Cuando tenía 6 años, mi vecino –el más lindo de la cuadra– me gritó: «Puto». El llanto de un niño a escondidas en su casa suele ser la primera reacción ante la crueldad del mundo que le desenvaina por primera vez la violencia real y simbólica de la heteronorma. A escondidas, porque avergüenza el llanto en el varón, pero más avergonzaba tener que explicitar, en este caso, el motivo.

Ya adolescentes en el Colegio Secundario de curas, este vecino se convirtió en mi mejor amigo. Pasábamos tardes enteras andando en moto por el pueblo y los caminos del río. Fue mi primer contacto con un bulto cuando en el acelere o en el freno bajo el sol chaqueño, ese asiento nos acercaba y se apoyaban nuestros cuerpos. Su nuca liberaba feromonas que aromatizaron mi vista incluso adentro de las clases de catequesis porque en el aula de nuestro curso él también se sentaba delante mío. Eso me inquietaba y me gustaba, aunque terminé enamorado de su prima: mi flamante novia por mis dos más acaramelados años, la primera vez que me vi explícitamente más implicado
en el deseo sexual y en el amor.

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Por ese tiempo, las fantasías sexuales con mi amigo (su primo), se habían disipado. Todxs éramos tan católicos, que aún no nos habíamos desvirgado. Pero esta historia cambió repentinamente su rumbo la siesta en que ella eligió dejarme y comenzar a salir con él. Ahí explosionó toda construcción sexual y social que durante toda mi vida me había normado.  Ese fue el segundo día en el que a escondidas también lloré.

Hoy, que soy un puto orgulloso, militante y visibilizado, mi relación con ella (mi ex) es de dos grandes amistades. «Mary Austin y Freddie», le digo y ella me abraza y sonríe. El martes pasado que se recibió de médica, tomamos un helado. A él, lo crucé por última vez este verano en mi pueblo. Pasé por su vereda caminando y luego él por la mía en moto, saludándonos con un guiño tímido pero sincero que condensaba por primera vez la comprensión de un vínculo ya sanado que hoy sólo deja buenos recuerdos.

¿Qué hay entre una infancia castrada, una adolescencia reprimida y un deseo libre? En mi caso, la vida o la muerte (el suicidio). Mi abuelo cambiaba de canal con un zapping furioso cada vez que Florencia de la V (“este puto de
mierda”) aparecía en algún programa televisivo de la pantalla. Mi padre, hace unos años, no lo dejó ir a dormir a mi hermano a la casa de un amigo porque “qué es eso de ir a dormir entre hombres”.

Mi padrino no quiso entrar a un comedor cuando fuimos toda la familia a veranear a Brasil, porque adentro estaba sentado un puto. Mi madre nunca me quiso comprar una bicicleta playera porque me decía que ese estilo daba al andar “una postura de maricón”. Mis dos tíos se burlaban a mi lado del puto del pueblo, que era mi amigo, haciéndose el chiste de que sus respectivos hijos chicos (mis primos) podrían salirles igual.

En los momentos de elección de los integrantes en juegos de equipos deportivos, sabía que algo me estaba saliendo mal en la competencia por una masculinidad hegemónica cuando quedaba en el descarte, en los varones marginados y excluidos, estigmatizados a la exposición viril de todos los rostros de los demás. Los maricones, los gordos, los nerdis, los raros, quedábamos a lo último en esa infancia y adolescencia del desecho de la masculinidad patriarcal, visibles en ese cadalso inquisitorial del éxito de la normalidad, dispuestos en fila ante la vergüenza como pelotón de fusilamiento. Ese recuerdo se internalizó, repito: a veces como muerte, pero otras tantas como vida.

Y la vida me vino de la mano del deseo como motor vital de emociones y sentimientos, que hace de los rencores y resquemores de un mundo de mierda heredado, transmutación para luchar por un cambio. Construir uno nuevo, de más amor y libertad. Porque sabemos que habitarlo es posible, y porque a los closets del martirio y el encierro no queremos que nadie vuelva nunca más.

Un ejemplo de esto es el motivo por el cual me volví anticlerical. La Iglesia en mi temprana juventud se había convertido en mi único templo donde depositaba mis angustias buscando un bálsamo o consuelo. Todos mis curas confesores (incluido Monseñor Mollgahan, de la Catedral de Rosario) eran unánimes: debía reprimir cualquier deseo homosexual y luego rezar, un Pésame («antes querría haber muerto que haberos ofendido»]. El «por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa» que recibí de la instrucción religiosa me llevó a sufrir por reprimir estos deseos al punto de autoflagelarme.

El video de educación sexual que nos había puesto un profesor en el Colegio mostraba una animación en la que la mano de Dios le decía «no» a un pibe que debajo de las sábanas se tocaba, y lanzaba un rayo de enojo desde los Cielos que fulminaba. Con los años, hablando con un amigo investigador y militante de la Educación Sexual Integral, me mostró que a ese video lo habían creado en España desde el franquismo.

«Privatio est causa appetitus», fue la frase que leí de Sor Juana Inés de la Cruz mientras la estudiaba en mi habitación para la clase de Literatura de ese mismo colegio, y la escribí en mi pared frente al escritorio con un lápiz bien fuerte. El primer chico que se me tiró encima y me quiso besar en la boca, en una vida católica ya citadina, era miembro del Opus Dei (no sé qué será hoy de él, todavía lo debo tener bloqueado en Facebook).

Pero mi juicio colapsó el día que se declaró la Ley de Matrimonio Igualitario; desconcertado, fui a buscar explicaciones a la homilía: la Catedral de Rosario ofició una misa especial para abordar la noticia donde el párraco Raúl Giménez sentenció desde el púlpito con el relato bíblico de Sodoma y Gomorra, las dos ciudades que Dios calcinó con su ira en una lluvia de fuego y azufre a todos sus habitantes por homosexuales, pervertidos, ‘sodomitas’.

Es por todo esto que hoy me enfurece tanto cuando la Iglesia sigue teniendo cabida en nuestros designios, como lo vemos en su actual cruzada fundamentalista contra la Ley de Educación Sexual Integral y contra la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo.

El feminismo y el progresismo me dieron las armas para batallar no sólo en las calles, las casas y las camas, sino también en la arqueología de mi vida y de mi cuerpo. Me demostraron que lo personal es político, que la heteronorma machista, homolesbotransbifóbica y patriarcal es un régimen violento que hay que erradicar, y que los pactos corporativistas entre los muchachos de la hegemónica masculinidad se tienen que terminar. Me posibilitaron habitar un mundo más sano y creer en un futuro posible con la convicción de que se puede deconstruir el viejo. Parte de mi familia también tomó estas banderas y juntxs fuimos creciendo como sociedad.

Siempre cuento que mis abuelos kirchneristas dejaron de ser homofóbicos cuando las leyes de Matrimonio Igualitario e Identidad de Género hicieron en ellxs una pedagogía cultural. Y hoy, siendo niñero de una peque de 5 años que tiene dos mamás, cómo no creer en el futuro de infancias libres. Cómo no creer en la pulsión de vida por un mundo nuevo.

Cámara de Diputados de Santa Fe
Sobre el autor:

Acerca de Nacho Estepario

Nacho Estepario nació en 1990 en la punta noreste de la provincia de Santa Fe al límite con Chaco. Hace varios años vive en Rosario. Es poeta, escritor y artivista. Escribió en los libros «Rosario, una Ciudad Anfibia. Crónicas Contemporáneas» (Mansalva, 2019) y «Bitácoras de la intimidad» (2020). También contratapas en el diario Página 12 (Rosario […]

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