No se consigue nunca hablar de lo que se ama.
Roland Barthes
Sin embargo se escribirá, una y otra vez, sin punto fijo, sin
personaje fijo, sin saber a dónde va. Se pregunta si es miedo o impotencia, si
teme morirse escribiendo –incrustar una anécdota y luego desaparecer– o si,
de manera más directa, no se consigue escribir.
Sylvia Molloy

Poco a poco el cielo va oscureciéndose detrás del vidrio. Ella levanta la vista, apenas. No necesita hacer un gran movimiento desde la pantalla de la notebook hacia esa otra pantalla que le muestra cómo va cayendo la tarde sobre el océano Atlántico. Se estira un poco para abrir la ventana. Respira profundo. El aire salado sube desde la playa hasta su casa (¿su casa?) sobre la barranca.
Todo es silencio. La playa, abajo, está desierta. La casa, arriba, también. Ese mismo día, después del almuerzo, se fueron todos. Ella se quedó ahí, con sus libros y su pequeño artefacto rectangular. Tiene toda una tarea por delante. Su familia no entiende muy bien por qué quiere quedarse. Sola. No entiende por qué esa casa. No entiende por qué ahí. No entiende por qué ahora. No entiende por qué escribe.

Ella no escribe. Las palabras no son su fuerte. La mirada es su fuerte. La mirada a través del lente de la cámara, por ejemplo.

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***

La mirada sobre un concepto que de a poco toma forma sobre una pantalla y se convierte en una puesta en página, es otro ejemplo. La mise en page, dicen los franceses. Tantas veces tradujo palabras en imágenes: acomodar, dividir, fragmentar, resaltar, ocultar. Pero ahora no tiene ninguno de esos recursos. O más bien, los tiene pero no le sirven. Necesita de la operación inversa: traducir las imágenes a palabras. ¿Cómo se hace?

Cae la tarde y Ella está exhausta. Ha estado sentada frente a la computadora, contra la ventana, a esa mesa grande que arrastró hasta ahí –quiere tener el mar cerca para escribir, necesita el mar cerca–, desde el mediodía, cuando todos se fueron dejando la casa en silencio. Tanto silencio que si afina el oído puede escuchar todavía el eco de las voces y las risas de sus nietos (¿sus nietos?) explorando la casa. “¿Por qué no volvés con nosotros, abi? ¿Te vas a quedar acá, solita? ¿Y el abuelo? ¿No volvés con el abuelo?”.

No está sola. Aunque parezca que sí. Tiene todas las imágenes que necesita traducir a palabras. Miles. Millones. Por primera vez en su vida. ¿Por dónde empezar? Durante esa tarde no hizo más que borronear ideas sueltas, enumerar escenas, algunos recuerdos, imágenes, sensaciones confusas. ¿Por qué necesita escribir? ¿Por qué Ella necesita escribir? Para no olvidar. La respuesta aparece pisando, casi, la pregunta. Pero Ella no recuerda en palabras, en general. Ella recuerda en imágenes. ¿Por qué ahora, precisamente ahora, necesita escribir? ¿Escribir qué? ¿Escribir quién? Lo único que sabe es que es ahí, en esa casa (¿su casa?), sobre la barranca (¿se llama barranca sobre el mar o la barranca es sólo de río?). Ella es una mujer de río. Creció en una ciudad a la vera de uno largo y caudaloso, conoció la ribera antes que la costa, hace más de una década se mudó a un barrio de su ciudad bordeado por el río. Y sin embargo, para escribir, ahora, necesita del mar. De ese mar y no de cualquier otro. En esa barranca (¿o acantilado?) de cara al mar, Ella va a saciar, intentará hacerlo, al menos, esa imperiosa necesidad de escribir. En esa playa desde donde se puede adivinar el perfil de la fortaleza.

La mañana en que llegaron por primera vez, Él y Ella habían atravesado el parque en auto, entre sombras. Se habían detenido varias veces para que Ella tomara fotografías. Él la esperaba al volante, el motor encendido, la mirada calma. Y cuando Ella volvía a subir, Él reiniciaba el camino. Lento. Moroso. Placentero. El tiempo era de ellos. Ellos eran el tiempo. Finalmente, erguida, vigilante, estremecedora, la fortaleza de Santa Teresa.
De piedra. Cubierta de un salitre que la volvía, por partes, del color del óxido. Ahora puede adivinarla del otro lado de la playa. Vuelve a sentir el calor del sol de ese mediodía sobre la piel.  Vuelve a sentir el olor de su propia piel bajo el sol. Vuelve a sentir el olor de la piel de Él bajo el sol.

Al día siguiente caminará hasta la fortaleza. Debe bajar a la playa, atravesarla y volver a subir para internarse en el parque. Después de mucho recorrido entre senderos, cuando ya se intuya la ruta, aparecerá como un espejismo, en medio del verde de ese bosque (¿o más bien selva?), la fortaleza. ¿Seguirá en pie tal como estaba hacía veinte años? ¿Y la capilla? Nunca se animó a entrar a esa capilla. ¿Pudor? ¿Respeto por esa fe que tanto había envidiado? Recuerda la espalda de Él, reclinada en uno de los bancos. Recuerda mirar desde el vano de la puerta y sentir, en ese fragmento minúsculo de tiempo, que Él estaba tan lejos de ella. Como una premonición. ¿Cómo una premonición? Escribir. Cierra los ojos. La brisa húmeda del atardecer le acaricia la cara.

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Sobre el autor:

Acerca de Cecilia Reviglio

Nació en Rosario en 1977. Estudió comunicación social (UNR) y trabaja como docente e investigadora en el nivel superior. Ha publicado cuentos en revistas, diarios y antologías. En 2020 publicó “Ojos de Galera”, un libro de cuento infantil que integra la colección Cuenta Ciencia de esta editorial. De 2013 a 2016 fue miembro de la editorial […]

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