Hay un lugar en el mundo llamado Calilegua, atrapado o contorneado por la yunga, una clase de bosque subtropical que en algunas zonas del norte argentino roza la aridez de la Puna. En la yunga, la vegetación siempre es intensa, las lluvias caen copiosamente en los veranos y por eso el primer color que golpea el ojo del que llega hasta ella es el del verde esmeralda. Cuando cae la noche la yunga se llena del sonido de los insectos y de los pájaros nocturnos que la habitan. Si hay luna llena, todo el paisaje se cubre de una rara mezcla de tonalidades que hechizan la mirada.
En Calilegua, más precisamente en la localidad Libertador General San Martín, está ubicado el Ingenio Ledesma, donde desde hace más de un siglo se produce la pulpa para la confección del papel que usamos cotidianamente. Hasta allí, a pocos meses de producido el último golpe militar, llegó el ejército, un 20 de julio de 1976, para emprender un procedimiento represivo conocido como La noche del apagón. Seis noches duró ese operativo de “limpieza ideológica” del que también participaron, o para el cual fueron funcionales, los directivos de la empresa agrícola.
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La forma de alcanzar el objetivo, en realidad una verdadera cacería humana de obreros, sindicalistas y militantes, fue generar sucesivos apagones a cuyo amparo las fuerzas represivas pudieron actuar libremente en las sombras. El saldo final de esa acción, según lo que ha sido investigado hasta el presente, fue el secuestro de cerca de 400 personas, las cuales fueron llevadas a centros clandestinos de detención o a espacios de interrogación y tormento ubicados en los galpones del mismo Ingenio Ledesma. De ellas, 33 aún continúan en condición de desaparecidas.

Aproximaciones
Horst Hoheisel, el gran anti-monumentalista polaco alemán que ha dedicado su vida a la “representación” del trauma ocasionado por el Tercer Reich sobre las comunidades centro-europeas, dice que “nunca será posible dibujar la imagen verdadera de la historia verdadera”. Esta idea, sin lugar a dudas, abre todo un campo de discusión acerca del concepto de verdad y a su vez posee la eficacia de invitarnos a reconocer que toda representación del pasado está condenada al fracaso en tanto aspire a “traer” al presente el pretérito tal como éste ocurrió, y no solo cuando se trata de experiencias traumáticas, sino del pasado en su absoluta extensión. Una idea de fracaso justificada, entre otras razones, en lo que llamamos los límites de la representación, pero también en el reconocimiento de que del pasado solo podemos obtener vestigios, destellos, más o menos intensos, que nos permiten aproximarnos a él, solo aproximarnos, porque siempre quedará algo por contar; versiones del ayer en el que voces y miradas disputan los sentidos que se acuñan, a medias en la memoria y otro tanto, en los documentos de la historia.
Obsesión y memoria
Se habla poco, muy poco, de la saturación de la memoria. Hay quienes creen en la memoria de manera reverencial, al punto de considerarla un reservorio ético y moral eficaz para evitar la repetición de la barbarie, cuando la evidencia demuestra todo lo contrario. La extrema fragilidad de la memoria es tantas veces negada en la proliferación de slogans y consignas que se repiten, la mayoría de las veces, sin someter a consideración las ideas que ellas enuncian.
El arte contemporáneo se ha abocado a la memoria de manera obsesiva, en algunos momentos más que en otros, detrás de la idea de que la creación artística es capaz de “salvar” lo que está condenado a olvidarse, sin percatarse que tantas veces ese afán ha contribuido, sin que los artistas lo adviertan, al mismísimo olvido. Se trata, en su gran mayoría, de obras que podríamos llamar “moralizantes”, políticamente correctas, en las que el deseo de ser “claros” respecto a los estragos del mal, empáticos con las víctimas, sentenciosos con los verdugos, se traduce en literalidad. Obras en las que toda metáfora es expulsada y por consiguiente el espectador corre el riesgo de quedar atrapado en representaciones “planas”. Una parte importante del arte argentino dedicado a “narrar” o “explorar” los años de nuestra última dictadura y nuestros traumas sociales incurrió y sigue incurriendo, tantas veces, en esta clase de opción representativa. Obras pedagógicas que pretenden aleccionarnos más que invitarnos a la reflexión. Obras clishé en la que los sentidos de lo evocado se saturan por repetición al punto de no provocar más que indiferencia. Como sucede con las consignas, como sucede con los discursos que se enuncian en los rituales cívicos que tienen lugar cada 24 de marzo. Como sucede con los monumentos, con los discursos escolares. Nada distinto.

Noche y espesura
Romina Garrido y Alejandra Fábregas han logrado evitar ser atrapadas por el fantasma del clishé, y con Una noche en Calilegua, instalación que se expone en el Museo de la Memoria bajo la curaduría de Mónica Fessel, demuestran de qué modo puede hablarse del pasado, y en especial de nuestro pasado traumático, sin caer necesariamente en los llamados lugares comunes.
En la sala ubicada en el primer piso de la institución se abocaron a “reconstruir” la noche de Calilegua, una penumbra que evoca aquellos fatídicos apagones del 76, interrumpida esa oscuridad por leves sonidos que evocan el bosque subtropical cuando es ganado por la nocturnidad. Y en el centro de lo oscuro, una inmensa mole de bagazo, material de desecho producido por la caña de azúcar con la que se confecciona el papel, imponiendo una presencia espectral “golpeada” por puntuales rayos lumínicos. Nada más. Solo eso les alcanza para que el visitante que llega hasta el lugar quede atrapado en la espesura de aquel paisaje rural y su noche en la que la violencia que allí tuvo lugar se conoce gracias a la descripción ubicada en el ingreso de la sala y que da cuenta de los hechos que tuvieron lugar en el Ingenio en el transcurso de esas seis noches de julio de 1976.
A primera vista Una noche en Calilegua evoca algunas producciones de Anish Kapoor, y sin embargo esto no le quita ni valor, ni originalidad, ni eficacia sensible a la propuesta, en todo caso la pone en diálogo con una producción como la de Kapoor que ha buscado con insistencia “exhibir” la violencia contemporánea eludiendo, al igual que lo hace esta obra, un repertorio de imágenes y sentidos ya desgastado por su uso.
El gran montículo de bagazo es lo más parecido a un enorme animal dormido recostado en su moroso descanso, observado por los visitantes que recorren el contorno rugoso de ese cuerpo gigante: una superficie elevada que invita a ser tocada para confirmar el espesor de lo que el “animal” oculta bajo esa piel imperfecta o para confirmar su imposible capacidad de daño. El montículo de bagazo es sinécdoque, en su volumen y materialidad, de lo que Ledesma produce, aunque su carácter lúgubre, en medio de un campo sonoro nocturno, invita a evocar, no otra cosa que el miedo y el dolor que habitó al ingenio en esas seis noches de violencia estatal.

Durante años, y aún hoy, hay quienes insisten en decir que solo el saber histórico puede volver accesible el pasado, sin embargo, ante obras de esta naturaleza, esa convicción vacila, porque la vocación por representar el ayer, vuelve, en este caso, gracias o por medio de la fuerza de lo artístico, de manera poderosa. No se trata de establecer una competencia entre el indiscutible valor del saber histórico y la sensibilidad que se aloja en lo creativo, entre el dato duro de los hechos y las formas o figuras que crea la imaginación artística. En todo caso debiera pensarse en esa vía regia que a veces el arte logra abrir permitiendo la revelación de zonas del pretérito, haciendo que ese ayer se vuelva territorio de curiosidad o interés, en especial para aquellos que no fueron contemporáneos a los hechos. Es en este sentido que la obra de Garrido y Fábregas, conquista su meta, al lograr “recrear” con maestría, no un acontecimiento, sino una atmósfera, y con ella, el fugaz instante de peligro que habitó a esa comunidad hace décadas, allá en la yunga, cuando el crimen tuvo lugar en medio de los hombres, el silencio, la noche y la espesura.