¿Cómo sabe uno lo que va a hacer hasta que llega el momento? Es imposible.
J.D. Salinger
Ni el médico del pueblo, ni éstos del hospital, pudieron decirnos qué tiene, qué le pasa, por qué de repente se puso asÃ, de ese color, y no se despierta. Sólo fueron claros en algo: que iba a quedar en observación y que no iban a poder decirnos nada hasta la mañana siguiente.
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Y aunque no pudiera hacer nada, ni siquiera entrar o verlo, mi mujer prefirió quedarse en el hospital y yo salà a buscar un hotel donde pasar la noche.
Salà del hospital y agarré la avenida. Pasé por el frente de un hotel, después por otro, pero no entré y seguà caminando. La avenida se fue haciendo ruta. Yo caminaba por la banquina, sin ningún sentido, bordeando el lago, hasta que en un momento me detuve. Era de noche, el viento me pegaba en la cara, miré el lago y recién entonces me puse a llorar y pedà por él, por Marquitos y también por nosotros. Me quedé asÃ, mirando el lago, como cuando viajaba sólo y me quedaba mirando el mar.
Volvà por la avenida, me metà en un hotel y apenas entré a la habitación llamé a mi mujer.
— No dicen nada— dijo y cortamos.
Me senté en la cama: todo habÃa sido de repente, volvÃamos de dar una vuelta por el pueblo y mientras nosotros hablábamos en la cocina de la cabaña que alquilamos, Marcos estaba ahÃ, en el living, acostado y no se despertaba. Después el dispensario del pueblo, la sirena de la ambulancia en la ruta y el hospital. Y ahora esto: esperar. Me acosté, miré el techo, las paredes empapeladas de la habitación y sentà todo el cansancio. En la ambulancia habÃa apoyado mi mano sobre la de Alejandra, pero ella la dejó quieta o muerta como si no fuera algo suyo.
En la noche no dormà y apenas vi que un poco de luz entraba por la ventana me levanté. Bajé al comedor y mientras esperaba una taza de café, volvà a llamar. Alejandra me atendió llorando.
— El corazón— dijo y se quedó en silencio— hay que operarlo, ya consiguieron todo.
Me quedé un instante agarrado a la mesa, chiquito, dije, chiquito. Después me puse de pie, volvà a la habitación, busqué la mochila y salÃ.
Era absurdo: ellas no tenÃan por qué saber que iban a operar a mi hijo, y yo no tenÃa por qué decÃrselo, pero en el pasillo del hotel me crucé con dos chicas que me preguntaron si podÃa indicarles cómo llegar al Bosque de Piedras. Eran de Colombia, estaban viajando por una beca de estudio y querÃan aprovechar esos dÃas para conocer el sur de Argentina. Las cosas suceden juntas, todas a la vez, y mientras a un hombre le explota la casa en un barrio cualquiera, alguien pisa el césped descalzo y vuelca dos hielos en un vaso vacÃo para enfriar el trago. De vez en cuando nos salpica la sangre, o una brisa de este mar de fuego en el que brillamos y nos ahogamos todos. Y yo que caminaba apurado, me detuve un momento a indicarles qué colectivo tomar, y cómo llegar a los senderos hasta el Bosque de Piedras. Caminamos juntos por el pasillo del hotel y en el comedor les di las últimas indicaciones. En ese momento una de ellas se sentó, sacó un espejito de mano de la mochila y comenzó a pintarse los ojos. Yo me quedé de pie, mirándola. Pero no sé qué es lo que miraba, algo que estaba ahÃ: alrededor o adentro de esa chica que se pintaba los ojos mientras hablaba con su amiga en el comedor del hotel. Les deseé suerte y salÃ.
En la puerta tenÃa que tomarme un taxi, pero no lo hacÃa. Mi mujer y mi hijo estaban ahÃ, en el hospital, pero no lo hacÃa. Las chicas salieron y les indiqué el toldo exacto donde debÃan esperar el colectivo.
Después no entendÃa si realmente estaba sucediendo eso, pero sÃ: caminaba junto a ellas, hablando de Argentina, del sur de Chile, del viento y el frÃo; hasta que vino el colectivo y ellas subieron y yo también, y mientras hablábamos de los glaciares y el deshielo, saqué el teléfono del bolsillo, lo apagué y lo guardé en la mochila. El colectivo tomó la ruta y poco a poco se fue alejando de la ciudad. Antes de bajarnos supe que Laura era el nombre de la chica que se pintaba los ojos, y que la que tenÃa el pelo rizado y oscuro se llamaba MarÃa.
Bajamos del micro y empezamos a caminar. Recordaba perfectamente el camino. Recordaba todo, no me olvidaba, no era eso. Seguimos caminando hasta los senderos y a medida que avanzábamos empezamos a ver nieve. Yo iba adelante y sentà que ellas confiaban en mÃ. Al rato nos tirábamos con copos, y nos empujábamos. Seguimos caminando y empezamos a desviarnos del sendero, cruzamos una tranquera y nos metimos en una zona frondosa. Sólo escuchábamos muy a lo lejos el ruido del agua. El silencio era tan grande que parecÃa que nadie más en el mundo vivÃa. Seguimos pero no encontrábamos el lago, la tarde iba cayendo de poco y empezaron a pesarnos las piernas. Mientras caminábamos vi unas huellas sobre el piso nevado, eran grandes, demasiado, y no supe de qué animal podrÃan ser, pero nadie hizo alusión a eso y seguimos andando.
Tomamos un camino paralelo, cruzamos otra zona de árboles y ahà estaba: el lago azul, las montañas y el cielo.
Nos acercamos a un pequeño muelle de madera que habÃa a unos metros y nos sentamos en silencio. Nos quedamos asÃ, en medio de la inmensidad.
Pensé en decirles: están operando a mi hijo, pero ellas no iban a entender y me iban a preguntar cómo, cuándo, yo les iba a decir ahora, pero ellas me iban a mirar y me iban a preguntar qué estaba haciendo ahà y yo no iba a saber que decir y no dije nada.
Detrás de los árboles apareció un perro grande y blanco que se acercó despacio y se acostó. MarÃa empezó a acariciarlo y todos seguimos asÃ, callados. Laura miraba el paisaje, estaba como ida, al rato fue la que habló:
— ¿Ustedes se enamoraron de verdad? — dijo —, yo me di cuenta que nunca me enamoré de verdad, que nunca vivà cosas fuertes.
Y nos quedamos los tres asÃ, frente al agua, otra vez en silencio. El perro se acercó al lago y empezó a beber, y mientras agachaba la cabeza y bebÃa el agua trasparente del lago, la miré y sentà que todo estaba abierto, abierto como el cielo, que todo era posible y que nada también.
Pero la tarde caÃa definitivamente y yo tenÃa que volver. Me puse de pie, las vi de espaldas sentadas frente al lago: eran hermosas y sentà que de alguna manera yo también era algo bueno estando con ellas en ese lugar. Cada cual tiene su vida y eso no se puede cambiar, parece algo simple, algo tonto. Les dije que tenÃa que irme y también les dije que nunca iba a olvidarlas, que pase lo que pase, nunca iba a olvidarlas.
MarÃa se puso de pie y me abrazó, Laura también, la mire a los ojos, pero fue sólo un instante y no dijimos más nada.