No recuerdo cuándo aprendí a nadar. Así de simple. Esto que podría ser un detalle menor en la biografía de cualquier otra persona, no lo es para mí que practico la natación a diario, de forma ininterrumpida desde hace más de 10 años y que repito, frente a quien quiera escuchar, que el tiempo que paso en el agua fría cada semana me cambió la vida o, al menos, me la hace mucho más soportable que cuando no había adoptado este hábito. Todos los días, sin importar el frío, la nieve, las responsabilidades administrativas o las clases que tengo que enseñar, cargo en mi mochila la malla, las antiparras, la toalla y las ojotas. Salgo para el campus con tiempo suficiente y voy directo al estacionamiento del natatorio. Me cambia el humor si no consigo lugar ahí ya que sé que voy a perder tiempo de natación al tener que dejar el auto en otro lugar más alejado. No es lo mismo caminar que nadar. Antes, mucho antes que todo lo demás está mi hora de natación. Mi hora solo en mí y que los demás bufen en la orilla que yo no los puedo escuchar. Soy una persona que posee el nivel de egoísmo justo para disfrutar una activad que no requiere la presencia de otro, ni su aprobación y mucho menos su palabra. La natación me protege en su falso silencio, quizás sería mejor decir que me envuelve en su murmullo líquido donde todo llega amortiguado y con retardo, como si no tuviera ya importancia, como si se hiciera mucho más palpable la inutilidad de querer cambiar las cosas. Y es quizás por eso que me siento un farsante cuando en una conversación informal, y luego de hacer un elogio pretendidamente erudito del arte de nadar —en el que detallo su historia, sus virtudes, sus transformaciones y sus ventajas— alguien, digamos apenas un conocido, me pregunta cuándo fue que aprendí a nadar y yo me quedo en silencio unos segundos, antes de contarle una historia bastante imprecisa y general, una historia falsa por donde se la mire. Le miento a mi interlocutor, y me aprovecho de que estas conversaciones casuales son casi siempre en inglés para disimular a través de un supuesto olvido del léxico o una impropiedad gramatical mi completo desconocimiento acerca del día en que pude por fin dominar el arte de no irme hacia el fondo y no salir nunca más.
Oliver Sacks, a quién le gustaba escribir sobre el funcionamiento del cerebro y la memoria fue, además de un neurólogo brillante, un gran nadador. En un breve ensayo titulado “Water Babies” cuenta que el gusto por la natación lo heredó de su padre, campeón de nado en la Isla de Wight en Gran Bretaña, un hombre clásico, rústico y tranquilo, médico también, que lo llevó a conocer las lagunas de Hampstead Heath en Londres por primera vez cuando Oliver era apenas un bebé, y en el agua le soltó las manos para notar de inmediato que su hijo de semanas nadaba de forma independiente. Sacks sostiene que como resultado de esta situación singular él nunca necesitó aprender a nadar ya que el contacto con el agua pasó a ser una extensión más de su experiencia en el mundo. No se anima a declarar que los humanos nadan de forma instintiva (aunque lo sugiere en otros lugares cuando habla de los habitantes de la Micronesia y sus habilidades acuáticas) y es probable que no lo haga por esa confianza que Sacks tenía en la adquisición del conocimiento como forma de superación y transformación de la especie. Negar que a nadar también se aprende parecería ir en contra de su optimismo científico. Es por eso que en el mismo ensayo confiesa que esta ventaja que tuvo al nadar de forma natural lo privó de un elemento clave en lo que podría llamarse su retrato del artista como nadador joven —el médico inglés cuenta, viviendo ya en New York y con algo de melancolía, que no posee un solo recuerdo de cuándo ni cómo aprendió a nadar. Es más, llega a afirmar que, luego de revisar atento su memoria, cree que jamás recibió instrucciones de nadie en lo que respecta al aprendizaje de esta disciplina. Sí recuerda que, durante los veranos y con solo 4 años, comenzó a acompañar a su padre a la playa y lo veía adentrarse en el mar con el ritmo lento y preciso de su crawl. Su padre se metía al agua sin dirigirle la palabra, sin darle ninguna explicación, avanzaba sin saber dónde estaba su hijo. Ante la indiferencia del adulto que ya nadaba más allá de la primera rompiente, el niño Sacks lo seguía hacia lo profundo y en el trayecto imitaba las acciones de su padre, movía los brazos y las piernas tratando de remedar la forma de nadar que el hombre adoptaba en cada tramo, subiendo y bajando de acuerdo al humor de las olas. Sacks escribe que adquirió su competencia en los diferentes estilos de natación solo mirando a ese hombre alto, pesado y torpe fuera del agua, que, cuando nadaba en silencio delante suyo, se movía con la agilidad de un delfín. Se podría decir que Sacks aprendió a nadar mirando ya que no podía perder de vista la figura del padre, no tanto por temor a ahogarse o sentirse solo en el crudo movimiento del mar, sino porque necesitaba observar las maniobras para poder reproducirlas con su propio cuerpo, repetirlas a escala infantil, en miniatura, como él confiesa, adaptando las brazadas de un hombre experimentado al tanteo primerizo del chico. Para el neurólogo inglés, la natación será siempre una actividad liberadora, extática, una pasión personal que va a dominar las diferentes etapas y órdenes de su vida ya que el fluir del nado le permitirá pensar con mayor rigor y creatividad. Sacks cuenta que en los lagos helados del interior del estado de Nueva York se le ocurrieron sus mejores ideas científicas y que mientras nadaba tomaba apuntes mentales para su próximo libro. Al salir, corría hacia el lugar donde había dejado sus cosas y en una libreta maltrecha escribía en la página dejando siempre marcas de agua en el papel. La natación será la única actividad que no abandonará hasta el día de su muerte.
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A diferencia de Sacks, mi padre no conoció el mar hasta su edad adulta, y a pesar de haber vivido siempre cerca de grandes masas de agua, nunca pensó que fuera necesario aprender ni enseñar a nadar. Tampoco tuvo la extraña idea de llevarme al río siendo bebé. Es quizás por eso que, por más que yo busque en mi memoria instantes similares, las únicas escenas que saltan, sin orden ni concierto, me muestran ya en el agua sin miedo, con un mayor o menor dominio del estilo, casi siempre solo, a flote y con confianza, sin miedo dije antes, sin siquiera la ansiedad de imaginarme en peligro. Estoy en el agua porque quiero y porque sé cómo estar acá. Hay algo propio, privado y quizás íntimo que parece contradecir, a simple vista, la exterioridad de estar nadando ya que casi siempre lo hacemos en lugares públicos con gente cerca que aprovecha su tiempo libre para descansar o entretenerse al sol. En mis recuerdos en el agua ya no necesito de una mano adulta que me lleve, o mantener una distancia prudente con el pontón de madera, y mucho menos la ridiculez inflable de un chaleco salvavidas color naranja alrededor de mi cuerpo. Nada de eso está ahí. Con mis pies y mis brazos puedo solo en el agua. No me veo en el pasado de otro modo que no sea a flote y desplazándome con placer, destreza y sin ansiedad en la superficie. Esto no quiere decir que cada recuerdo que tengo nadando sea uno plácido, feliz, o gozoso. Reconozco escenas de angustia o ansiedad. El día que supe que mi madre tenía una enfermedad terminal me sorprendió en el agua una tormenta histórica de un septiembre sobre el río Paraná, y fueron tan fuertes las ráfagas de viento que las olas marrones me aturdían con cada golpe, y como me impidieron avanzar hasta la canoa con la que había llegado, tuve que nadar hasta la orilla de la isla para protegerme, y esperar que la corriente no se llevara mi embarcación. También me encuentro en un anochecer que, en el mismo río y por impericia o estupidez juvenil, caí al agua desde un kayak del lado de la costa de Rosario y lo único que podía ver eran las luces del puerto inmenso con sus barcos anclados. Las luces y las naves también parecían flotar hacia mí. Había ahí, quién lo duda, miedo y angustia, pero lo que generaba ese efecto en el pecho venía de fuera del agua. Yo estaba ahí y nadaba, sufría, sin duda alguna, por algo que en ese momento era crucial para mi existencia, pero en el agua estaba el movimiento imperceptible de las manos, el giro acompasado de las piernas, y la respiración apenas esforzada. Esas tres cosas formaban una unidad de manera automática, como una coraza que me protegía o me distraía de lo otro.
La pregunta que me hago seguido es si es posible recordar el momento exacto donde uno toma conciencia de que está aprendiendo a nadar y que ya no podrá meterse al agua como hasta ese momento. Necesito saber cómo recuperar el tiempo anterior a este presente donde lo que domina mi relación con el agua es el nado y la pericia. Pero después de traer más imágenes y recuerdos a escena, no logro avanzar un metro. Me pongo a pensar en actividades similares que también practiqué y que modelaron la forma en que vivo ahora. La bicicleta es la primera que se me viene a la cabeza. Encuentro una secuencia de recuerdos mucho más estructurada donde el aprendizaje se da de forma progresiva, desde el no saber hasta el dominio de esta técnica, una línea que va del punto A hasta el punto en dos ruedas. Sé que practicaba en la calle de mi casa natal, de noche porque a esa hora ya casi no pasaban autos. Yo era un niño de 10 años, chico aún pero ya bastante mayor, bastante alto quería decir, para andar con rueditas y sé que la vergüenza que sentía al subirme a ese esperpento enano de rayos y cubiertas tenía más que ver con un hecho estético que con el orgullo de poseer un talento nuevo. Ver a los demás amigos moverse en bicicletas sin ayuda fue lo que me hizo querer liberarme de la tiranía de las ruedas pequeñas. Pedirle a mi padre ayuda fue el primer paso. Estoy entonces de noche en esa calle donde nací, junto a mi padre que se pone a la par primero y luego se ubica detrás, apoya su mano izquierda en el asiento mientras yo pedaleo y mantengo con un poco de miedo un equilibrio que parece temblar. No sé cuándo su mano ya no me está sosteniendo, solo sé que pedaleo y avanzo, escucho, seguramente, alguna palabra de aliento dichas por él, dos o tres aplausos, quizás burlones pero honestos, desde la vereda, no está ya mi padre cerca porque no escucho su respiración, el manubrio un poco se descompone entre mis manos y ya puedo seguir en línea recta, doblo, paro y reinicio. De una punta a la otra de la cuadra, varias veces. Debo haber disimulado la sonrisa antes de irme a dormir esa noche.
Pero no me pasa lo mismo con la natación. Es siempre un antes y un después, nunca un durante. Hay dos recuerdos que organizan este vínculo. Del primero es imposible de comprobar su veracidad porque formó parte de un léxico familiar que, al haber sido contado tantas veces, terminé adoptándolo como propio. Pero no es mi palabra ni mi acento. El que le sigue sí es mucho más preciso, más vivido me atrevería a escribir si no me diera tanta vergüenza recurrir a esta distinción en la que no creo ni predico.
Tiene tres años y es de mañana. Está en la pileta del club Náutico Sportivo Avellaneda, una pileta de 50 metros de largo a la que nadie llama olímpica (aunque por sus dimensiones sí merecía ese adjetivo) sino simplemente la grande. Sentado con los pies en el agua, el niño mira hacia la parte más profunda, está junto a lo que llaman conejeras que son en realidad esas plataformas de cemento desde donde los nadadores profesionales se lanzan al agua en las competiciones. Cuando apoya la mano en el suelo siente el calor de enero. Hay por lo menos cuatro metros entre el fondo de la pileta y la superficie del agua. A su lado, de pie, está su madre que no sabe nadar y lleva puesta, quizás para mantener la salvaje liturgia del verano, una malla enteriza negra. En el agua flota su tío, un hombre petiso, gordo, gritón, de trato brusco que no modifica ni siquiera cuando está por jugar con su sobrino más pequeño. Le grita, desde la parte honda, le grita mucho y le dice que no tenga miedo, que se meta de una buena vez al agua. El niño no tiene temor al agua, pero la voz del adulto no lo tranquiliza, ya que a veces las bromas pueden ser pesadas y terminan con él en llanto, con los brazos de su madre que se acercan para tratar de consolarlo mientras algún primo o prima ríe por detrás. Hoy no va a pasar eso porque los dos saben a qué juegan, los dos conocen el límite de esa soga que ambos tensan en el comienzo del verano, en una pileta llena, en un club que se despierta. El chico debe arrojarse al agua a la cuenta de tres. Se pone de pie y apoya un brazo en el cemento de la conejera, escucha la voz de su madre, “1” que comienza el conteo pero no la mira, clava sus ojos en el agua y lo sorprende el efecto que esta hace cuando el sol le da a pleno, “2” y ahora ve a su tío alejándose del borde de la pileta, metiéndose un poco más adentro para dejarle el lugar por dónde él deberá caer, “3” las piernas las flexiona con torpeza, da el salto, ya está en el aire, cae hacia el agua, va a romper la superficie pulida por el verano y el calor, comienza a irse hacia abajo sin temor, sin nadie que lo contenga, sin nadie que se asuste por lo que le pueda pasar. A partir de ahí el descenso en el agua será de él solo, pero no puede contarlo ya que cierra los ojos y serán los otros, el tío gritón en el agua más precisamente el que ordenará los hechos cuando salgan, les dará una retórica propia, llena de ripios y digresiones sencillas pero efectivas. Hay dos detalles siempre en el relato que ayudan a que esta historia se mantenga en mi memoria. Debajo del agua el rostro del niño es severo, tiene la boca algo fruncida y la nariz está inmóvil como si ya no perteneciera a un ser vivo. Todo lo que hace ahí tiene como único afán mantener el agua fuera de sus pulmones; pero esto contrasta con una pequeña sonrisa que se dibuja a medida que cae, y son ahora apenas los labios que ceden un poco y por la comisura salen no más de dos o tres burbujas que, mucho más rápidas que el cuerpo, suben hacia lo alto mientras el niño sigue en viaje hacia lo profundo. En ese irse cayendo sin miedo, sin temor, sin dos manos que vengan al rescate hay una clave que explica este primer momento en el agua, una clave donde no saber nadar es lo que permite el disfrute pleno. No habrá, él lo sabe, manos maternas que vayan a cuidarlo, sino que sentirá, no las verá, de golpe, las pesadas manotas de su tío que cumplirá el rol de interrumpir la sensación placentera de seguir bajando en el agua, para llevarlo otra vez hasta la zona del aire. Y quizás desde ahí recomenzar.
El segundo recuerdo es en el mismo lugar, la pileta del club Náutico, y como me pertenece puedo contarlo desde mi perspectiva. Tengo 11 años y sé nadar. Pero, dicen, necesito aprender un estilo. Es por eso que en verano voy a las clases de natación temprano por la mañana. A las 9:00 am. La clase que me asignaron se llama “Perfeccionamiento” y está diseñada para los que ya nadamos pero no tan bien como los otros chicos, los que compiten y forman parte del equipo oficial de natación. Somos un grupo particular, varones y mujeres mezclados, de diferentes edades, casi todos usamos las mismas chancletas, las de tres tiras, pero las antiparras son distintas, representan más el carácter de cada nadador o la ausencia del mismo. Tenemos una profesora que no va a mojarse. Casi toda la hora la pasamos fuera del agua y eso es algo que me parece ridículo. Apenas empezamos, nos sientan en el borde de la pileta y con los pies hundidos en el agua practicamos la patada, con nuestras manos tensas aferradas al piso, vemos crecer la espuma al mismo tiempo que se empiezan a borrar nuestras pantorrillas. Pateamos mucho tiempo en la misma posición y no es raro ver a alguien llorar en silencio por la simple razón de estar cansado. Luego de esto ensayamos también fuera de la pileta los movimientos de la brazada que se necesita para poder nadar crawl. Los brazos dibujan en el aire semicírculos imaginarios; el secreto está en la posición de las palmas de las manos que invertidas de su forma natural parecen canastitas sacando el agua inventada detrás de nuestra espalda como si estuviéramos tratando de salvar un barco que se hunde. Todas esas pequeñas técnicas secas se me presentan aburridas, monótonas, estúpidas, carentes de todo sentido. Formar parte de un círculo de chicos haciendo estos movimientos que solo tienen sentido en el agua me desanima porque esto no es lo que yo pensaba era nadar. Ver a todo el grupo fuera de lugar bajo el mando de una profesora que habla en tono militar no se parece en nada al recuerdo líquido con mi tío, la parte honda y la sonrisa. No sé en qué agua me estoy bañando ahora, tampoco sé el objetivo de tanto esfuerzo porque, a fin de cuentas, ya sé nadar y no creo que vaya a convertirme nunca en un nadador profesional. De todas maneras, tengo que seguir la clase. Cuando nos toca ir al agua ya estoy cansado, me duelen las piernas y tengo los músculos de los brazos tensos de tanto repetir los movimientos. Pero ahora más que nunca debemos obedecer las órdenes que nos dicta la maestra de natación de pelo corto y una voz potente que usaba poco porque prefería silbar acercando los dedos a la boca. El sonido que salía de ella era metálico, irreal para la boca que yo pensaba tenían las maestras de cualquier tipo. Recuerdo de ella una piel bronceada y una malla azul de una sola pieza con las siglas del club.
La escena sigue con ella parándose al borde de la pileta. Nos dice, una sola vez, qué es lo que debemos hacer en el agua. Vamos a nadar crawl usando un solo andarivel. El objetivo es completar diez largos antes de que termine la clase. 500 metros. Medio kilómetro de agua pienso solo, en silencio y me cuesta creer que puedo hacerlo. Tenemos que nadar uno detrás del otro. Ella nos va a mirar desde arriba, va a seguir nuestra trayectoria caminando por el borde y va a terminar su recorrido en lo más alto de un puente que divide la pileta de los adultos de la de los niños. Desde allí nos evaluará la forma en que nos movemos en el agua. Todos nadamos como podemos. Tengo compañeros que alcanzan una velocidad que me sorprende, los veo volver cuando yo aún no he alcanzado la mitad del largo. Yo noto que en comparación nado particularmente mal o quizás no sea tan malo mi estilo pero no puedo lograr nadar con rapidez. No tengo dudas de que puedo estar en el agua por más tiempo que ellos sin quejarme, que puedo hundirme y bucear, tocar el fondo con las manos y hasta aventurarme en busca de la rejilla (toda pileta grande tiene una rejilla que es como el Santo Grial de los nadadores niños) y volver a salir sin agitarme. También sé que si respiro hondo puedo cruzar la pileta de lado a lado sin necesidad de respirar. Pero al momento de traducir toda esa alegría en un estilo o método disciplinado, los resultados no son los mejores. Sé dar la brazada y pateo con la fuerza necesaria para avanzar pero no puedo mantener mi cuerpo recto. Hago zigzag todo el tiempo. Me muevo de derecha a izquierda como una anguila en un charco de barro. Por más fuerza con que me impulse no logro avanzar con velocidad porque pierdo la energía en el movimiento lateral. No me hundo y podría estar haciendo esto todo el día. Pero tampoco podría romper un récord en pileta olímpica. Sigo detrás de la espuma que hace el compañero que nada delante de mí. Tengo que llegar al otro extremo y volver. Según mis cálculos, esta será la última pileta que debo completar. La clase termina ahí una vez que yo regrese a la parte profunda donde empecé a disfrutar el agua en las manos de mi tío. Doy la brazada inicial de mi vuelta y siento algo que me golpea la frente, no me lastima ni me duele, pero me sorprende el golpe seco en un lugar inesperado. Me detengo, saco la cabeza fuera del agua, como no hago pie floto gracias al movimiento de mis piernas, y delante de mí veo una chancleta de goma negra también como yo flotando. Siento el sonido del silbido. Giro y la veo, allí arriba, imponente para un niño con antiparras y el reflejo del sol dándole de frente, la maestra de natación sobre el puente hace señas con sus manos. Primero junta las palmas y las mueve hacia delante en línea recta. Con la cabeza aprueba. Luego repite el gesto de las palmas pero una vez juntas las lanza hacia los costados, moviéndolas como un tirabuzón o algo más ridículo, algo impropio, descalabrado y sin balance. Su boca también hace una mueca irónica. No entiende cómo puedo nadar tan mal, zigzagueando en el agua. El pie izquierdo de la maestra está descalzo y no lo apoya en la superficie del puente, sino que lo guarda detrás de la pantorrilla de la pierna derecha, haciendo equilibrio, como si estuviera jugando y evitara apoyar la planta del pie sobre lava ardiente. Termina de explicar por medio de más señas mis problemas en el agua y me pide que antes de seguir le acerque la chancleta al borde de la pileta. La chancleta que me lanzó a la cabeza unos minutos antes para captar mi atención. Nado hacia donde está ella sin un estilo definido y le acerco su calzado. Lo dejo sobre el borde y de inmediato ella se lo calza. Vuelvo al centro y ahí empiezo otra vez a nadar honrando los costados a los que siempre vuelvo, al zigzag, al avanzar sin sentido en el agua, buscando quizás en esa forma incoherente de desplazarme algo del placer, del gozo, algo de la cara del niño que con los ojos cerrados sigue bajando hacia el fondo sin saber nadar. Quizás para reencontrarlo deba seguir nadando.