“Una ciudad debe ser una artista del vivir juntos: con ese fin fue fundada, construida, organizada”.
Jean Luc Nancy
Algo que nos enamoró de esta ciudad ya no está. No es de ahora, no se trata –solamente– de los últimos años, esto viene de antes. La pandemia enterró vestigios sobrevivientes y evidenció lo que ya venía roto. Los barrios no son lo que eran, los clubes no son lo que eran, los bares no son lo que eran, el centro no es lo que era, la noche no es lo que era, la calle no es la que era, la cultura en esta ciudad ya no es lo que era, la escuela no es lo que era y un largo etcétera. Incluso ahora –quemado el humedal, sembrado de carteles de gran escala para que se vean desde esta orilla, con un desparrame de ranchos y casas de propietarios que gustan de la vida en la naturaleza–, podemos decir que el río Paraná y su paisaje tampoco es lo que era.
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Que nada sea como antes parece lógico, considerando que el tiempo pasa y, ya sabemos, las cosas cambian. Pero lo difícil, es que la sensación –eso que llamamos humor social o estado de ánimo colectivo– es que no estamos mejor. No solo que nada es como antes sino que todo parece haber empeorado. “La mejor ciudad para vivir” no era solo un slogan de gobierno sino cierto orgullo en el pulso ciudadano. Hoy esta idea se encuentra perdida, dislocada. Se acabó la ciudad que conocíamos: “Perdita te vas, y no volvés”, dice Coki.
Quedándote o yéndote
Si Rosario fue en un momento la ciudad donde se podía vivir más o menos bien –aún siendo más o menos pobre–, hoy no parece la mejor ciudad para vivir ni siquiera para el puñado favorecido con la acumulación en estos años (el problema es distributivo por lo cual hay algunos que se están quedando con la torta) que se refugian en barrios privados, se enaltecen en torres o simplemente se rajan. Van con ellos los sectores medios y todo aquel que puede. La población de Rosario ya casi no crece, pero a la par aparecieron las tierras de sueños: Funes, Roldán, Pueblo Esther y demás loteos que ofrecen la casa propia que la ciudad no ofrece y, sobre todo, la promesa de una vida “tranquila”.
He visto a las mejores mentes de mi generación partir en su auto (o sus autos) a vivir a las afueras, a un lugar donde sea posible criar sus hijxs y estar en contacto con la naturaleza. Los he visto porque la promesa de la tranquilidad vale el tiempo perdido en la ida y la vuelta de los traslados, vale la renuncia al café con las amigas, vale que todo deba hacerse de forma muy planificada, vale la dificultad de participar de cualquier actividad distinta a la crianza o al trabajo también. La ciudad se volvió hostil, expulsiva y lo exclusivo se ha vuelto más atractivo que lo inclusivo, incluso para las mejores mentes progres de mi generación. Las he visto irse e intentar una vida feliz y a veces lograrlo y otras veces más bien aceptar mansamente lo que toca. Tal como hacemos quienes vivimos acá.
Acá estás regalada si estás esperando un colectivo mirando el celular. Estas regalada si te quedaste hablando al pedo con una amiga en una esquina previa a tomar cada una su rumbo. Estás regalado si llevás la mochila en el canasto de la bici. Estas regalado si te volvés caminando, en colectivo, en taxi. Estás siempre regalada. Y por eso, porque nadie quiere regalar a sus hijxs, cada vez se demora más la construcción de vidas autónomas, independientemente del sector social: se acompaña a lxs hijxs a las paradas de colectivo, se los lleva a la escuela y hasta se los busca en las salidas nocturnas casi cuando amanece, incluso se alcanza a los primeros trabajos o a los primeros años de la facultad. Sin lugar para improvisar, ni para el despiste, no salimos a dar vueltas porque sí, a ver qué pinta. Tramamos nuestros trayectos pero nunca nos sentimos del todo a salvo. Siempre sos gil robado.
De ahí que el malestar experimentado en estos años por cualquier rosarino esperando un colectivo que tarda en llegar, en una parada cualquiera, post 18:00 respirando humo no tiene nombre. ¿Qué palabras hay para eso? Empezaron a aparecer neologismos para describir cómo los cambios en el entorno afectan a las personas, en especial respecto de la crisis ambiental. En esta línea, Glenn Albrecht acuñó el término “solastalgia” proveniente de solas –pertenencia– y algia –dolor–, referido al dolor derivado de cambios en nuestros lugares de residencia, a la angustia por no reconocerlo, y la triste sensación derivada de que el lugar en el que vivimos está dañado, y nosotrxs de algún modo, desamparados. Algo así tal vez nos ocurra en esta ciudad que supo contenernos y ya no lo hace. La sensación de riesgo en lugar que nos sostenía, ahora tambalea y nos deja siempre a punto de caer.
Avisame que llegaste. ¿No querés que te acompañe? Ese tipo de conversaciones se incorporaron a nuestras vidas cotidianas. Ciudad Futura lo sabe y recoge la ilusión de vivir sin miedo. El slogan de querer vivir sin miedo es pertinente y atinado, aunque –digamos todo– modesto. El oficialismo también hace lo suyo. Sabe que todxs sentimos que hacemos nuestra parte. Así como Marixa Balli: soy una mina que labura, buena gente. Así como cualquiera de esos seres que entrevistan en la calle: yo pago mis impuestos. Me esfuerzo, hago mi parte y sin embargo, mirá qué mal la paso. Algo de ese humor social es interpretado como propio por el Intendente, antes que asumirlo como una interpelación. La idea básica es no damos más. Hay un piso mínimo anímico y aspiracional, interpretado por las fuerzas que compiten el domingo: hacemos nuestra parte y queremos no tener miedo. Ahora leo: Rosario puede. Y pienso: ¡Es tan poco! Como dicen lxs poetas locales: ¡Qué bajo hemos caído!
Mucho nos quedó del berretín de otra generación que dejaba huella urbana: la gran obra materializada entre nosotrxs, la política pública ahí, presente. Aprendimos lo que es capaz de gestar una ciudad. Ahora no hay estridencias en las políticas y cuando hay anuncios rimbombantes, sospechamos.
Ahora la militancia parece habitar en los despachos, está rentada y profesionalizada (la política ya no vende pastelitos para juntar plata). En algún momento transformamos las marchas en fiestas y parece que solo salimos masivamente a la calle si se puede festejar. Si hay quilombo no salimos, si queremos pedir algo no salimos, si hay dolor no salimos –lo digo desde acá, desde mi confortable ventana en Luis Agote–, pero si hay DJ sí salimos.
Nos gustan los eventos nocturnos en los que recordamos lo que era vagar por la calle, yirar sin pensar demasiado en seguir o detenernos; nos gustan los espectáculos como excusa para congregarnos (lo dijo Bitar: un recital es una movilización), nos gusta que haya remodelaciones y bombos y platillos, a la vez que pedimos por mas cosas en “los barrios” –ese genérico–. Participamos y lo disfrutamos; pero en el después, en el largo camino a casa, seguimos heridxs.
Nuestro lugar común
En el origen de todo este despelote –simplificando el razonamiento– está nuestra vocación primaria de agruparnos. Hay un origen remoto donde la ciudad es necesaria; nos agregamos para vivir juntos, nos congregamos en la polis para sobrevivir. Por fuera de la ciudad, dijo Aristóteles, sólo sobreviven los dioses o las bestias. Es que necesitamos defendernos, garantizar nuestro alimento, organizar la sanidad, gestionar entre todxs qué hacemos con los desechos. Vivir juntxs de manera más o menos organizada a través de ciertas reglas es una estrategia (nunca fija, nunca estática) para tramar soluciones colectivas a problemas comunes. De ahí las ciudades, la organización de los Estados.
Hoy estamos en medio de eso que llamamos “desánimo”, que se cocina con emociones muy particulares: temor, tristeza, enojo, desamparo. Pobres corazones de coloratura desaturada, desteñida, opaca. Esta encerrona que se siente en el cuerpo es colectiva. Tal vez por eso, sea el tiempo de proclamar –con la máxima remanida cortazariana– que está todo perdido y entonces sí, hay que tener el valor de empezar de nuevo.
No bastará con cortar cintas, sino que habrá que inaugurar nuevas realidades que nos seduzcan e inviten a pasar, y sobre todo, de las cuales nos sintamos parte, no desde el mero acontecimiento –desde el hito comunicable–, sino desde la posibilidad de la construcción de una vida en común.
Alguna vez creímos que vivir juntxs era la mejor manera de vivir. Algo de eso necesita actualizarse en esta ciudad que no es lo que era, con todos estos años de gente que ya no somos lo que éramos. Habrá que dar lugar a la invención, pero no a cualquiera. En palabras de Jean Luc Nancy: “Habrá que concebir otro espacio para otra comunidad, una comunidad a la que ya no le está dada su sustancia común. Tal es la invención urbana”. Con memoria y sin nostalgia, gane quien gane, habrá que construir aquello que nos religue y devuelva a un lugar común, a Rosario, nuestra ciudad.
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