Desde que Jorge Bergoglio se convirtió en papa en el 2013 la pregunta se repite una y otra vez. Aunque en el resto del mundo la discusión suele girar en torno al “izquierdismo” del papa, en Argentina la pregunta por el peronismo ocupa el centro del ring y coloca a Francisco en uno de los lados de la famosa “grieta”. En las últimas semanas, el diario Clarín difundió una encuesta sobre las figuras mundiales más odiadas en la que el papa encabeza la lista entre el electorado de centro derecha argentino junto a Nicolás Maduro y Evo Morales. En el lodazal de la grieta mediática, las cosas se vuelven aún más farragosas. Recientemente, en respuesta a las consideraciones del papa sobre el carácter “secundario” del derecho de propiedad, la “comunicadora” Cristina Pérez, visiblemente alterada, anunció que la propiedad privada podía llegar a su fin si el papa así lo disponía y se lo ordenaba a Alberto Fernández, el presidente argentino al frente de una coalición peronista de centroizquierda. En estos ocho años, exageraciones como la de Pérez han inundado infinidad de artículos que denuncian los supuestos “males” del peronismo y/o populismo de Francisco. Para comprobarlo, pueden visitar los portales de los principales diarios de centroderecha del país –Infobae, Clarín o La Nación– e ingresar en sus motores de búsqueda la combinación: Francisco+peronismo+populismo. Los resultados impresionan y el ruido político ensordece mientras la pregunta, a fin de cuentas, sigue allí. ¿Qué tan peronista es Francisco? ¿Es el peronismo en toda su diversidad un movimiento político compatible con el cristianismo y, más específicamente, con el catolicismo? Tomemos un tren al pasado y miremos las cosas con cierta perspectiva.

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Estación “Catolicismo social”

En las décadas de 1940 y 1950, el peronismo abrevó en muchas de las ideas del catolicismo social, una corriente surgida al interior de la Iglesia en la segunda mitad del siglo XIX. A los católicos sociales les preocupaban las consecuencias de la industrialización y los acelerados procesos de urbanización y proletarización que vivía Europa. En tonos no muy diferentes a los que empleó Federico Engels en La situación de la clase obrera en Inglaterra (1845), desarrollaron una mirada crítica sobre la emergente burguesía y denunciaron la vida en las fábricas y el hacinamiento de las familias campesinas en las ciudades. Aunque entre ellos las posiciones eran bastante variadas compartían un mismo diagnóstico. El principal enemigo a combatir era el liberalismo, en cuyo seno se habían gestado las dos mayores amenazas para la cristiandad: el socialismo y el anarquismo. Según los católicos sociales, la disolución de las tramas corporativas del mundo medieval había dejado a los trabajadores sin ninguna protección, a merced de los burgueses, generando de ese modo las condiciones para la irrupción de revoluciones. Partiendo de este análisis y con el propósito de detenerlas y mejorar al mismo tiempo las condiciones de vida de las clases proletarias, trazaron un programa tendiente a fortalecer las tramas orgánicas de la sociedad según los principios de lo que empezaron a llamar “justicia social”. De esa manera, a través del impulso a la conformación de asociaciones, cofradías, sindicatos e instancias de conciliación interclasistas, buscaban darle firmeza al tejido social y, de esa manera, brindar protección a la clase obrera. De estas propuestas, derivaron también un programa político en la medida en que consideraban que de esos organismos surgirían estructuras de gobierno acordes con una idea de democracia cristiana distinta de la liberal. Para el catolicismo social, lo que debía representarse no eran fundamentalmente los ciudadanos –en su perspectiva, una mera abstracción al servicio de los intereses de la burguesía– sino más bien los diferentes cuerpos, asociaciones, organismos, grupos y clases sociales efectivamente existentes de manera de integrarlas y reconstruirlas como un “pueblo”.

El peronismo se nutrió de estas ideas que circulaban ampliamente en la Argentina de la década de 1930 –como estudió la historiadora Miranda Lida– y las remozó pasándolas por el tamiz de las propuestas económicas keynesianas que habían comenzado a difundirse paralelamente tras la crisis de 1930. En este sentido, para Perón, la “justicia social” tenía tanto la función de restaurar la armonía social como la de generar las condiciones de mercado necesarias para industrializar el país. Dicho con más claridad: la justicia social no implicaba solo la conciliación sino además una fuerte redistribución del ingreso que fortaleciera la demanda y el proceso de sustitución de importaciones, las bases para una industrialización más profunda en el futuro. Los sucesos posteriores son conocidos: el carácter refractario de las clases dominantes argentinas hacia las ideas del catolicismo social, como hacia cualquier medida tendiente a redistribuir el ingreso, derivó en el encarcelamiento de Perón y, poco después, en una fuerte movilización social que radicalizó en clave popular las ideas del catolicismo social y originó el peronismo como tal.

Estación “Teología del pueblo”

En los años sesenta y setenta surgieron en América latina, en el marco del impacto de la revolución cubana, el Concilio Vaticano II y la guerra fría, diferentes catolicismos “liberacionistas”. Mientras por un lado la teología de la liberación puso el énfasis en la necesidad de modificar las estructuras capitalistas –productoras de “pecados sociales”– y depurar la religiosidad popular, en Argentina se desarrolló en paralelo una vertiente diferente conocida como teología del pueblo, influenciada entre otras cosas por la propia experiencia peronista y la resistencia posterior al golpe de Estado de 1955. Quienes se sentían más cerca de la teología de la liberación solían hablar un lenguaje clasista y aunque no adscribían al marxismo se nutrían de algunas de sus categorías de análisis. Además, consideraban que las prácticas religiosas de las clases populares eran en muchos casos alienantes y por tanto tenían que reformarse. Por el contrario, desde la teología del pueblo, en continuidad con el catolicismo social, el concepto clave no era el de clase social sino el de pueblo, reformulado en una clave antiimperialista y latinoamericana. En la base de dicha teología, además, se encontraba el presupuesto de que las clases populares de América Latina eran depositarias de un acerbo cultural y religioso valioso y original. Una cultura específica y auténtica que había resistido la “extranjerización” de las clases dominantes, permeadas por las ideologías que exportaban los países centrales e imperialistas. La teología del pueblo, por tanto, no apuntaba tanto a la subversión de las estructuras económicas –aunque implicaba necesariamente un desarrollo con justicia social– sino más bien a una reivindicación de lo popular como punto de apoyo para la lucha por una liberación del pueblo en su totalidad. Nuevamente, como en los años cuarenta y cincuenta, católicos y peronistas entrecruzaban sus caminos y planteaban una suerte de “tercera vía” de tintes antiliberales alejada tanto de los Estados Unidos como de la Unión Soviética. Fue así como para muchos peronistas, tanto de derecha como de izquierda, la religión católica de las clases populares se convirtió en una cada vez más revalorizada fuente de anticuerpos para enfrentar a la “oligarquía” y detener la globalización neoliberal.

Estación Papa argentino

Cuando en el 2013 Jorge Bergoglio fue elegido papa, la centroderecha argentina, fuera o no católica, festejó. Imaginó que se convertiría en un factor de desestabilización para el peronismo kirchnerista en el gobierno, tal como, salvando las distancias, Juan Pablo II lo había sido para la Unión Soviética y el Pacto de Varsovia. Es cierto que la hipótesis tenía algún asidero en tanto y en cuanto no habían faltado roces con Bergoglio, fundamentalmente tras la sanción de la ley de matrimonio igualitario en 2010. Además, por entonces, sectores del kirchnerismo que compartían el análisis de la centroderecha, salieron rápidamente a atacar al papa revisando su pasado durante la dictadura militar de 1976. En breve, sin embargo, quedó en claro que Francisco era “mucho más” que Bergoglio. El papa dejó rápidamente en offside a la centroderecha argentina y comenzó a denunciar con contundencia las consecuencias sociales del neoliberalismo y su incompatibilidad con los fundamentos teológicos del catolicismo. Tal como señalara el marxista Michael Löwy, reinterpretando a Max Weber, para el papa existía una relación de “afinidad negativa” entre capitalismo y cristianismo. En este sentido, si bien no puede pasarse por alto que la liga en la que juega el papa es global, y sus acciones se enmarcan y se comprenden fundamentalmente en ese plano, no deja de ser cierto, como señalan sus detractores que, volviendo a la política doméstica, ha dado señales claras de con cuál de los lados de la grieta se siente más cómodo. El rostro de inocultable desagrado durante la visita de Mauricio Macri al Vaticano contrasta con el entusiasmo y la cercanía mostrada con Cristina Kirchner. Sin ir más lejos, el apoyo dado recientemente al ministro de economía Martín Guzmán en la renegociación de la deuda argentina y sus declaraciones en contra de los “paraísos fiscales” pueden verse como guiños al gobierno de Alberto Fernández y como una crítica a la oposición de centroderecha, muchos de cuyos dirigentes, entre ellos el propio Mauricio Macri, han aparecido en los Panamá Papers. A la luz de la historia que hemos recorrido, como pueden advertir, estas acciones tienen poco de sorprendentes. ¿Quiere decir esto, entonces, que el papa es peronista?

Último tramo: La utopía de Francisco

Un rápido recorrido por las encíclicas recientes muestra que, como he señalado en otro lugar, tanto el catolicismo social como la teología del pueblo, ambas vinculadas de diferentes maneras con el peronismo en Argentina, constituyen insumos fundamentales para comprender los posicionamientos del papa. Francisco lo demuestra día a día a través de su firme apoyo a los movimientos sociales y populares de América Latina y, a veces, con acciones que avivan el encono de la centroderecha, como cuando hizo llegar un rosario bendecido a Milagro Salas, la dirigente social jujeña detenida en 2015 y acusada en causas de dudosa consistencia. Por otro lado, la frecuente apelación de referentes del peronismo a discursos o declaraciones del papa profundiza la polarización y fortalece en la política argentina la idea de que Francisco es efectivamente peronista. Las cosas, sin embargo, son un poco más complicadas. Es cierto que la búsqueda de la conciliación de clases, al modo del viejo catolicismo social o, digamos, de un Green New Deal, no dejan de estar presentes en sus discursos y encíclicas. Lo dejó en claro hace pocos días cuando pidió a los empresarios cristianos no fugar sus ganancias y reinvertirlas para generar puestos de trabajo. Además, la centralidad de la categoría de pueblo –desarrollada en Fratelli tutti– permite diferentes cruces con los peronismos existentes. Está claro, a su vez, que para Francisco, el peronismo constituye un aliado regional importante. Comparte también con dicho movimiento político un humus simbólico, cultural y militante común: muy alejado de la estética política CEO-empresarial de la centroderecha. Sin embargo, si leemos con atención Laudato si’ y Fratelli tutti, Francisco va más allá y se atreve a delinear una utopía cristiana que incluye pero al mismo tiempo sobrepasa al peronismo. Por un lado, en coincidencia con lo que plantean economistas de diferentes orientaciones, el papa parece coincidir en que no existen ya las condiciones para relanzar un nuevo ciclo de capitalismo keynesiano medianamente duradero. Dicho de otra manera: un capitalismo de rostro humano resulta deseable pero a fin de cuentas no es más que un espejismo. Por tanto, la noción de justicia social, tal como se lo sustanció a lo largo de buena parte del siglo XX, se parece en nuestros días más bien a una quimera. En sus encíclicas, el papa argumenta que los niveles de desigualdad generados por el neoliberalismo y la destrucción de los recursos naturales no solo vuelven cada vez más incierta la vuelta a los años “dorados” del capitalismo sino también la propia supervivencia de la humanidad. Por tanto, a diferencia de lo que ocurría con el catolicismo social e incluso con la teología del pueblo, la utopía política del cristianismo de Francisco ya no conserva para el capitalismo ningún lugar relevante en el futuro. Por el contrario, promueva una progresiva disolución de las clases sociales en beneficio de nuevas formas cooperativas, solidarias y autogestivas de producir, consumir y convivir. El planteo puede sonar políticamente naif, pero lo cierto es que en un mundo sin futuros ni utopía políticas fuertes, la apuesta de Francisco resuena incluso entre los sectores de las izquierdas menos ortodoxas que buscan algún tipo de salida y, por qué no, la llegada de un mesías que los guíe en medio del desamparo. Por otro lado, a diferencia de lo que sucede con otros discursos sobre el futuro, como los de las izquierdas más tradicionales –por lo general desconectados de las condiciones geopolíticas y estructurales reales–, la utopía de Francisco se basa en el encadenamiento de iniciativas concretas puestas en marcha ya por militantes sociales –católicos o no– de diferentes países de América Latina, África y, aunque en menor medida, Medio Oriente y Asia. Dichas políticas apelan al Estado, y lo reivindican como un refugio frente a la globalización neoliberal, pero, al mismo tiempo, se proponen ir más allá y erosionar desde abajo las lógicas neoliberales. En cierto modo, en la utopía de Francisco resuenan algunas de las idea de John Holloway, el intelectual de izquierda que hace veinte años propuso cambiar el mundo sin tomar el poder. Francisco impulsa una suerte de reformismo comunitarista, político y económico, alentado tanto desde arriba como desde abajo, apelando a lógicas estatales tanto como a dinámicas sociales celulares, lo más al ras del piso posible.

De más está decir, que los obstáculos que enfrenta Francisco dentro de la propia Iglesia son tantos que parece dudoso que su proyecto logre consolidarse. No obstante, en un mundo a la deriva, con unas izquierdas que han perdido el futuro y la rebeldía a manos de la derecha –como ha tomado nota recientemente Pablo Stefanoni–, la apuesta de Francisco, con todos sus límites y contradicciones, pretende asumir un papel protagónico. Por el momento, más allá de los que cada uno considere deseable, ha logrado más de lo que se esperaba.

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Sobre el autor:

Acerca de Diego Mauro

Nací en Rosario a finales de 1979. Soy amante del cine de ciencia ficción, aficionado al piano y fan de Rocky. También colecciono figuras de películas y siempre he sentido curiosidad por el idioma ruso. Intenté estudiarlo pero no me fue bien. Ahora trabajo como investigador en el Conicet y como docente y coordinador del […]

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