Arranco aclarando que yo de discapacidades no sé mucho, quiero decir, que no las sé abordar desde ninguna de las disciplinas que supuestamente las determinan (medicina, psicología, pedagogía, derecho). Yo nomás soy profe de literatura y escritora, y bueno, y ciega también. En cualquier caso soy sujeto de enunciación y puedo decir que al respecto de las discapacidades he percibido a lo largo de la vida un cúmulo de discursos disfrazados de buenas intenciones, cuyo menester (Foucault mediante) me parece que ha sido la domesticación, la castración, la rehabilitación, la discriminación, la moralización, la ejemplificación y, en definitiva, todo formas de convertir a la gente en símbolo útil a determinados poderes sobre qué cosa sea la vida y cómo debe vivirse. Esos poderes están gobernando ahora este país, sin ir más lejos. Quienes te prometen incluirte es porque ya te intentaron excluir, y me parece de sentido común entender en cambio que acá, en este mundo, tods estamos incluids desde el vamos, y también de paso que ese «desde el vamos” no es el cigoto sino el nacimiento.

Desde que me parió mi madre estoy acá. Y ser rara por el hecho de ser ciega, porque hay menos ciegos que videntes, ser rara –digo– no implica que nadie tenga que incluirme. Con que no me excluyan basta y sobra. La anomalía es la vida, “lo que es capaz de error” y posible de desvío  (Foucault de nuevo). Lo anómalo, según Deleuze (y yo le creo), es lo que se opone a lo normal y lo normal está marcado por lo normativo. Hay dos afirmaciones que parecen contraponerse pero que son ciertas al mismo tiempo: Todo el mundo quiere ser normal / Nadie quiere ser normal.

Toda la literatura se ocupa de desarrollar esa paradoja, y tanto más la literatura dirigida a las infancias y a las adolescencias, porque es probablemente en esos períodos de la vida donde una quiere ser más normal y menos normal que nunca, todo para que te quieran y te den bola, obviamente. Ni hay un mundo a la medida de nadie ni nadie está a la medida del mundo. La discapacidad es un invento del poder para confundir lo anómalo con lo enfermo y para estandarizar a las poblaciones. Lo mismo se habla de la inseguridad como de la inclusión. El tema siempre es el otro y que el otro no tome la palabra y mucho menos las riendas, ni el otro ni la otra ni las otras, es decir las mujeres claro.

La fábula del buen discapacitadito, que a pesar de su retraso mental hace lindas artesanías, o que gracias a no ver tiene una sensibilidad profundísima, no ha hecho más que negar las individualidades en pos de la buena conciencia, que es desde luego la peor de las conciencias. Ahora bien, ¿qué se hace y o qué se ha hecho en la literatura con todo esto? Esa fue una de las preguntas que originaron mi seminario Las rutas de lo anómalo: discapacidades en la literatura infantil y juvenil. Yo les dije: no tengo respuestas, siempre hay que desconfiar de las respuestas, por las personas con discapacidad siempre acaba respondiendo alguien, que habla por ellas, en su nombre, queriendo pero por supuesto lo mejor para ellas. ¡Faltaría más! Y sí, faltaría mucho más.

En literatura infantil clásica tenemos de todo: el muñeco de madera que si se porta bien se convertirá en un chico de verdad (Pinocho y la fábula de la rehabilitación), el patito rechazado por diferente hasta que encuentra su lugar en el mundo que era entre los guapos (profecía anderseniana del neoliberalismo), enanitos que no tienen deseo erótico ni pierden el diminutivo a través de los siglos (acá en Rosario tenemos un par de ejemplitos de esto de la discapacidad y el diminutivo que sobra aclarar que está ahí para disminuir).

Igual también hay malos recopados a los que le falta una mano (el Capitán Garfio), hay una sirena a la que se le ocurre la idea de que un hombre pueda enamorarse de ella y por él pierde la voz y como es muda no hay caso (Disney contó otra historia más apaciguadora).

En la literatura infantil y juvenil contemporánea también hay un poco de todo, pero el “gracias a” y el “a pesar de” siguen ganando, no por knock out pero sí por puntos. Desafíos para el siglo XXI: o la propuesta de Sussy Shock, “Reivindico mi derecho a ser un monstruo y que otros sean lo normal”, o que la discapacidad en sí misma, como si fuera algo en sí misma, deje de centralizar las tramas y pase a un segundo plano, es decir, que las historias no vayan de eso y que por lo tanto de una vez por todas alguien con diversidad funcional adquiera relevancia por cualquier otra cosa y no por esa.

Termino con una anécdota jugosa que en cierto momento de la vida me convirtió en fenómeno de circo. Lo bueno en verdad es que me convertí yo solita sin mediación ni explotación de nadie. De chica en el jardín me sacaba los ojos y perseguía a los otros niños. Fue una estrategia genial. Mostrar la anomalía deshizo el tabú. Me divertía un montón, quedaba como re capa y todo el mundo me respetaba. Hace poco una profesora me contó que eso lo hacen muchos niños con prótesis. Es decir, que hay esperanza.

Cámara de Diputados de Santa Fe
Sobre el autor:

Acerca de Rocío Muñoz Vergara

Nació en Sevilla (España) en 1982 y vive en Rosario. Es Licenciada en Filología Hispánica, profesora de Lengua y Literatura, becaria de CONICET para estudios de doctorado en la UNR, gestora cultural, escritora y codirectora de la editorial El Salmón.

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