Hace casi 30 años Osvaldo Aguirre comenzó el trabajo de desplegar su “lengua natal” cuando publicó Las vueltas del camino (1992), donde no sólo aparecía el camino, esa figura que en su obra poética define los lugares, la cercanía y lo lejano; también el paraíso, el árbol de la infancia, que en cada poemario vuelve a derrumbarse, a pudrirse y a erguirse en el patio de una casa que pertenece a la extranjería del pasado.

A mediados de septiembre de este año, el ministerio de Innovación y Cultura santafesino dio a conocer las obras elegidas para el premio José Pedroni 2019; en la categoría inédita el ganador fue 1864, de Aguirre, sobre la que se expidieron los jurados (Laura Wittner, Jorge Monteleone y Carlos Battilana): “Es un libro elegíaco acerca de un mundo rural pretérito y de las íntimas voces parentales, pero una elegía que, al evocar, nombra con la fuerza de una aparición, de un recuerdo intenso, vívido y material –como la onza de oro que el bisabuelo, nacido en 1864, legó a las generaciones siguientes–.  La sabia estructura en cuatro partes de este libro, con un aire novelesco que entreteje poemas en la prosa y luego narra en verso y va y vuelve, asimismo se acerca y se aleja de la figura central, el padre, para reconstruir la vida cotidiana en su ausencia”.

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Así es, luego de la trilogía del “campo” –reunida en la editorial rosarina Iván Rosado–, Aguirre retorna a la casa familiar de Cañada Rica para conversar una vez más con su padre muerto: “La felicidad por tu compañía y la tristeza por tu ausencia”, escribe.

Como nos conocemos, como alguna vez estuve en ese campo de Cañada Rica (una imagen del camino que lleva a esa parcela puede verse en la presentación del blog de Osvaldo), cerca del límite de la provincia de Buenos Aires; como estuve un día –hace una década– en una conversación en la que Edgardo Dobry dijo que la poesía de Aguirre era como la de un Pedroni desencantado, vuelvo a pensar en esa dualidad que el mismo Aguirre plantea: tristeza-alegría, ruta-camino, cercanía-lejanía, lo que no está-y-permanece. Lo escribe en uno de los poemas de 1864: “Cada noche abre una parte/ perdida de la casa. Y se nota/ que venís contenta,/ acompañada por cosas/ que no están pero te guían”.

Esa “lengua natal” de ausencias que construyó Aguirre con meticulosidad es mucho más que un aire, que una melodía lejana. Es una melodía concreta, una presencia hecha de palabras escogidas casi con ciencia. Escribe en una parte de este libro premiado: “Sonaba como en un sueño,/ lejos, la música del baile/ de la escuela Agrotécnica”.

Como si a cada parada en el camino le tocase una figura ya remanida en su lengua, Aguirre recupera los perros de sus primeros poemarios: el Cuál, el Quédice, y los vuelve a poner en esa intemperie en la que el yo de los poemas dialoga, interpela ese silencio y lo hace suyo tras hacerse con la onza de oro cuyo derrotero es la historia familiar desde la partida del puerto de San Sebastián en España, en 1884, a los 20 años.

Lo que sigue no son fragmentos de un libro premiado, sino el mapa lingüístico de una escena contemporánea, esa según la cual repetimos un rito que ignorábamos para hallar una lengua que conocimos, como canta Paolo Conte.

 

 

Fragmentos de 1864

 

La tormenta fue y vino todo el santo día.

Al final se larga el chaparrón. Te agarra en la entrada, volviendo de la

calle, donde seguías el camino de las gallinas. No importa, el aroma de la

tierra mojada te refresca, lo esperabas.

 

El viento barre el techo de casa. La perra hace guardia bajo la planta de

pomelos, sorprendida.

La cortina de agua borra el campo. Quedó ropa colgada.

Después del mate, desde el corral y cada vez más cerca, se anuncian

sapos y escuerzos.

Con tanto barro no podés pasar. Dejás las botas en la puerta y en casa,

cuando te cambiás la ropa, parece que vinieras de una región muy lejana.

 

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Cansado, eso sí,

de gansadas, puras gansadas

y bolazos de infelices

que quieren cagar

más alto y son buenos

para hablar porque hay algo

que saben, dice,

porque hay algo que saben,

dice, y sh, ahora se calla,

ya siente el silbido

entre las casuarinas,

sh, la delicia del aire

que no se consigue,

el lío de los perros

quién sabe cómo

con las gallinas,

tantas cosas que lo llaman,

que precisan su mirada,

la de nadie más,

y le piden que atienda,

que salga de la casa

al campo.

 

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Cuando el bisabuelo salió de España, su padre le dio una onza de oro.

Fue en el puerto de San Sebastián.

 

Ocurrió a último momento. Algo quedaba atrás y algo de su lugar natal

quedaría fijado en el horizonte. Fue la onza, una moneda redonda y pesada

acuñada a principios del siglo XIX. El padre se la entregó como parte de la

despedida.

 

Desde entonces la onza pasó como legado entre los varones de la

familia, hasta mí.

 

El valor de la onza consiste en su significado. Mi bisabuelo no volvió a

ver a su padre. Cambió la moneda por una parte de su historia.

 

Pero yo no la obtuve directamente de mi padre sino que me la apropié

invocando esa tradición, haciéndola presente cuando se estaba por perder.

 

La onza significaba que el padre dejaba ir al hijo y también que el padre

aun cuidaba a su hijo, que lo protegía para el viaje, como el que le alcanza un

abrigo a quien sale en medio de la noche o de la tormenta.

 

Pero la cadena de sentido se rompió y ahora la onza debe decir otra

cosa.

 

La onza es un recuerdo del padre. El signo de su ausencia. La

condición para poseerla es perder al padre.

 

La onza es un recuerdo del padre. Solo que es un objeto y no un relato.

No se deshace cuando se lo evoca, como se deshace un sueño cuando uno lo

cuenta.

 

La onza es un recuerdo del padre. Desde el momento en que no le

pertenece.

 

El significado de la onza cambia en cada pasaje de la historia. Mi

bisabuelo se suicidó, por lo que la onza quedó manchada de sangre para mi

abuelo.

 

La onza permaneció en el mismo lugar donde el bisabuelo la guardaba,

una caja fuerte. Siguió allí a la muerte de mi abuelo. Mi padre no la tocó, y ese

desapego cifra, quizá, el final de un período de la vida familiar que comprendió

tres generaciones.

 

Un tiempo después de la muerte de mi padre, saqué la onza de la caja

fuerte y de la casa donde estaba, una casa que había sido abandonada mucho

tiempo antes.

 

El oro representaba el supremo ahorro de los campesinos. El núcleo

duro, algo intocable de sus esfuerzos. El trabajo enajenado en un objeto

 

extraño al mundo rural, pero al que el mundo rural –los varones de la familia-

trataba según sus leyes, apartándolo de la circulación, inmovilizándolo en la

 

historia.

 

Saqué la onza y la llevé lejos. Sin que nadie me viera. Y la guardé en un

lugar secreto.

 

Tengo un tesoro.

 

logros
Sobre los autores:

Acerca de Osvaldo Aguirre

Nació en Colón. Estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario. Es periodista, poeta y escritor. Ha publicado poesía, crónica, novela y ensayo, entre los que destacan: Las vueltas del camino (1992), Al fuego (1994), El General (2000), Ningún nombre (2005), Lengua natal (2007), Tierra en el aire (2010) y Campo Albornoz (2010), y reunió sus tres primeros libros en El campo (2014). Fue editor de la sección Cultura del diario La Capital de Rosario.

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Acerca de Pablo Makovsky

Periodista, escritor, crítico

"Nada que valga la pena aprender puede ser enseñado."

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