Mi biblioteca está repleta de obras que adoro. En sucesivas mudanzas, dejé ir buena cantidad de ejemplares: libros regalados por gente que claramente no me conocía, libros que no había podido terminar de leer e incluso libros considerados crímenes estéticos (por muy superficial que suene). Si bien caen en esta última categoría, nunca pude desprenderme de los veinte tomos que integran la colección de Agatha Christie. Cuando tenía once años, invertí todos mis ahorros en esos ejemplares, de un verde espantoso y mal encuadernados. Las tapas y los lomos –atención– tienen letras doradas y en ese mismo color dibujan el perfil de una mujer con sombrero gigante. Quizá el bullying que pensé que había sufrido por ser una lectora precoz se debió, en realidad, a mis compras de dudoso diseño (en ese caso, claramente lo merecía). En mi infancia sentía gran conexión con la escritora inglesa, al punto de llegar a pensar –lo confieso– que yo era su reencarnación. La hipótesis estaba basada en un dato crucial e irrefutable: ella había muerto el año que yo había nacido.
Me encanta cuando alguien comete el error de minimizar la magia de Agatha y la encorseta como “fábrica de policiales”. Sí, escribió 66 novelas de detectives, además de cuentos, obras de teatro y otras cositas, era bastante prolífica. Pero me da mucho placer refregarle en la cara al quejoso intelectual de turno que es la autora más vendida en el mundo después de la Biblia y Shakespeare. Si la siguen criticando, les hablo de sus inteligentes variaciones del esquema de el asesino es el mayordomo. Remarco su influencia en decenas, cientos de escritores contemporáneos. Destaco la vigencia de sus obras y el éxito que tienen al adaptarse a múltiples formatos (no solo cine, tele y series, también está presente en juegos de mesa o incluso, si deliramos un poco, llegamos a los escape room).
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Y, si finalmente el interlocutor me cae bien, le develo a mi Agatha. La que viajó por el mundo, fue enfermera en la primera Guerra Mundial, una de las primeras inglesas en manejar un auto y subirse a una tabla de surf, la que disfrutó sola la exótica travesía del Orient Exprés (escenario de su ficción más vendida) y se casó dos veces, la última con un hombre 14 años menor, de profesión arqueólogo (“porque nada mejor que envejecer al lado de un hombre que sabe apreciar las cosas viejas”, argumentó).
El español Juan José Montijano Ruiz investigó a la escritora y me da la razón. Agatha fue “la única dramaturga que tuvo tres obras en cartel al mismo tiempo en el West End londinense. La que escribió un libro completo durante un fin de semana y creó un personaje al que The New York Times le dedicó un obituario. La británica que llegó a vender cien mil copias de diez de sus libros en un mismo día y fue capaz de mantener oculto su seudónimo durante más de veinte años.
Los biógrafos coinciden en que no nació rebelde: fue su respuesta ante ciertas circunstancias. Agatha Mary Clarissa Christie se crió en una familia de plata, se casó y tuvo una hija, hasta ahí todo bastante tradicional. Pero tras divorciarse, pateó el tablero.
Hay una anécdota que la pinta de cuerpo entero: después de que su primer marido la dejara por otra mujer, ella desapareció sin dar explicaciones. En su nombre se hizo la primera búsqueda aérea del Reino Unido y su pedido de paradero copó la tapa de The New York Times. La encontraron once días después en un hotelito, donde había reservado la habitación a nombre de la tercera en discordia. Hipótesis sobre lo que pasó: miles. Que quería que lo culparan al marido de su supuesta muerte para hacerlo sufrir, que había quedado amnésica tras un colapso nervioso, que se trataba de un truco publicitario para vender más novelas. Certezas: ninguna.
Probablemente, la frase más famosa de Agatha es la que reza: “Los mejores crímenes para mis novelas se me han ocurrido lavando los platos”. ¿Quién puede resistirse a semejante confesión? Hace poco volví a ver esa cita circulando en redes, esta vez con un agregado: “Lavar platos convierte a cualquiera en un maníaco homicida”. No estoy segura de que ella lo haya dicho, pero sin dudas hubiera celebrado la viralización del meme. Criada entre mujeres fuertes e independientes, fue una feminista de la primera hora sin habérselo propuesto y, aunque su vida fue compleja supo enfrentar las complicaciones con estilo.
Termino de revisar las últimas notas para cerrar un artículo dedicado a Agatha en un nuevo aniversario de su nacimiento –el 15 de septiembre– y descubro un dato que mi niña interior lamenta. La escritora murió a principios del año que nací, yo soy de noviembre. No, no soy la reencarnación de Agatha, una lástima, me hubiera encantado ser la receptora de semejante legado. Pero ya soy adulta y puedo manejar la desilusión. Un rato más tarde, sin embargo, me asalta una duda y empiezo a revisar el calendario con más detenimiento. Verifico entonces que Agatha murió nueve meses antes de que yo naciera. Nueve meses. Un escalofrío me recorre la espalda. Siento el impulso de armar las valijas y huir hacía algún hotelito perdido cerca del mar, donde me alojaré con nombre falso y al salir a caminar por la playa seguramente encontraré un cadáver con una misteriosa historia de fondo. No, el asesino no será el mayordomo. Deberé analizar posibles sospechosos mientras evito con gracia los clichés del género para finalmente encontrar –con sorpresa pero implacable lógica– al culpable. No puedo creer que aún haya ingenuos que crean que soy tan solo una máquina de policiales. No entienden nada. Soy realeza. Mi legado seguirá vivo mucho tiempo después de que se haya abolido la monarquía británica. Soy yo y no Isabel la que lleva vendidos más de dos mil millones de libros, traducidos a más de 100 idiomas. La verdadera reina. Del crimen.