Comegatos es el apodo con el que nos saludan en el resto del país, cosa que he escuchado, más que en ningún otro lado, en el ambiente del fútbol. Cuando vienen las hinchadas de los equipos de Capital o el Conurbano Bonaerense a la cancha de Argentino, y cuando vamos nosotros de visitante, el grito que nos llega suele ser el mismo.

En nuestra tribuna, cada tanto, el viejo Flores se hacía presente y la leyenda de los comegatos se volvía carne. Años 2002, 2003, 2004.  Se trataba de un ciruja del bajo Ayolas, el barrio sureño donde tuvo lugar la nota en la que un grupo de vecinos, a mediados del 90, contaba que los felinos eran ahora parte del menú de todos los días.

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De la zona sur a Sorrento, corazón de zona norte, hay un tramo largo, y si no era por RH, portero de un edificio cercano al bajo, Flores no se llegaba nunca. Su concurrencia dependía de las ganas de arrastrarlo que tuviera su amigo y de su propia brújula existencial: a veces ni él sabía dónde estaba.

Nunca supimos con exactitud si Flores había comido gatos o no. Tampoco si lo hicieron sus vecinos. Y ahora que está sepultado bajo litros y litros del más barato de los vinos, ese que viene en damajuanas plásticas y se vende suelto a cualquiera que lleve un envase para cargarlo, no lo sabremos nunca. Lo cierto es que el apodo marcó una época, sin dudas el hambre fue duro durante el menemismo y aún lo es.

Nadie te define mejor que tu enemigo, dicen en la calle, quizás las amistades que tienen la gracia de la maldad. Los apodos señalan un defecto —un supuesto defecto—, una falta o un rasgo característico. Y quien lo porta no tarda en llevarlo con naturalidad y a veces hasta con orgullo. La corrección en el habla, de llevarse al extremo, no nos dejaría otra cosa que la literalidad.

—Rosarino comegato —nos dijeron, allá por el 97, los muchachos de Dock Sud.

Y RH, que si algo tuvo siempre fue malicia, contestó:

—Dock Sud, cloaca de Avellaneda.

Pasaron los años, los tiempos cambiaron, otro es el mundo y otra es la forma de hablar. En el 2014 entrevisté a una referanta barrial del Ludueña, como parte de una crónica que estaba haciendo sobre el barrio,  y al contarme la historia de su vida reflexionó:

—Antes nos moríamos de hambre, pero ahora nos matan a nuestros hijos. El hambre se aguanta, la muerte de los hijos no.

Hablé con muchas familias que han perdido a parte de los suyos en balaceras atroces. Hago memoria y caigo en la cuenta de que son demasiadas. Rotos están los hilos que hacen a la trama de nuestra época y difícil se hace pensar la vida en comunidad. No digo sociedad, algo que me suena a socios, digo comunidad porque esa idea propone el camino de la hermandad.

A fines del 2021, en la cancha de Puerto Nuevo (Campana; Bs. As.), nos recibieron de manera tal que hasta el más pillo hizo silencio, al menos unos segundos:

—Rosarino matapibe —se escuchó más de una vez.

Si en la calle la picaresca perdió lugar ante el avance de la violencia más literal, lo mismo ocurrió en el decir. La literalidad no viene de la mano de la corrección, esta vez. Se trata de lo real escupiendo una mueca fría, sin metáfora. No hay forma de resignificar el matapibe.  No hay manera de llevar ese apodo ni de aceptarlo, tal como se hizo con el de comegato,

—Mierda, nos decían matapibe — escuché que comentaban días después en el club.

Por supuesto que la ciudad no es una isla y la película de la vida que vivimos tiene un guión terrorífico que habla y experimenta el mundo entero. No sé cómo es hoy Capital, por ejemplo. Perdí contacto con algunos bandos de allá que solían contarme como venía la mano. Pero es obvio que no se trata de un jardín de rosas su día a día. Lo mismo puedo decir del gran Buenos Aires. El mundo se puso rancio. Se rompieron los códigos. Ganó el mal.

Más allá de la especificad de cada lugar, con su propia singularidad y su lugar en el entramado nacional, regional y hasta mundial —eso se lo dejo a los expertos—; y sin caer en esto de: “Nos dicen matapibe, pero los de Buenos Aires, ¿quién carajo se creen que son?”… Más allá del problema del unitarismo que azota al país desde siempre, y por el fervor de arraigo que me une a mi ciudad, pregunto tal como lo hizo Centeya décadas atrás: ¿Sobre qué sangre debo caminar?

La cotidianidad se volvió amarga. Casi todos los días cae alguien. Como consecuencia de una pelea por negocios de narcomenudeo o por el control de una zona de la ciudad; por una discusión que subió de tono, por un rencor errabundo o por cualquier gilada.

—Mejor que me maten, por eso no me escapo — me confesó con una lágrima un pibito. Se había enfrentado a uno bien polenta del negocio de la milonga.

—¿Por qué lo decís?

—Si me tomo el palo matan a mi familia. Y seguro que después me la dan igual —contestó y se despidió.

Abundan los estudios sobre violencia urbana y narcotráfico; abundan las promesas y los planes para combatirlo. Pero la distribución de la riqueza sigue siendo un tema tabú —si eso no sucede posta, la cosa no va a mejorar— y  al parecer preferimos seguir con la farsa del consumo y las redes sociales antes que mirar de frente al mundo.

Pero estamos atrapados en el mundo, presos de la vida actual.

Estamos atrapados, viendo como se agranda el bolsillo de los millonarios escondidos y la pila de cadáveres, en el hasta nunca que nos manda a guardar.

 

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Sobre el autor:

Acerca de Santiago Beretta

Nació en Rosario en 1989. Es periodista y escritor. Desde 2010 dirige y edita la revista Apología, con veintidós números editados y cuya propuesta es contar la vida cotidiana de Rosario a partir de crónicas, aguafuertes, relatos y entrevistas. Participó con notas de actualidad, crónicas, relatos y entrevistas en La Capital, El Ciudadano, Rosario Express, De […]

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