“¿Se mató, lo obligaron o lo asesinaron?”, dice la ex fiscal Viviana Fein a los 16 minutos y 39 segundos del capítulo 2 del documental Nisman, el fiscal, la presidenta y el espía. La pregunta que viene a continuación es ¿qué sigue? ¿Cuál otro interrogante puede haber? ¿Un castigo divino? ¿Azar? Dar como extraordinario lo ordinario, sesudamente, es la parte que más impresiona del discurso judicial. “No se descarta ninguna hipótesis.” ¿Cómo que no? Si lo primero que se hace es descartar hipótesis, ¿qué hipótesis no se descartaría, la abducción extraterrestre? ¿Los siete enanos de Blancanieves? Se sabe que de esto se nutre el lenguaje jurídico: vaguedades, imprecisiones que son presentadas como sabiduría de la ley. Acá vale introducir el discurso jurídico, en términos de Michel Foucault, como juegos –basándose en la lingüística anglo-americana– estratégicos de acción y reacción, de pregunta y respuesta, de dominación y retracción, y también de lucha.[1] Lucha por la construcción de sentido, de sentido hegemónico, dominante y “objetivo”.

En el extenso documental de la plataforma de streaming Netflix sobre la muerte del fiscal Alberto Nisman lo que se puede ver, a primera vista y como conclusión del mismo, es el descarte de hipótesis. Preguntarse lo obvio lleva a eso, a descartar hipótesis. La literatura negra y, sobre todo la detectivesca que ostenta como paradigma a Sherlock Holmes presenta, mayoritariamente, la resolución de casos llenos de misterios y complejidades que solo una mente maestra está en condiciones de descifrar, alguien único, especial, escaso. De ser cierto jamás se resolvería ningún caso: esas mentes no abundan, no existen en la realidad. El proceso investigativo es preguntar lo obvio, lo evidente, como lo hace la comisario Marge Gunderson en la maravillosa película Fargo de los hermanos Joel y Ethan Coen.

Te puede interesar:

El racismo en la pantalla

"Enmienda 13", "Seven Seconds" y "Así nos ven", un documental y dos series para entender la guerra racial en Estados Unidos tras el asesinato de un hombre negro a manos de la policía en Minneapolis.

Hay, sin embargo, un descarte de hipótesis bastante obvio que hizo la ex fiscal Fein sobre sus tres “hipótesis”. Si descartamos la tele transportación, se encuentra una hipótesis que es descartada, no abordada lo suficiente, no implantada desde lo obvio, lugar en el cual la doctora Fein parece haberse situado, bien al estilo Gunderson. Raro, aunque lo menciona al pasar. Esta hipótesis de lo obvio plantea dos situaciones no aclaradas, qué rol jugó el técnico informático Diego Lagomarsino y qué significan las llamadas entrecruzadas entre miembros de la comunidad de inteligencia el domingo en que muerió el fiscal Nisman.

Lagomarsino no sólo era un técnico informático, además era el técnico informático de la fiscalía que llevaba adelante la investigación del atentado a la AMIA, la causa más oscura y politizada de la Argentina, con vinculaciones entre servicios locales y extranjeros, e inserta en el mapa geopolítico mundial. Un abogado especialista en concursos y quiebras cuenta que en la primera reunión que tuvo con sus futuros clientes, para ganarse su confianza y envolver su trabajo en el misterio, presentó una sentencia y una pregunta. La sentencia, más que obvia, era “Esta reunión nunca existió”, pero lo que importa es la pregunta: “¿La gente de informática, es de confianza?” Es decir, ¿esa gente está dispuesta a guardar secretos, a ser parte amiga en la causa? Si esto se plantea en instancias comerciales, es difícil imaginar que dentro de la UFI-AMIA no se haya buscado una persona de confianza, de mucha confianza. No sólo del fiscal, sino de los responsables que operaban detrás del fiscal, servicios locales y extranjeros. Esa persona tenía acceso a toda la información guardada en forma digital y podía libremente disponer de ella no sólo para ponerla a “resguardo” sino para copiarla, filtrarla, esconderla. Además, ¿quién pone de cotitular en una cuenta bancaria negra en el extranjero con un saldo de U$S 666.000 a una persona que no sea de su íntima confianza? Alberto Nisman puso a dos, a su madre y a Lagomarsino. Una hipótesis que fue descartada es esta, quién era de verdad Lagomarsino. Seguro que no aparecerá como un orgánico de ningún servicio de inteligencia, pero se sabe que no es un requisito indispensable para serlo. En el documental, en el episodio 5, a los 6.18 minutos, aparece el señor Moro Rodríguez como quien le presentó a “Dieguito” (Lagomarsino) a Nisman. Este señor es un ex agente de inteligencia “del país” por 30 años que habla de un técnico informático con un lenguaje de comerciante de calle San Luis y, agrega, “¿Creen que es servicio porque lo presentó un servicio?”, poniendo cara de inocente. Lo obvio, preguntar y buscar lo obvio.

Además, la confesión según la cual el fiscal Nisman se quedaba con el 50% de lo que cobraba Lagomarsino en la fiscalía, pone un manto de victimización, de sumisión, lo mismo que las tareas domiciliarias a las que se prestaba el técnico informático. Sería de mucho interés en la causa verificar la consistencia fiscal de Diego Lagomarsino y su familia. Inexplicablemente, no se hizo. En la investigación más profunda sobre la causa, la de Pablo Duggan[2], jamás se menciona este dato. Las múltiples representaciones mediáticas de Diego Lagomarsino son todas iguales, interpreta un enorme papel de víctima, en el documental juega un papel extremo, dice “¿Por qué Alberto me miente para pedirme un arma?” ¿Cómo se sabe que le mintió? Solo por su propio testimonio, falta la otra mitad. Todo el análisis posterior da por cierto esta afirmación de Diego Lagomarsino. ¿Y si no fue así? ¿Cómo pudo haber sido?

La historia al revés

Supongamos que Nisman estaba mal, que se sintió solo y abandonado en una denuncia temeraria que él mismo sabía que no tenía nada que la probara, que lo que iba a ser una reunión a puertas cerradas en una comisión del Congreso se había convertido en una sesión abierta, plena, con opositores y prensa. Pero si algo faltaba, era la nota de Raúl Kollman el sábado 17 de enero de 2015 en la cual el ex canciller Timmerman mostraba el oficio que respondió Richard Noble, titular de Interpol, sobre la caída de las “alertas rojas” (gran parte del argumento contra el pacto con Irán aseguraba que se había realizado para que Interpol dejara caer las órdenes de captura internacionales contra los sospechosos iraníes: las alertas rojas). En su desesperación y soledad (ninguno de sus contactos de inteligencia, más precisamente Horacio Stiuso, le atendía el teléfono) decide llamar a alguien, alguien de mucha confianza, no un secretario suyo, no un amigo, sino a Diego Lagomarsino. Y Lagomarsino va, y no sólo no lo tranquiliza o contiene sino que lo envuelve en una trama que puede ir del desprestigio personal al juicio político y penal que terminaran destituyéndolo, que muy sigilosamente va socavando el terreno de la desesperación que ya existía en Nisman, que lo lleva al umbral de la contemplación del suicidio y que sugiere que él tiene un arma. Y Nisman se la pide. Y ahí viene la parte en que él se niega, que sólo creyó estar hablando en un marco especulativo, no de pasar a los hechos. Pero el fiscal insiste, insiste, hasta que “logra” que Lagomarsino ceda y lleve el arma. Tal vez pudo haber dicho otras cosas, en el terreno de la especulación, ¿amenazas? Algo que puso a Nisman al borde, más al borde de lo que estaba.

La red

Stiuso dice, “Si lo hubiera atendido (a Nisman, que lo llamó decenas de veces antes de morir), se habría puesto peor”: ¿peor que qué? ¿Cómo supo él que Nisman estaba mal si no le atendía el teléfono? ¿Se lo contaron? ¿Quién? ¿Cuándo? La sonrisa de Stiuso como testigo demuestra el poder del testigo que es el que sabe algo, que puede callarlo o contarlo. Pero en su cínica sonrisa, prefiere callarlo.

De ahí las innumerables llamadas, las comunicaciones febriles entre distintos agentes de inteligencia el fatal domingo 18 de enero. ¿Quiénes eran? ¿Cómo fueron las comunicaciones? ¿Se pueden inspeccionar los teléfonos celulares? Una pena que nuestra comisario Gunderson criolla, la ex fiscal Fein, no haya podido ir hacia allá, era lo obvio, era el lugar donde ir.

Después, el fuero federal, el vacío, la nada; la pericia falseada de la Gendarmería, el cambio de carátula por homicidio. Tapar, tapar y volver a tapar para que nada se sepa y la sospecha siga efectiva.

En este mecanismo vemos que las partes se fragmentan y se tratan de ensamblar. La mirada cae en el nivel más bajo: si los testigos, los que saben algo, son los que estuvieron en la conspiración, se desplaza la enunciación de la verdad. Es ahí cuando Nisman deja de ser un muerto para ser un símbolo. El poder se manifiesta, completa su ciclo y mantiene la unidad gracias a estos juegos de pequeños fragmentos que buscan encajar, cuya configuración general es la forma manifiesta del poder, cuya posesión integral y reunificada autentifica la detención del poder y las órdenes dadas por él. ¿Dónde estuvo y está el poder? La comisario Gunderson lo hubiera encontrado.

 

Nota del editor: Como en el análisis que hace Juan José Becerra sobre la serie de Nisman, Gustavo Mainardi reflexiona acá junto con el documental sobre las «evidencias» y testimonios que despliega para permitirse una hipótesis hasta ahora inédita. Esa misma tesis –la actuación de Lagomarsino ya no como un mero técnico informático que presta con inocencia el arma para que el fiscal se vuele los sesos, sino como un oscuro agente de inteligencia–, explicaría los extraños movimientos de Sara Garfunkel, madre del fiscal, a quien no sólo escuchamos hablar con el servicio de emergencia con total frialdad tras hallar a su hijo muerto, sino que se anticipa a los investigadores y retira lo que sea que hubiese guardado en cajas de seguridad. Garfunkel, a quien los documentalistas persiguieron y no pudieron entrevistar, se muestra en su silencio, al menos, como una mujer «advertida».
[1] Foucault, Michel, La verdad y las formas jurídicas, p. 4. Gedisa, Buenos Aires, 2005.
[2] Duggan, Pablo, ¿Quién mató a Nisman?, Planeta, Buenos Aires, 2018.
Boleto Educativo Gratuito
Sobre el autor:

Acerca de Gustavo Mainardi

Sociólogo

En mayo de 1969, cuando el Rosariazo estallaba en las calles de Rosario, Gustavo Mainardi tenía 8 años y observaba con su hermano la revuelta en las calles. Entonces no era sociólogo, ni profesor adjunto de Sociología en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional de Rosario, ni tenía cuatro «hijes» –así dice–, […]

Ver más