convierta en algo distinto a ella misma.
“Y mientras lo estoy haciendo, tengo el sentimiento cada vez, hacia el final, de que seré otra. Por supuesto que cada vez que termino un libro, me miro y soy la misma. Siempre me decepciona, pero no lo suficiente como para no hacerlo de nuevo”, dice Jamaica. Quizás Michaela haya encontrado escucha y reparación también en la confección de IMDY, y sea por eso que pudo regalarle a Arabella la posibilidad de ese renacer que Jamaica anhela: la oportunidad de volver a respirar.
“Antes de ser violada nunca le presté mucha atención a ser mujer. Estaba muy ocupada en ser negra y pobre. Osar observar el riesgo que mi sexo puede imponer a mi libertad y supervivencia parece una traición al barrio donde nací y me crié, donde las dificultades no respetaban los genitales”, lee Arabella ante sus editores hambrientos del manuscrito que intentan lanzar al mercado.
Hasta que fue violada, Arabella entendía el conflicto en clave de resistencia interseccional (tal es así que un flashback de la adolescencia trae a cuento cómo ella y su grupo defendió de la acusación de abuso sexual a un compañero negro del colegio, justamente por ser de la familia, un “hermano negro”). Pero es a partir del abuso sexual que ella empieza a pensar en la importancia de ser mujer. Y es ahí donde se devela ese discurso que –en tanto mujeres– nos hace responsables de haber sido violadas. Ese entrenamiento que nos asigna (como lo hace su novio italiano Biaggio cuando se entera y le grita que no estuvo lo suficientemente atenta a su vaso de bebida cuando la drogaron) la responsabilidad del deseo del hombre. Tomar de más, usar pollera demasiado corta, mostrarnos sexuales, salir solas, no decir que no, subirnos al auto de un desconocido, o no irnos a tiempo, son las evidencias del funcionamiento de la violencia sexista que requieren del silencio para seguir funcionando felizmente.
El placer y el riesgo de vivir juntxs
Tal vez lo más impactante de esta fábula sea que aún en una serie que trata de eso que nos pasa en esta época y hasta ahora fue tan poco explorado (la violencia, la cultura de la violación y el consentimiento) no haya victimización ni resolución punitivista. Ni siquiera moraleja.
¿Cómo recuperarse de una violación? ¿Cómo imaginar otros horizontes de respuesta? ¿Qué significado tiene narrarlo más allá del escrache? El abordaje extraño, original y que no se había visto hasta ahora radica tal vez en la desacralización de la obra y en el mecanismo de reescritura que permite a Arabella correrse del lugar de victimización aunque no deje de ser víctima.
Como Virginie Despentes en Teoría King Kong o como la controvertida Camille Paglia, Coel invita a sacar a la violación de la pesadilla profunda, del universo de lo no dicho para hacer de ella una herramienta política. Sin banalizar el horror, ni caer en “la fetichización de la herida” –como escribe Sara Ahmed– la serie propone alternativas a la producción de subjetividad para que las víctimas puedan seguir con sus vidas. Incluso, agenciándose la posibilidad del relato, la autoría.
“Vivir con el abuso”, “vivir para contarlo”, pero también “reescribir” ese relato, recrearlo de otras maneras posibles, convierte a Arabella en narradora de los múltiples finales de su propia historia. Hay tres desenlaces post trauma que van de la denuncia policial, a la salida más punitiva que es asesinar al agresor y esconder su cuerpo debajo de la cama, pasando por tener una noche de sexo con él para echarlo al despuntar la mañana.
Sí. En una de esas ficciones entre fantasmagóricas y oníricas Arabella termina cogiendo con su agresor. Y esto tal vez remita a aquello que escribe Tamara Tenenbaun en su libro El fin del amor. Querer y Coger “no podemos dejar de coger hasta que logremos desarmar la cultura de la violación”.
¿Cómo hacemos para vivir mejor aún a pesar de las violaciones, de las ultrajaciones, de las injusticias?, es una pregunta que los feminismos se vienen haciendo desde hace rato. En el cierre del conversatorio donde se presentó la compilación Los feminismos frente a las violencias machistas, la abogada Ileana Arduino compartió un fragmento del prólogo del libro Críticas sexuales a la razón punitivista (Compiladores Nicolás Cuello y Lucas Morgan Disalvo) en el que se busca proponer “espacios en los que construyamos herramientas colectivas y políticas comunitarias desde nuestra diferencia sexual, que no posterguen ni privaticen el trabajo continuo que implica asumir el riesgo y el placer de vivir juntes”, una puerta a problematizar nuestras prácticas cotidianas y comunitarias.
“Estoy aquí para aprender a evitar que me violen. Tiene que haber una manera”, dice Arabella ante un grupo de ayuda a mujeres víctimas de abuso y pone al descubierto esa falta de consejos prácticos, esa ausencia de transmisión de saber que entre mujeres debería ser algo así como un kit de supervivencia ante la agresión sexual.
Ese desparpajo millennial de Arabella, que reluce como su peluca rosa y se ensancha como su sonrisa, nos permite repensar el consentimiento a partir de desandar ciertas prácticas, de revisar lo cotidiano y su propia historia, reconstruyendo baches y olvidos, haciendo lugar para que esa justicia redistributiva comience a operar pero, sobre todo, sin perder el deseo.
Arabella no sólo sobrevive para dar testimonio, sino también para convivir con lo ocurrido y mostrar que una víctima puede ser tan luminosa como oscura. Se puede ser víctima y seguir posando con amigas para una selfie, bailar, desear, seguir escribiendo. Pero atención, también se puede ser una víctima egoísta, una adicta a las redes, una influencer del drama.
La serie, Arabella y hasta el ojo de Coel son imperfectos. Dejan a la vista ese glitch en el sistema de programación patriarcal en el que fuimos formateadxs. Dice Legacy Rusell autora de Manifiesto Glitch Feminista: “El glitch es el orgasmo digital, donde la máquina toma un suspiro, se estremece, y con un tirón, tiene espasmos”. No encontrarán en IMDY una mirada totalizante, sino el éxtasis de la falla.