La pianista, escritora y docente Nilda Correas de Vasconi es una enamorada de Jujuy, de Tilcara y de la Quebrada de Humahuaca. Le ha dedicado toda su obra literaria y la frecuenta asiduamente. Sus libros son objeto de estudio en las escuelas de Jujuy. Es colaboradora permanente del diario Pregón de Jujuy. Considerada como la mayor difusora de la cultura, la historia y el paisaje jujeño, da charlas sobre diversos temas y leyendas de la Quebrada. Obtuvo diversos premios, menciones y medallas de honor por su obra y su trayectoria tanto literaria como fotográfica y musical.

A la casa de Nilda, mejor conocida como Minina, se ingresa desde una escalera que se bifurca hacia su biblioteca-escritorio, atiborrada de libros hasta el techo o hacia el living, en donde se aprecian los cuadros de grandes artistas jujeños junto a su obra fotográfica enmarcada o en bastidores. Siguen la cocina comedor y el escritorio de su marido, el reconocido filósofo y pianista don Rubén Vasconi cuya biblioteca abarca tres paredes de cuatro, con libros acomodados en estantes que comienzan casi en el piso y terminan en el techo. La mayoría, por supuesto, son de Filosofía. El centro de ese cuarto tiene como adorno un viejo escritorio atiborrado de utensilios de escritura y archivos frente un antiguo mueble lleno de papeles, producto de sus investigaciones. Se puede imaginar a don Rubén sentado, mirando a su máquina de escribir, mientras ese logro de libros coronaba el aura de la oficina.
Nilda ha dedicado buena parte de su obra al norte, centrando específicamente sus relatos y poesía en la zona de Tilcara y la Quebrada de Humahuaca en la provincia de Jujuy. Es autora de los libros Poemas para Tilcara (Roll Print Editores, 1993), Leyendas que trajo el viento, poemas (Editorial Tekhne, 1989), Cuentos de la mama Rosa (Imprenta del Estado, San Salvador de Jujuy, 1991), Piedras, color y viento. Relatos de la Quebrada (1993), Relatos Quebradeños, cuentos (1996, Tekhne), Imágenes de la Quebrada, cuentos (1998, Tekhne), Por los senderos de la quebrada, poemas (1999 Tekne), Más cuentos de la mama Rosa y otros relatos quebradeños (2005, Tekhne).
“Acá en mi biblioteca tengo toda la historia de San Salvador de Jujuy desde el comienzo. Son todos libros de allá del norte que yo compraba. Esperate, mirá, ésta foto que está acá es de la presentación de un libro mío con una tilcareña. Acá otra, la presentación de otro libro; estoy con un autor tilcareño, el ‘Churqui’ Germán Choquevilca. Este cuadro –señala un cuadro de relieve con marco de chapa– le gustó a Rubén, mi marido y Juanele Ortiz se lo quería regalar. Rubén sabía que estaba en aprietos económicos y se lo compró. Rubén iba a Paraná a dar clases en la Facultad y se quedaba dos días a la semana. A Juanele le gustaba mucho charlar con mi marido y le había contado que ese cuadro lo había traído de la India. Entonces mi marido, cuando tenía algún momento de tranquilidad, luego de dar las clases, se iba a tomar unos vinitos con él. Estuvo 16 años viajando a Paraná y se hicieron muy amigos con Juanele. Se iba los lunes a la mañana temprano y volvía el martes a la noche”, cuenta Minina.
—¿Usted Minina nació en Rosario?
Sí, en calle San Luis, cerca de la estación, entre Cafferata e Iriondo. Después nos mudamos a Valparaíso y Mendoza, que fue la casa de mis abuelos. Ahí viví hasta que me puse de novia con Rubén y hasta que me casé. Fui a la escuela Normal Nº 2, Juan María Gutiérrez. Hice desde Jardín de Infantes hasta que me recibí de Maestra Normal Nacional y Bachiller. Ahí estaba de directora mi tía, María Julia Correa de Pereira y su hermana, mi otra tía que vivía en Buenos Aires, era profesora de literatura, viajera y soltera. Se iba a Chile o Uruguay para ver a los autores. Ella había formado un grupo de chicas y muchachos que participaban en obras de teatro, una se llamaba La Escena Andariega. También tuve un tío médico que fue el director de la Cruz Roja y mi abuelo, Carlos Cupertino Correas, tuvo la escribanía número uno, la primera que se constituyó en Rosario, en calle Mitre y Santa Fe.
Minina es una mujer inquieta y vivaz. Caminamos por la casa hablando en la cocina mientras prepara un café, luego en la biblioteca de don Vasconi, enseguida recuerda algún otro libro o cuadro y volvemos hacia su oficina o al living en donde nos sentamos para intentar la conversación de las cuestiones específicas. Habla sin parar y ningún tema agota porque su sentido del humor, su sonrisa fácil y su sagacidad es tan inagotable como ella misma. Cualquier pregunta puntual de la entrevista se dispara hacia otros temas que se van dispersando, pero que nunca decaen por lo entretenidos.
—¿Y a su marido, cómo lo conoció?
Nos conocimos tocando el piano. Hemos dado conciertos en el Teatro El Círculo de Rosario, en Santa Fe, en Paraná. Hacíamos dos pianos, porque en el año 1949, cuando se cumplieron los 100 años de Federico Chopin, la profesora, que era muy amiga del segundo violín de la Sinfónica, le pidió que hiciera La Polonesa Heroica a dos pianos. Y ahí fue donde Rubén hacía una parte y yo la otra. Pero Rubén dejó porque le gustaba mucho la filosofía. Llegamos a hacer el concierto de Edvard Grieg a dos pianos. Vos no sabés lo que era yo, chocha de la vida con todo lo que hacía. Comé, pibe, comé —dijo señalándome un paquete de galletitas al tiempo que apuraba el café instantáneo que había preparado mientras la acompañaba charlando en la cocina y mirábamos desde la ventana su extenso patio del barrio Parque en la cortada Coffin. Por supuesto explicando el sentido y orden de cada una de las plantas y árboles y su respectivo riego.
—Minina, usted me contó que tiene libros firmados por escritores muy famosos del siglo pasado, ¿podría contar esa historia?
—Mi tío, Horacio Enrique Correas, que escribió dos libros muy lindos que se llaman Poemas para la tierra de nadie y el otro, Más poemas, y los tengo acá —señala una zona de en los estantes altos en su biblioteca—, era hermano de mi papá, uno de los más chicos. Cuando muere mi tío, yo la veía muy sola a mi tía y la llamaba por teléfono para ver cómo andaba y en una de las veces en que la iba a visitar, a tomar el té con ella me dice: “Decime una cosa, vos que escribís tanto, ¿no querés los libros de Horacio?” Había donado muchos a la escuela Mitre, pero no se quería desprender de los que estaban dedicados. Entonces fuimos con Rubén en el auto y me traje todos los libros que ves ahí —me pide que le alcance dos de la zona de arriba de la biblioteca. Utilizo una silla de escalera y le voy alcanzando. Minina comienza a abrir uno, el más importante de tapa forrada en azul, lo abre y acaricia como si fuera su hijo: Romancero gitano, firmado por el mismísimo Federico García Lorca. Debajo de la firma, el dibujito de un vaso de cerveza hecho por el autor y la dedicación al tío Horacio nombrándolo. El otro: Isla de angustia, firmado por Rosa Wernike con fecha 01/10/1941. La lista es larga y Minina se cuestiona:— ¿Sabés lo que pasa? ¿Qué voy a hacer yo? Pienso a veces en todo esto que tengo, más los de mi marido con todos sus libros de filosofía. Nosotros hemos sido siempre muy compañeros, mi hija María Delia te puede contar que nunca encontró un matrimonio que se llevara tan bien y que nunca tuviéramos ni un sí ni un no. Teníamos sí o no, por supuesto. Eventualmente después de alguna diferencia, me llamaba y me decía: “Decime, vos me dijiste esto y yo te dije esto otro. A mí me parece que yo tengo razón”. Y entrábamos en razones y acuerdos. Otras veces tenía yo la razón y él se quedaba calladito asintiendo. Pero ahora estoy sola y mirá esta cantidad de libros.

Un vistazo alrededor de su escritorio podría dar una especie de resultado de cálculo y, teniendo en cuenta la oficina de don Rubén, en un redondeo de primera vista, esa casa debe de tener un estimativo de 5.000 libros y 30 cuadros y a lo mejor, podrían ser muchos más.

—¿Y cómo es que se inicia su entusiasmo por el norte, en qué momento de su vida usted entiende la razón y la cultura jujeña?
—Mi vida fue una vida muy dedicada a esto porque conocí Tilcara cuando me casé. Tenía calles de tierra y las collas se inclinaban en el suelo, se agachaban, hacían el chorrito y se iban. En la parte inferior de lo que es el monumento a Ambrosetti y De Benedetti, en el Pucará de Tilcara, había un pequeño departamento que había hecho la gente de Buenos Aires, los arqueólogos que trabajaban en la zona. En ese departamento nosotros pasamos nuestra luna de miel. Llevábamos una carta porque Rubén era Jefe de Trabajo Práctico de Filosofía acá, en la UNR y el profesor que estaba con él se llamaba Miguel Ángel Virasoro y estaba de director en la facultad de filosofía de Buenos Aires. Entonces nos dio una carta y nos dijo: “Ustedes vayan a verlo al señor Pereira”. Era el único farmacéutico que había en Tilcara y entonces fuimos a presentarnos. Agarramos nuestros bártulos y fuimos allá. En ese momento Tilcara no tenía más que un auto de alquiler. Cuando este señor nos abre el departamento, vimos que daba el ventanal hacia el cerro y tenía un baño y dos dormitorios. Entonces dice: “bueno les voy a dar este dormitorio para ustedes”. Y a mí se me ocurre preguntar: “¿Por qué ese dormitorio? ¿por qué no me das el otro?” Y muy sonriente este señor Pereira dice: “No, ustedes van a dormir acá y el último día que se vayan yo le voy a mostrar lo que tenemos ahí en esa pieza. Es un depósito”. Cuando a la noche nos íbamos a dormir yo decía: ¿Qué tendrán ahí? ¿Por qué tienen un depósito? Y Rubén me decía: “No te hagas la idea porque vas a tener miedo y vamos a tener que salir volando de acá”. Porque eso era soledad completa a los alrededores. Bueno, cuando llegó el día de irnos y Pereira nos abre la puerta de la otra pieza. ¡Vos no sabés lo que había! Unos fetos que habían sacado de los enterratorios. Imaginate mi cara. Nuestro viaje de bodas tenía ese propósito, traer huesos de los indios y no sabés lo fácil que era. Con un cuchillo hacíamos así (hace señas rectas con los brazos) raspábamos la tierra seca y extraíamos los frontales, la cabeza, todos los huesos. Era para el museo que estaban haciendo acá, el de Antropología de la Facultad que le habían encargado a Rubén. ¡Mirá qué viaje de bodas tuvimos! Era una maravilla porque a nosotros siempre nos gustó todo esto de la investigación y mi marido, chocho. Él murió hace cuatro años, pero hace cinco que nosotros estuvimos en Tierra Santa ¿Y por qué nos gustó ir a Tierra Santa? Porque tenés todo ahí: dónde vivía San José, en dónde la Virgen. Y vos te metés ahí abajo, en unos subsuelos y bueno, te podés imaginar lo que te estoy contando porque es lo que hicimos toda la vida y que nos gusta más que cualquier otra cosa.
—¿En qué momento es que usted se dijo bueno, yo me voy a poner a escribir y definitivamente se dedica a la escritura?
—Un día me dije acá arranco, me dedico a esto. Nunca he podido escribir con la computadora. Me iba a mi escritorio con un cuaderno, escribía un cuento; a lo mejor estaba la idea, pero no el nudo o el final. A veces venía mi marido y me decía: “¿Qué te pasa?”. “Mirá che, tengo todo el cuento, pero no sé cómo darle el final”, le contestaba. Y lo dejaba y a la noche me iba a dormir y se ve que trabajaba mi cabeza, ahora ya no, porque con mis 92 años, he pasado muchas cosas y siento que no podría hacerlo, pero me levantaba y seguía escribiendo y así pude escribir todos los libros. Yo los hacía acá en Rosario porque luego de terminados, el director del museo de Tilcara, me decía tráigalos, que después en el enero tilcareño, que eran siempre fiestas, presentábamos un libro. Cuando estaba en Tilcara me iba a la casa de doña Guanuco para que me cuente cuentos. Me contaba que, a la noche, en la parte alta del cerro, le llegaban las ánimas benditas a contarle cosas. Eso era material para mí y con eso, por ejemplo, tengo un cuento. Pero la historia del hombrecito que era muy chiquitito, era hermosa. Contaba que cuando llegaba a la zona de los campesinos, llovía por todas partes, pero en el lugar en donde él estaba, en el rancho de doña Ganuco, no llovía. Entonces venía con una canastita sólo de papas, papitas, para dejarle lo que ellos llaman papines. También tengo un cuento escrito por ella, de puño y letra y que vos no le entenderías nada de lo que escribió, pero lo guardé porque me da no sé qué, es una reliquia. Es oro puro. Ángela Guanuco murió ya, pero tengo su cuento. También solía ir a la casa del Churqui Choquevilca con quien hablábamos de literatura. Era un gran escritor y también me contaba sus historias.
—¿Usted empieza a escribir después de que nace su hija?
—No, no, empecé de soltera. Ya de soltera mi mamá guardaba un montón de mis versos. Siempre era poesía. Hasta que empecé a ir a Tílcara con Rubén. Iba al taller literario de Inés Santa Cruz y también al de Eugenio Castelli. Era primo hermano de mi mamá. Entonces él me dijo: “¿A vos no te gustaría escribir otra cosa más que no sea poesía?”. Tenía razón y en Tilcara yo tenía una fuente de inspiración. Y ahí empecé a escribir los cuentos. Pero yo tengo que tener ya formado en mi cabeza lo que voy a escribir. Después, en el comienzo sale, pero al final hay que darle, y sobre todo en la parte de la quebrada, porque es muy misteriosa. Te hablan de los duendes que había que se llaman juñuños. El juñuño, el duendecito que asusta a los chicos cuando no quieren dormir. Que va a venir el juñuño, que va a venir. Y los chicos inmediatamente se acuestan y se tapan. Después, por ejemplo, era amiga de Marcos Rosa Paz. A él le gustó mucho cuando yo escribí el primer libro, Poema para Tilcara, que no tenía título y cuando él lo lee me dice: “¿Qué nombre le va a poner?” Yo de verdad, no le había elegido un nombre, porque lo había escrito para él, como un regalo de todas mis visitas a Jujuy. No se me ocurría qué título ponerle y entonces fue que me dijo pongámosle esto y ahí quedó incluso con un prólogo comentado por él y me dijo: “Nilda, yo voy a ir a Rosario cuando usted lo presente”. Yo le dije bueno, sí, cómo no, ¿qué le voy a decir, viste? Y vino y me dijo: “a esto yo le tengo que hacer la crítica en el diario Pregón de Jujuy”. Entonces fue cuando él empezó a reseñar mis libros. Le mandaba por correo el último libro y al domingo siguiente tenía una nota. Al final publiqué ocho libros con la ayuda siempre de Marcos Paz, que fue tan bueno conmigo porque me hacía todas las ediciones y me los publicaba. Se los enviaba a San Salvador de Jujuy en donde vivía.
Divagaciones
“Yo trabajé siempre de docente. Cuando nos casamos con Rubén, había encontrado unas cátedras en una escuela en la provincia de Córdoba. Pero enseguida se abrió en la Facultad de Filosofía un cargo de jefe de trabajo práctico. Entonces él dijo: “Yo me voy a presentar”. Y le digo: “Bueno, vamos a ver, vamos a encender la vela a la virgen para que lo saque”. Yo trabajaba en la Escuela Técnica de Calle Corrientes y Santa Fe. Los pibes se recibían de Técnicos electricistas, Maestro Mayor de Obra, eso. Y Rubén se presentó con dos profesores como ayudantes de trabajo práctico porque querían ser titulares. Y lo sacó mi marido. Después tuvo ocho concursos en la Facultad de Filosofía. Después para la Revolución del ‘55, la Facultad cerró y sacó la Facultad de Ciencias de la Educación que estaba acá en Rosario y la Facultad de Filosofía lo mandó a Paraná. Y como mi marido tenía que quedarse con algo de trabajo, se fue a Paraná. Iba y volvía. Estaba dos días allá. Ahí estuvo mucho con Juanele. A veces venía y me decía: “mirá, mirá lo que te traigo”. Era un palito envuelto con un papel. Le digo; “¿Y esto qué es?” Y me contesta: “Juanele me lo quería regalar, pero yo sé que él necesita plata y se lo compré”. Le había dado 80000 pesos de esa época. Y Rubén lo quería tanto. Si hubieras conocido a mi marido, vos no sabés lo que era. Te hubieras sentado acá y te hubieras quedado hasta que amaneciera. Era pura bondad mi marido. Pura bondad”.

“¿Querés que te cuente cómo lo conocí? Él ya era filósofo cuando estudiábamos piano. Y parece que los dos tuvimos una buena conexión. Tanto, que él se tenía que ir a Villa María, porque ahí tenía la familia de la abuela paterna, y entonces me dice: ‘bueno, cuando vuelva, pensalo bien, qué sé yo, cómo nos tratamos y todo lo demás’. Y ahí empezó. El padre trabajaba en los Molinos Fénix en Venado Tuerto. Tenía un cargo alto. Vivía enfrente de los molinos donde estaban las casas de los molineros. La mamá era una maravilla y el papá era pura bondad. Él había venido a Rosario para estudiar piano y filosofía y yo estaba en cuarto año de la escuela. Tenía 16 años, hice hasta sexto, y él siguió. Cuando llegó a segundo año de la carrera de filosofía, me dijo: ‘Mirá, tengo dos carreras, pero a mí la filosofía me gusta más que el piano y lo voy a dejar’. Una de las cosas por las cuales dejé el piano, fue porque lógicamente me casé y a mi marido lo quería más que al piano. Pero a su vez había un problema en mi casa con mi hermana y sus celos. Si yo ganaba un concurso, ella se ponía muy celosa. Y muy envidiosa. Y yo hice mi vida, pero a la vez ella era como una traba. Cuando yo pienso en lo que ha sido mi vida, siento que ha sido color de rosa. Ahora lo que tengo, es el dolor del cuerpo, el dolor de la edad. Ya estoy cerca de los 93 años. El miércoles me tengo que ir a sacar una tomografía computada porque ando con dolores”.