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Recuerdo una tarde que estaba con Laura en la habitación de la pensión calentando la cera para depilarnos. Golpearon la puerta, “¿Quién es?”, pregunté, “Blanca Nieves”, me contestó una voz muy sensual del otro lado. Cuando abrí me encontré con una mujer espléndida que llevaba una máscara veneciana en su rostro. Sorprendida, la hice pasar. Era Betiana. Cada vez que la veía quedaba impactada con su belleza. Había llegado de París, llevaba puesto un vestido negro lounge ceñido al cuerpo, con unos zapatos taco aguja de color crema haciendo juego con su cartera, tenía un andar muy sensual y emanaba un delicioso perfume. Hipnotizadas, con Laura escuchábamos sus relatos sobre cómo era trabajar en el Bois de Boulogne, el parque más grande de París, en sus avenidas, como la Rué du Port donde según ella se paraban las más lindas, cómo era pasear por el Quartier Pigalle donde vivían la mayoría, ir al Moulin Rouge, visitar los museos, sus jardines, las anécdotas con los clientes franceses que según ella eran exquisitos, y lo más preciado de todo: poder caminar en libertad. Con la visita de Betiana pudimos viajar con la imaginación, nos veíamos con Laura viviendo en el famoso Hotel Reinita donde se alojaban la mayoría de las chicas, sentadas en los famosos cafés de París, con tapados de piel como en las fotos que nos mostraba Betiana de sus relatos.
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Pero acá en Rosario la realidad era otra, nos esperaba la persecución de todos los días y vivir siempre al límite. Un día soleado del año 1985, junto a mi amiga Laura salimos a almorzar. Entramos al Hotel Imperio, dónde había un restauran te al que íbamos cada tanto. Saludamos al mozo y nos sentamos en una mesa para dos, cerca de la ventana. El lugar estaba lleno de gente. Pedimos milanesas con papas fritas, una Coca cola para Laura y una Fanta para mí. Comíamos y hablábamos muy entretenidas cuando de repente se nos acercó a la mesa una señora alta, rubia y muy bien vestida. Al mirarla bien nos dimos cuenta que era la jueza de faltas del juzgado número 1, la que nos condenaba cada vez que nos detenían. El terror se apoderó de nosotras. “Se tienen que retirar de este lugar, si no lo hacen voy a llamar a la fuerza pública, porque donde estoy yo, ustedes no pueden estar”. Esas fueron sus palabras, y después se fue a sentar a una mesa con otras mujeres. La milanesa se me atragantó, y se me puso la piel de gallina. Quedamos con Laura tan sorprendidas de esa situación que no nos atrevimos a nada, sólo llamar al mozo, pagarle, y retirarnos del lugar sin haber terminado de consumir. Al llegar la noche, como todos los días fuimos a trabajar a la zona roja. Esta vez la atmósfera era distinta, se sentía una tranquilidad extraña, todas paradas, posando y vendiendo nuestros cuerpos, articulando con los automovilistas que preguntaban cuánto costaba el servicio. Algunas tenían más suerte, subían y bajaban de los autos, y otras estaban paradas fumando un cigarrillo, esperando al cliente justo. De la nada aparecieron en contramano unos automóviles acompañados por varias patrullas de la policía, haciendo sonar la sirena a todo volumen. Quedamos presas del pánico. Se oyó un grito desgarrador “¡Chicas, la policía, corran!”. Éramos como 20 esa noche, todas empezamos a correr desesperadamente, mientras los policías bajaban de sus coches con los machetes y nos perseguían, era un “sálvese quien pueda”. Yo corría lo más fuerte que podía, mientras el corazón me latía cada vez más. Sin mirar hacia atrás doblé en una esquina, me saqué los zapatos, los dejé tirados, crucé una avenida y llegué a una plaza oscura llena de árboles. Me pude ocultar detrás de uno de ellos, totalmente agitada. No podía con tener la respiración. Cuando miré hacia atrás vi que los policías habían capturado a varias compañeras que seguramente trataron de escapar como yo. No sabía qué hacer, estaba muerta de miedo. Si me agarraban me esperaban 60 días de cárcel como mínimo, tenía que esconderme de alguna manera. Miré hacia arriba, vi una rama bastante baja y no lo pensé, me trepé como un mono. Estuve ahí durante tres horas y así me pude salvar.
stinta, se sentía una tranquilidad extraña, todas paradas, posando y vendiendo nuestros cuerpos, articulando con los automovilistas que preguntaban cuánto costaba el servicio. Algunas tenían más suerte, subían y bajaban de los autos, y otras estaban paradas fumando un cigarrillo, esperando al cliente justo. De la nada aparecieron en contramano unos automóviles acompañados por varias patrullas de la policía, haciendo sonar la sirena a todo volumen. Quedamos presas del pánico. Se oyó un grito desgarrador “¡Chicas, la policía, corran!”. Éramos como 20 esa noche, todas empezamos a correr desesperadamente, mientras los policías bajaban de sus coches con los machetes y nos perseguían, era un “sálvese quien pueda”. Yo corría lo más fuerte que podía, mientras el corazón me latía cada vez más. Sin mirar hacia atrás doblé en una esquina, me saqué los zapatos, los dejé tirados, crucé una avenida y llegué a una plaza oscura llena de árboles. Me pude ocultar detrás de uno de ellos, totalmente agitada. No podía con tener la respiración. Cuando miré hacia atrás vi que los policías habían capturado a varias compañeras que seguramente trataron de escapar como yo. No sabía qué hacer, estaba muerta de miedo. Si me agarraban me esperaban 60 días de cárcel como mínimo, tenía que esconderme de alguna manera. Miré hacia arriba, vi una rama bastante baja y no lo pensé, me trepé como un mono. Estuve ahí durante tres horas y así me pude salvar.