En las primeras páginas de Éste es el mar (2017) de Mariana Enriquez nos encontramos con una descripción precisa de la tarea diaria de unos seres maravillosos que tienen como trabajo hacer crecer a los músicos:
“Toda su especie vivía en perpetuo movimiento y nunca dormía, como los tiburones.
Cada noche iban a gritar a algún show, generalmente en diferentes países. Cada día
debían hacer guardia frente a un hotel, la puerta de un teatro o de un estadio, con las
caras pintadas de corazones y logos, las manos aferradas a pósteres, llorando y
pataleando”.
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En esta novela, las protagonistas son grupos de jóvenes fanáticas de distintas estrellas de rock que se mueven como enjambres, partícipes necesarias de la fama de los artistas.

De ellas, de sus movimientos, depende el brillo de los ídolos rockeros. Son seres de otro mundo que se mezclan entre las adolescentes para generar y movilizar la euforia colectiva, son las encargadas de convertir en Leyenda a las estrellas, de esta forma ascienden ellas mismas de categoría: mutan a Luminosas.
Cuando leí esta novela me resultó lejana, no entendí el mundo que plasmaba. Pensé que esa incomprensión se debía a que nunca me imaginé como una fan detrás de una estrella. Sin embrago, ahora, estoy en una fila esperando por una “rockstar de la literatura”.
Llueve sin parar. Hace frío, los titulares de los diarios dicen que ahora sí llegó el invierno a la ciudad. Tenemos una cita a las 14.30 en Oliva: el flyer anuncia que Mariana Enriquez estará firmando libros.
Llueve y en la vereda de Entre Ríos, casi esquina San Lorenzo, se formó una cola, algunos con paraguas, otros cobijados bajo el toldo de la librería, otros recibiendo la lluvia como a quien no le importa nada más que el preciso momento que está viviendo.
Se respira alegría, emoción, ansiedad y se escuchan motivos que buscan explicar(se) por qué se está ahí. ¿Por qué haces una cola para ingresar a una librería?. Una cola mientras llueve y hace frío como ningún otro día. “¿Qué pasa, hay descuentos?”, preguntó alguien que vio el tumulto dentro del local. Yo misma me pregunté días atrás si debía ir o no a hacer cola por una firma de libro, por ver a una autora. Menos mal que hubo gente que me dijo que fuera, que me dio las razones que no podía formularme.
Ingresa ella, Mariana Enriquez, y todo es aplausos, miradas, búsqueda del mejor ángulo para retratar ese instante que sabemos que saldrá en Instagram, donde habrá miles de publicaciones y tendremos la foto, pero queremos nuestra foto, la que nuestro celular, desde nuestro ángulo, pueda tomar. Será la señal de que estuviste allí, de que fuiste parte. La firma de libros no empieza. Primero realizan una entrevista para el programa El club de lectura. La escucho de lejos, no la veo, pero sigo con atención sus palabras, algunas frases que me suenan de otras entrevistas. Hace un chiste para descomprimir la tensión que provoca la espera en el ambiente: “¿Cómo va a tomar agua si está degollado?”, dice Mariana riendo al contar sobre su reciente paso por Catamarca y los santuarios a El Degolladito que conviven con botellas de agua que ofrendan a la Difunta Correa.
Termina la entrevista porque saben que el tiempo escasea y hay aquí un enjambre que atender.
A medida que me acerco, la ansiedad crece. Siento cosas en la panza, sí, como cuando era adolescente y estaba enamorada. Desde muy temprano percibo con extrañeza los nervios que tengo, porque se parecen a esas sensaciones previas a la primera cita. No sé si mariposas, si enamoramiento o simple temor, pero algo siento, algo me pasa en el cuerpo: tiemblo.

De pronto estoy a su lado, es mi turno de darle el libro, pero no me sale ningún movimiento, estoy paralizada, creo. Tenerla ahí, frente a mí, al lado, parece mentira. Termino sintiendo (¿siendo?) una fan, aunque vine creyéndome otra cosa. Antes de estar así de cerca, de verla interactuar tan amorosamente con la gente y de ver lo que genera en sus lectores, me daba miedo, me intimidaba, como si ella misma fuera uno de sus personajes terroríficos. Pero al calor de la masa de lectores fanáticos, doy el paso entre empujones y temblores, le acerco el libro y hablo con ella. Le digo que es una de mis obsesiones, que se lleva todas mis preocupaciones y cada palabra que puedo escribir, robandole el tiempo al laburo. Sí, me animo a contarle que estoy escribiendo mi tesis de maestría sobre ella, sobre su obra.
Hoy entiendo esos titulares de diarios y revistas que venía leyendo como lejanos, esos que hablan de Mariana Enriquez como una rockstar. No tengo cultura de recitales, ni mucho menos de pogo. Pero ahora creo saber qué se siente: en la siesta rosarina de un un día lluvioso y frío viví una experiencia similar a esas que cuentan de recitales de rock, de previa con largas horas de espera, de cuerpos apretujados, de esas que narra Mariana Enriquez en sus perfiles.
Todo sucedió en otro plano, en otro nivel de cosas, pero sucedió: hubo cola con paraguas bajo la lluvia, hubo amontonamiento, risas, felicidad, aplausos, emoción, empujones, flashes a montones. Hubo mística.