Jugar el rugby en mi familia es maomeno tradición adquirida de ascendentes de clase, digamos. De chico jugué un rato por –llamémosle– caprichos ajenos. Soporté pactos de masculinidad más de lo que elijo sostenerles ahora en cualquier contexto.

No era tan malo jugando, o en realidad cada tanto hacia una muy buena hazaña. ¡Ay, pobre, al que castigaba con algún lujito! Enseguida lo atendían los demás varones: había perdido como 2 o 3 puntos en el ranking de virilidad, este espécimen raro y tierno le pegaba un baile. Enseguida el clima se volvía hostil para mí, pagaba con creces haberlo humillado frente al escenario público de la machitud. Cobraría por un tiempo ese odio en la escuela o en la calle, el problema grande era cruzarlos en el boliche, porque el alcohol.

En el deporte que yo era bueno era el hockey, bueno de verdad: trofeos y medallas, seleccionados locales, etcétera. Todo bien, ahí podía lucirme, me dejaban porque el hockey es más de nenas. El problema llegaba cuando ellos, los rugbiers, se sumaban a un partido: siempre un poquito ridiculizando y sexualizando las poses, los movimientos. Lo primitivo del manual de masculino clásico.

La clase que les pegaba era gede, y aunque en sus códigos el hockey es femenino, gambetear y hacer cañitos es de ellos siempre; un yerro que de nuevo pagaría con escupitajos, golpes, violencias simbólicas y verbales todas, etcéteras. Pero ahí iba yo, con la bocha atada al palo y no me dolía nada, sólo errarle al arco.

En el patriarcado decodifican el mundo así, si algo les suma (así sea cruel y despiadado) lo harán ante los ojos de otros varones más ascendidos, para legitimarse. Si algo les resta, tratarán de revertirlo con un rito de pacto masculino, porque el privilegio de estar arriba en la pirámide de la corporación machista los desespera. Negaron la humanidad para pertenecer, y necesitan del poder viril para no sentirse vacíos. No es el rugby pero sí es el rugby, hay células instituyentes de la masculinidad hegemónica y el rugby es una muy fuerte.

Hoy mientras escribo esto tengo casi 30 y un collar de perlas puesto. Soy anfibio, muchos hombres me reciben por la puerta y después me encuentran foráneo; un troyano; un abyecto; un desertor. Entonces en el 2020 cuando salgo a cuartetear vestido de rosa y muevo la melena, de nuevo estoy rompiendo la norma y ahí los puedo detectar con sus miradas policivas, furiosas, estranguladoras. Sus fisionomías son siempre muy parecidas: erguidos, fibrosos, varoncitos bien formados, dominantes, resentidos. Si me agarran lúcido sé desafiar con gestos muy luminosos, otras veces la coerción empieza a actuar pero rápidamente me la puedo quitar: porque tengo la suerte de haber podido construir herramientas para salvarme, aunque siempre el miedo de desatar la furia queda, como memoria vivida por mí o por otrxs.

Quiero que todo lo rugbier que existe adentro de esos cuerpos educados en musculación, obediencia y crueldad, muera, menos el deporte. Yo sé, porque los veo, que en el baño se chistean tocándose los pitos, otras veces ya no es juego sino erotismo, y podríamos bancarlos en esa chicos, pero no lo hacen por goce: lo hacen porque aman más el falo que el cerebro, un bíceps más que un corazón.

Todxs conocemos gente rugbier que podríamos o querríamos asegurar que escapan del mandato de su corporación, necesitamos hablarles y necesitamos que hablen: que sepan que no tienen que proteger a nadie. Que cuando no sean cómplices van a poder habitar un cuerpo más liviano, van a descubrir lo hermoso de poder actuar con suavidad, van a estar deshaciéndose de mucha de la angustia que sienten hoy y las enfermedades que les generará mañana, porque la masculinidad se va a volver todavía más triste y espesa.

Y si no lo comprenden desde ahí, sepan que cae sobre ustedes el error de sostener una sociedad del odio, que violenta, que maltrata, que corrompe y todos los días asesina a alguien que no es varón, y obediente, como ustedes.

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Sobre el autor:

Acerca de Joaquín Gómez Hernández

Nacido en 1990 en la Base Naval de Puerto Belgrano y criado en la isla de Tierra del Fuego, Joaquín Gómez Hernández es artista y se recibió de arquitecto en la Universidad Nacional de Rosario a los 25 años. Sus intereses artísticos construyen una forma de trabajo desarticulada, con variaciones de escala y lenguajes. Las […]

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