“El arte sería tocarte, un invento”, escribe Mirta Rosenberg. Ese primer verso de Teoría sentimental desliza los tres términos de una ecuación que retoma la directora y guionista Céline Sciamma en el film Portrait de la jeune fille en feu (Retrato de una mujer en llamas). Lo que se nos proyecta, más que una película, parece ser la mirada de Marianne, la protagonista. Un movimiento indeciso y a la vez calculador, aquel inmediatamente anterior a la primera estocada al lienzo, es la escena que abre la película de Sciamma y nos deja entrever al protagonista velado del film: el proceso creativo.
En la Bretaña francesa de finales del siglo XVIII, a una joven artista se le encarga pintar un retrato que servirá para concretar un acuerdo matrimonial, en una época donde la función de la pintura era necesariamente ilustrativa y documental. En este contexto vemos al personaje de Marianne (Noémie Merlant) dando instrucciones a sus aprendices, consignas que le vemos repetir al pie de la letra una vez iniciada su propia tarea, y es así como se nos presenta posteriormente a Héloïse (Adèle Haenel): a través de fragmentos focales con los que Marianne la examina en secreto.
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Vemos primero el contorno, la silueta esperando en la puerta, su cabello y al final, como usualmente en toda confección de un retrato, reparamos en los detalles de su rostro. Líneas y proporciones es lo que se nos describe, el tamaño de su oreja, su distancia. Vamos componiéndola al ritmo de Marianne.
En ese primer momento, que dura casi la mitad del film, Marianne pinta, observa y grafica. Se encuentra deslumbrada por Héloïse y, en ese deslumbramiento, no la puede ver. Se limita a cumplir con el mandato de la madre, que pidió un cuadro que anteceda a la hija en la casa del prometido: Marianne retrata una imagen de la que está excluida, una mera reproducción técnica. Y eso será lo que Héloïse le va a reclamar: no hay creación. Llega entonces el primer quiebre.
La pregunta por el deseo
En esa aparente quietud que se dibuja en la banda de sonido con la escasez musical y el vibrante vacío de las habitaciones grandes y, en lo visual, con un mismo vestuario constante y los espacios invariables, se siente la tensión ante la pregunta de Héloïse al ver su retrato: “C’est moi?” (“¿Soy yo?”). Se siente defraudada por lo que Marianne ve de ella, o lo que no pudo ver, ante lo cual la pintora se defiende apelando a un genérico, a convenciones, a reglas. Héloïse va más allá: al preguntar por la obra configura indirectamente una pregunta por el deseo, por su presencia, por su fugacidad. Pregunta y reclama su existencia.
Llega entonces un segundo momento en donde, facilitado por la ausencia de la madre (como representante de toda cultura castradora) y en vísperas del amor, Marianne podrá construir el retrato, uno que le concierne, uno en que la mirada de Héloïse la interpela y la aloja. Es válido preguntarse: ¿Cómo conecta la máquina artística con la máquina del amor? ¿Todos los amantes sienten que están inventado algo?
En sus cuerpos empieza un ritual que termina en el lienzo. Primero, la mirada. Después, la palabra. Por último, el tacto. Y recomenzar. Quien mira buscando una sonrisa escurridiza es a su vez mirada, y las pinceladas empiezan a contorsionarse buscando captar fuerzas irrepresentables. El retrato no es sólo el retrato, es también la creación progresiva de una nueva territorialidad de lo íntimo. Y en efecto, todo lo que se diga sobre el cuadro vale en igual medida para la relación: ¿Cómo sabremos que está terminado? No lo sabemos, en algún momento simplemente paramos.
Como la propia directora planteó, el interrogante no es sobre si esa relación es posible o no: no lo es y sus protagonistas lo saben, sin caer en la romantización de la resignación. No necesita remarcar lo que se sabe. Por eso es una película que produce ideas y no sólo expresa afectos.
Nos encontramos con una tragedia sin tragedia. Nos exime de la dualidad éxito/fracaso o victoria/derrota, como todo lo que está exento de una finalidad. La continuidad de ese amor no importa en su concreción (en el amor cortés siempre el amor concluye en ese punto), sino en los signos que logran metaforizarse y así salvarse de la muerte, idea que se nos ofrece a través del mito de Orfeo y Eurídice. Durante la lectura del mismo, Sophie, la criada de la casa, muestra su desacuerdo con la forma de actuar de Orfeo –a quien los dioses dieron la posibilidad de rescatar a su amada del inframundo con la única condición de no voltear para verla hasta salir de él. Mientras que Marianne plantea “la elección del poeta” por encima de la “elección del amante”, explicando el intento de Orfeo de conservar a Eurídice en su memoria y no como presencia material. Héloïse, por su parte, comenta una opción, que funciona casi como teoría superadora: Eurídice no es una víctima, sino quien le pide a su amado que desobedezca a los dioses y la eleve definitivamente a la categoría de recuerdo al simple susurro de “voltea”.
La escena siguiente, la escena de la hoguera, es el eje alrededor del cual gira el film, la de mayor fuerza lírica. Se introduce un ambiente cargado de un misticismo casi pagano. Un coro polirrítmico canta “Non possum fugere” y “Nos resurgemus”, letra basada en un aforismo de Así habló Zaratustra que remite a la idea de que mientras más nos elevamos, más pequeña se ve nuestra figura para los que permanecen en la tierra. Trascender. La posibilidad de que el deseo deje de ser pura repetición aunque sus nuevos rumbos se vean como un descarrilamiento frente a la mirada de los demás.
En llamas
En ese momento Marianne ve a Héloïse cubierta de fuego, pero con la templanza de un retrato, o de una Eurídice ya en el mundo de los espíritus. A lo largo del film será ella quien la incitará a mirar, una y otra vez, escenas a las cuales Marianne parece resistirse por su crudeza. Más adelante, ya cercanas a la despedida, verbalizarán un pacto bajo una única premisa: “No me culpes” que, aunque remite específicamente al futuro matrimonio de Héloïse con el caballero milanés, da por entendida la necesidad de expulsar las cargas de todo lo vivido.
Portrait de la jeune fille en feu nos confronta con la necesidad de abandonar definitivamente esa concepción de la musa como belleza pasiva, como un fetiche del artista eventualmente abandonado. Marianne invita a Héloïse a terminar el cuadro con ella, porque hace tiempo sabe que dejó de ser una cuestión individual. Queda en evidencia que no hay artistas pero sí obras, que el arte existe como acontecimiento y no como categoría del ser, y hace necesario pensar la creación desde el encuentro que motoriza nuevas producciones sensibles, nuevas cartografías. El arte no es expresión. No es un mecanismo bien aceitado. La diferencia entre el primer retrato y el segundo es la diferencia entre transmitir información y hacer arte, no hay imitación ni semejanza, sino un surgimiento. Como diría Deleuze: “Un creador sólo hace lo que necesita absolutamente”.
No es casual la escena elegida para el final, estremecida y calma, casi un estado de beatitud. Un mirar sostenido sobre los efectos pulsátiles del arte en el cuerpo. Héloïse llora mientras una orquesta interpreta una pieza de Vivaldi, aquella que Marianne ejecutó pobremente en la pianola al día siguiente de conocerse, solo para mostrarle a Héloïse algo diferente a la música de convento a la que estaba habituada. La conmoción llega ante el recuerdo que se vuelve presencia a través de música. Unos metros más allá, en el mismo teatro, Marianne dice: “Ella no me vio”. Quizás no fuera necesario. Quizás donde abunda la música, abunda también una presencia como la de los signos dispersos en el arte: allí resiste y pervive el afecto que alguna vez fue.
Quizás ya llegamos a la conclusión de lo que cualquiera en su búsqueda artística sabe al menos implícitamente: no hay arte sin la excitación de un cuerpo.