Nuestra lengua alberga un tesoro, un valor que pasa desapercibido y que va de la mano con la ignorancia respecto de nuestro territorio y de las culturas indígenas preexistentes a la invasión y conquista. Cuando el rokshe (el hombre blanco en lengua Qom) llegó a América, encontró una tierra que no sólo estaba poblada sino nombrada y, justamente, “América” no era su nombre.

Había muchísimas lenguas que reverberaban y relataban el mundo[1]. Por ejemplo, el hermoso río a la vera del cual se despereza nuestra ciudad cada mañana ya tenía nombre; en lengua tupí guaraní “Paraná” quiere decir pariente del mar. El mismo río confluye y recibe un nombre extractivista, Río de La Plata.

La lengua exótica del rokshe prendió en el continente como una planta invasora, proliferó y prolifera, pero sus frutos producen semillas ligadas a la tierra, que contienen información ancestral. Nuestro “rioplatense” revela influencias indígenas fundamentalmente de tres lenguas: el quechua, el guaraní y el mapudungun.

Cuando tomamos un taxi y decimos “Ayacucho y 3 de Febrero, por favor” no solo nos dirigimos a la intersección de dos batallas (la del 9 de diciembre que liberó al Perú de España, se desarrolló en la ciudad de Huamanga y que Bolívar rebautizó Ayacucho; y la batalla, más local, de San Lorenzo, en la que San Martín hizo retroceder al ejército realista español) sino que además, en uno de los vocablos hay una voz ancestral que se expresa, porque Ayacucho en lengua quechua quiere decir rincón de los muertos.

Entonces cuando nos subimos al taxi en realidad decimos “rincón de los muertos y 3 de febrero, por favor” Ni hablar si cambiamos de opinión y nos dirigimos a Ayacucho e Ituzaingó. Ahí la intersección es entre dos lenguas, el quechua y el guaraní: el rincón de los muertos y un salto de agua.

Y esto pasa todo el tiempo en nuestra vida y en nuestra lengua. Cuando es verano y usamos ojotas y vinchas son voces ancestrales quechua que se expresan desde el fondo de la tierra: ushuta y wincha; cuando el puré nos sale chirle o chirli; cuando vamos a Bariloche a orillas del Nahuel Huapi y dormimos en carpa en vez de tienda, cuando plantamos achiras y no cannas; cuando vamos a la cancha y no al estadio (estamos yendo en realidad a un recinto donde los Incas realizaban ceremonias, deportes o espectáculos); cuando decimos que sobró un pucho, o cuando nos dan algo de yapa, cuando sentimos un chucho de frío, cuando nos gusta un morocho y no un moreno, cuando algo nos hace sentir chochos.

Cuando en invierno comemos un guiso con porotos y no con frijoles, o el locro en las fiestas patrias; cuando en verano vamos a la costa, a Mar de Ajó, por ejemplo, o Mar del Tuyú y en la playa comemos un choclo en vez de una mazorca… Cuando mamucha y papucho deciden quedarse en la camucha tomando unos matesuchos, toda esa extraña escena costumbrista sucede gracias a un diminutivo quechua, no español.

Cuando terminamos la noche tomando algo en un sucucho, cuando decimos que alguien es un guacho o un opa, o cuando en los asados del domingo hay achuras (del guaraní achúray, repartir) como chinchulines (del quechua chunchu, intestinos); cuando tomamos sopa de zapallo, o le ponemos yuyos al mate; cuando nos miramos el pupo y no el ombligo, cuando algún creyente le reza a la Virgen de Itatí (piedra blanca) o a Ceferino Namuncurá, cuando visitamos a nuestro primo en Carcarañá (carancho diablo) o cuando nos vamos de viaje a Tilcara (cuero de animal arisco) y Purmamarca (ciudad del desierto) y vemos vicuñas, guanacos y quirquinchos. Y si el quirquincho, así nombrado en quechua, está en Corrientes será nombrado tatú, en guaraní, y si está en Neuquén será un piche, en mapudungun.

Y, para finalizar pero no agotar el tema, está la palabra que usamos al menos una vez al día: el vocativo che. Hay dos hipótesis etimológicas. Según una, su origen es mapudungun: che significa gente (mapuche por ejemplo quiere decir “gente de la tierra”). Según la otra, su origen es guaraní: che es el posesivo de la primera persona del singular, (los guaraníes decían che señor, chamigo, es decir, mí señor, mi amigo). Estas hipótesis no se excluyen, se encuentran, se dan la mano en un territorio común y se funden en el origen del tiempo.

 

[1] Una somera enumeración de las lenguas indígenas preexistentes a la llegada del rokshe: el conjunto de lenguas Tupí-guaraní (desde Brasil hasta Argentina por el Este) que se relacionan con las lenguas Yê (de la Amazonía) y las lenguas Caribe (norte de Brasil, Venezuela y Caribe); las lenguas Quechua y Aimara (noroeste de Argentina, Bolivia, Perú, Ecuador y Colombia); las lenguas Mataco-guaicurú como el Qom, Moqoit, Wichí entre otras (centro y noreste de Argentina, y Paraguay); lenguas Mapudungun, Gününa Yajüch, Chon y Chedungun (Patagonia argentina y chilena); lenguas Kawésqar, Yagán y Ona (en Tierra del Fuego); y las lenguas extintas posteriores a la conquista y genocidio: Selknam, Abipón, Cacán, Mbayá y Chané.
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Acerca de Agustín González

Agustín González nació en Rosario en 1983. Es psicólogo, jardinero y escritor.  Este año presentó La película de Corazón (Danke), una novela que completa la saga de la gata escritora que –ya consagrada por la publicación de libros anteriores: El libro de cuentos de Corazón (Danke, 2014) y la Novela histórica de Corazón (Danke, 2016)– ahora protagoniza su propia […]

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