“Josefa Díaz y Clusellas. Pintura reunida (1868–1902)” el libro publicado por el Área de Ediciones del Ministerio de Cultura de Santa Fe reúne, estudia y publica en un solo volumen las obras conocidas de la artista santafesina (Santa Fe de la Vera Cruz, 1852 – Villa del Rosario, 1917), pionera de la pintura del país y figura clave para comprender los inicios del arte realizado por mujeres en Argentina. Aquí la introducción de Gluzman. La publicación consta de una galería de veinticinco pinturas y ensayos históricos de Magdalena Candioti y Teresa Suárez.

 

El siglo XIX en general tal vez sea, en el panorama de los estudios locales sobre arte, la etapa más descuidada y la peor conocida en lo que respecta a las artistas argentinas. Sin embargo, este período, auténtica terra incognita en muchos sentidos, está repleto desde sus primeros momentos de intensa actividad y puntos interés: la organización de fiestas patrias, las nuevas prácticas de sociabilidad, un incipiente mercado, la aparición de nuevos espacios de exhibición y la consolidación de colecciones. En suma, situaciones que delinean un escenario completo en lo que respecta al arte (Munilla Lacasa, 1999, pp. 155-156). Sin embargo, la participación femenina continúa desdibujada y sumida en las sombras. Antes de la generación de los primeros modernos hubo también artistas, con otro ideario y búsquedas estéticas, que las apartan de las cronologías tradicionales.

La distancia geográfica con respecto a Buenos Aires de muchas de estas iniciativas y carreras supone un obstáculo para su reconocimiento e ingreso a la literatura artística que, aunque supuestamente nacional, está fuertemente centrada en la capital del país. La pintora Josefa Díaz y Clusellas está en los márgenes de las narrativas histórico-artísticas. El caso de la artista, luego religiosa, entregada a la pintura genera nuevas preguntas en torno al dinamismo y visibilidad de las mujeres desde fechas tempranas.

A diferencia de la situación porteña, como ya señalé la más estudiada y donde las mujeres artistas aparecen como figuras reconocibles y valiosas (en las definiciones patriarcales de la disciplina de la historia del arte) muy tardíamente en el siglo XIX, en el contexto santafesino la celebración de la personalidad y de la obra de Josefa Díaz y Clusellas brillan con una luz que simplemente no se encuentra en otras áreas geográficas: hubo premios «Josefa Díaz y Clucellas» en el Salón Provincial de Bellas Artes santafesino y el museo de bellas artes de esa capital perpetúa su   nombre.

Doblemente desplazada de las historias generales del arte por su condición de mujer y de santafesina, la trayectoria de Díaz y Clusellas reclama una atención cuidadosa. Su temprano reconocimiento y su variada producción (cuadros religiosos, naturalezas muertas, paisajes y un vasto corpus de diversos tipos de retratos, desde obras de aparato hasta piezas de gran intimidad) hablan a las claras de la multiplicidad de situaciones por las que transitaron las artistas argentinas anteriores a 1890.

En este texto me centraré en algunas obras y episodios de la carrera de Díaz y Clusellas. Un primer y fundamental esbozo en el que cualquier estudio debe basarse es aquel de 1952, cuando Horacio Caillet-Bois, director por entonces del Museo Provincial de Bellas Artes «Rosa Galisteo de Rodríguez» publicó Sor Josefa Díaz y Clucellas (Caillet-Bois, 1952). La importancia de este trabajo no puede ser exagerada: Caillet-Bois movilizó diversas fuentes y, además, recurrió a la memoria de la propia comunidad para brindar un retrato completo de Díaz y Clusellas.

Tras la batalla de Caseros, «las ideas liberales abrieron un cauce amplio y fueron responsables del conjunto de instituciones públicas que caracterizó el surgimiento de la Nación argentina en las últimas décadas del siglo» (Barrancos, 2007, p. 89). Este proceso conllevó una delimitación más estricta de las esferas privada y pública (Barrancos, 2007, pp. 89-90), revitalizada por una proliferación de asociaciones y una expansión de la prensa, espacios relativamente vedados a las mujeres. Escasas referencias en la prensa y un número menor de obras registran la actividad artística de las mujeres en Buenos Aires. Durante el período comprendido entre 1850 y 1870 los hechos más interesantes se desplazan hacia centros alejados de Buenos Aires, es decir, hacia la considerada periferia de la historiografía tradicional (Baldasarre y Dolinko, 2011).

A pesar de la consolidación del modelo de las esferas masculina y femenina, la relación entre «honor» y exhibición en un espacio público no fue unívoca. Abandonar el espacio privado no puso en juego la consideración de la moral de las artistas, sino que podía ser una prueba de su virtud y de su trabajo: en ese espacio de confusión de esferas se desarrolló la obra de Díaz y Clusellas, que expuso públicamente sin ver manchada su reputación de modo alguno. Es más: la orgullosa condición de artista de Díaz y Clusellas aparece de modo temprano en su producción de la mano de uno de los más tempranos autorretratos debidos a mano femenina de la historia del arte nacional. Conservado en la actualidad en el Museo Provincial de Bellas Artes «Rosa Galisteo de Rodríguez», el pequeño pero detalladísimo autorretrato de la artista enfrenta al espectador con el origen mismo de la capacidad artística: la mirada. Lejos de ser un autorretrato profesional, con paleta y pincel, son los ojos penetrantes de una joven Díaz y Clusellas los que nos interrogan.

Ha sido señalado con frecuencia que durante la mayor parte del siglo XIX no se dispuso en Argentina de espacios de exhibición artística. Sin embargo, como ha afirmado Patricia Dosio, «apenas iniciada la década del cincuenta, surgió otro entorno propicio para la exposición del trabajo estético: las exhibiciones de Artes e Industrias» (Dosio, 1999, p. 64). Laura Malosetti Costa, por su parte, ha trazado un panorama exhaustivo de estos eventos desde 1871 hasta 1882, haciendo hincapié en la vinculación entre arte, industria y progreso (Malosetti Costa, 2001, pp. 117-157). En esos espacios, así como en los envíos que nuestro país remitió a otras latitudes, se abrieron puertas a Díaz y Clusellas para la exposición de sus obras.

Las exposiciones de 1871 y 1882, indudablemente dos de las mayores de cuantas se realizaron en el país a lo largo del siglo XIX, estuvieron marcadas por estos debates en torno a la educación, capacidad «industrial» y rol de las mujeres en la sociedad. La emergencia de las mujeres como un colectivo complejo a exaltar y controlar conducirá al establecimiento de una sección dedicada exclusivamente a ellas en la Exposición Nacional de 1898, oportunidad que fue aprovechada por las mujeres de la elite para demostrar su capacidad de gestión, su gusto y su deseo de sumarse al movimiento tendiente al «progreso» nacional.

 

Imagen: Equipo de producción del Museo Marc

 

Aunque completamente excluidas de las becas otorgadas hacia mediados de siglo, las mujeres accedieron a espacios de exhibición y reconocimiento en las vidrieras de las exposiciones. Como señaló Beatriz González Stephan para el caso venezolano, las ideas del progreso hacían necesaria «la existencia de una cierta pluralidad y de una diversidad social, étnica y sexual en el espacio artificial de la Exhibición» (González Stephan, 2005, p. 59). Del mismo modo, es posible identificar las fuerzas antagónicas que González Stephan ha propuesto para comprender la participación femenina: una centrípeta que las incluye y una centrífuga que las excluye al colocarlas en el sitio de productoras de objetos de uso doméstico (González Stephan, 2005, p. 62).

La Exposición Nacional de 1871, realizada en la ciudad de Córdoba, fue una de las primeras iniciativas de la presidencia de Domingo Faustino Sarmiento (1868-1874), quien firmó el decreto ordenando su realización a escasos meses de haber asumido su cargo (Andrea Lluch, 2009, p. 241). La «Circular dirigida a los habitantes de la República Argentina», reproducida en el Boletín de la Exposición, presentaba la necesidad de un evento de esta naturaleza como parte de un esfuerzo por obtener una entrada «de lleno en la civilización del siglo XIX» (Boletín de la Exposición Nacional en Córdoba, 1869a, p. 32). Auténtica puesta en escena de las promesas de la modernidad, fue inaugurada con pompa y presencias oficiales el 15 de octubre.

Una nota de la dirección del boletín oficial señalaba: «[a] esa exposición debe concurrir el labrador, el ganadero, el industrial, el manufacturero, el artesano y el artista y todo el que a fuerza de contracción al estudio y al trabajo, haya conseguido arrancar de la naturaleza un secreto, perfeccionar los productos de esta, o realzar la importancia de sus trabajos, dándoles mayor utilidad para sus semejantes» (Boletín de la Exposición Nacional en Córdoba, 1869b, p. 79). Era, sobre todo, una ocasión para dar cuenta del «progreso» logrado y de evaluar cuánto faltaba para finalmente alcanzar a las naciones centrales, objetivos profundamente ligados al proceso de transformación de la sociedad argentina propiciado por Sarmiento.

El «Reglamento General» de la Exposición estableció las categorías de exhibición de objetos. El primer grupo, abarcando las primeras cinco clases, estaba destinado a las «Bellas artes; artes liberales y objetos destinados a la mejora del hombre, física y moralmente, así como a su vestido». Incluía «obras de arte», materias y aplicación de las artes liberales, muebles y objetos para   interiores, objetos dedicados al mejoramiento físico y moral de los individuos, así como vestidos y objetos de uso individual (Boletín de la Exposición Nacional en Córdoba, 1869c, pp. 291-292). Pinturas al óleo, fotografías, obras de tapicería, trajes de «tribus de indios» y encajes convivían en esta vasta categoría.

Es posible preguntarse cuál fue el espacio otorgado a las mujeres en esta celebración del «progreso». Las mujeres exhibieron una importante cantidad de producciones, desde pinturas al óleo hasta cuadros ejecutados con maíz, pero las obras más celebradas fueron las correspondientes a las llamadas «artes menores», particularmente al bordado. En este contexto, la exposición, la clasificación y la premiación apartarían al bordado de la esfera doméstica y lo colocarían en la esfera pública, como una marca del proceso civilizatorio. Como tal, había ya figurado en la Exposición Universal de París de 1867, con pañuelos bordados a mano.

Cuando Sarmiento en el discurso inaugural se refirió al «genio de la industria» (Boletín de la Exposición Nacional en Córdoba, 1871b, p. 25), no debemos entender que solo se refería a la tecnificación del país. Muy por el contrario, la idea de «laboriosidad» integraba este concepto. La Exposición transmitió la idea de una nación donde nadie estaba ocioso. El bordado remite al hogar, a la familia, a la relación entre madres e hijas (Parker, 2010 [1984], p. 2). Su exposición se basaba en la necesidad de crear y afirmar una identidad femenina. Los elaborados bordados presentados en la Exposición —por ejemplo, los ejecutados en pelo y en hilo, representando complejas escenas— marcaban la prolongada permanencia en el hogar y la delicadeza de todo un grupo familiar. En los casos donde se exponían piezas realizadas en instituciones benéficas se ponía de relieve el rol de elevadoras del «gusto» de las mujeres que las llevaban a cabo.

Un grupo reducido de pintoras acudió a la Exposición. Tránsito Videla de Salas obtuvo un quinto premio por un retrato realizado al óleo, mientras que Corina Videla consiguió la misma recompensa por un cuadro representando a la Virgen Dolorosa, copia de una obra del pintor barroco Guido Reni. Sin embargo, la participación femenina más destacada fue sin dudas la de Josefa Díaz y Clusellas. En la sección santafesina expuso cuatro óleos: representaba uno al «gaucho argentino», otro a una «china del Chaco», mientras que los otros dos eran naturalezas muertas (Boletín de la Exposición Nacional en Córdoba, 1871a, p. 264). Se enfatizaba, por otro lado, la extrema juventud de la artista, aún una adolescente, y que contaba con solo dos años de estudio. Díaz y Clusellas ya había recibido por parte de la Cámara de Representantes de Santa Fe en agosto de 1871 una inusual distinción: una medalla de oro por su labor de «retratista al pincel», que Caillet-Bois reprodujo en la citada monografía y que hoy se ha perdido (Registro Oficial de la Provincia de Santa Fe 1869 al año 1872, 1889, p. 268).

Sus naturalezas muertas, como las dos versiones de Frutas conservadas en el Museo Provincial de Bellas Artes «Rosa Galisteo de Rodríguez», presentan un colorido excepcional y un dibujo seguro. Auténticas continuadoras de la tradición flamenca de la «naturaleza muerta» entendida como ventana abierta al mundo, estas obras dan cuenta de una cierta sensualidad en el tratamiento de la materia viva, latente, de las frutas jugosas.

El sintagma «naturaleza muerta», utilizado en nuestro idioma, resulta incapaz de captar esta faceta de la obra de Díaz y Clusellas. Hay en ella una exuberancia que es mejor captada por la idea de la «vida quieta», traducción literal del sintagma inglés still life. En efecto, las Frutas de la artista son instantáneas robadas al esplendor de la naturaleza: como si Díaz y Clusellas hubiera querido congelar un segundo de la vida de esos objetos vivos.

En la Centennial International Exhibition, organizada en 1876 en la ciudad de Filadelfia para conmemorar el centenario de vida independiente de los Estados Unidos, la obra de Díaz y Clusellas también ocupó un sitio en la sección de bellas artes del envío argentino, siendo además la única mujer representante de la Argentina. Junto a una naturaleza muerta (Frutas), se expusieron también Un gaucho argentino (campesino), Indígena del Chaco y Una sirvienta de color (International Exhibition 1876. Official Catalogue. Department of Art, 1876, p. 53).

Una sirvienta de color, sin duda una de las más poderosas de su producción, se inscribe en su carrera de retratista. Una mujer afrodescendiente, alhajada y con mirada severa, sostiene en su regazo a un niño blanquísimo, uno de los hijos del futuro gobernador Ignacio Crespo, según explica la historiadora Magdalena Candioti en este volumen. La artista evitó caer en la repetición de estereotipos con los que se ha representado a los «sirvientes» de la diáspora africana: su postura es digna y ocupa un porcentaje importante del espacio pictórico. La cercanía de las manos de ambas figuras, la mujer afrodescendiente y el niño, actúa como un comentario visual de una igualdad esquiva y a la que todavía aspiramos.

La circulación de sus cuadros religiosos, un grupo importante dentro de su producción y de su fe, siguió otros caminos. Muchos de los cuadros de temática religiosa fueron propiedad de la Congregación de las Hermanas Adoratrices, de la que la artista formó parte desde 1894, y su destino fue devocional. Sus obras religiosas son el fruto del encuentro entre su propia creatividad y las reproducciones de cuadros célebres de origen europeo, disponibles en su tiempo gracias a las nuevas técnicas de reproducción. Por ejemplo, su Dolorosa se basa evidentemente en el modelo de Murillo, pero el patetismo de la figura de la Virgen María ha sido suavizado. La influencia de Murillo, en estrecha consonancia con la apreciación internacional del artista sevillano como «pintor del cielo» (Álvarez Rodríguez, 2015), es central para la artista y resulta visible en piezas como la Purísima, deudora de las figuras de expresión dulce y apariencia tranquilizante de este artista, como La Inmaculada de El Escorial.

Pintora de tema religioso, pintora de naturalezas muertas, pintora de retratos: las facetas artísticas de Díaz y Clusellas fueron variadas. Su estudio contribuye a desarmar las ideas recibidas en torno a las mujeres artistas en nuestro país: ellas siempre estuvieron allí. Que la Historia del Arte como disciplina las haya olvidado es otro tema.

 

Los Ángeles, agosto de 2024

 

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Notas

 

Bibliografía

Sobre el autor:

Acerca de Georgina Gluzman

Docente, investigadora. Historiadora feminista del arte.

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