Mi presencia no parece incomodarlos, ni siquiera se percatan de que estoy ahí. Están tan compenetrados en su
propia realidad que nadie levanta la mirada ante la visita de una mujer. Me encuentro en el cuarto
piso de Mandarake, una de las tiendas de manga y animé más grandes de Akihabara, el centro de Tokio. Camino entre los pasillos donde sólo hay hombres leyendo, apoyados en las estanterías o sentados en cuclillas. Espío disimuladamente el interior de los libros que tienen en sus manos: dibujos en blanco y negro de mujeres desnudas participando de orgías, soldados pisando la vagina de alguna colegiala, niñas siendo violadas por robots. Al ver estas imágenes me doy cuenta de que estoy en el sector del doujinshi: ediciones de publicación independiente y sin límites en sus contenidos más que la imaginación del autor, únicamente censurada por una ley que regula el contenido sensible y obliga a utilizar pixeles, bandas negras o cualquier otra cosa que cubra aunque sea un mínimo de las partes íntimas de los personajes.

Continúo mi recorrido por el complejo intentando actuar como una mujer open mind. Los pisos superiores no me escandalizan pero cuando llego al último la situación se vuelve a repetir y esta vez en 3 dimensiones: las vitrinas del octavo están cerradas con llave y entre las figuras de Evangelion y Love Live, hay mujeres plásticas de unos 30 cm exhibidas cuidadosamente sobre sus cajas. Tengo la sensación de estar viendo un altar Hentai (género porno de animé manga): una mucama levantando las piernas deja ver su vagina con gotas de flujo que cae de ella; otra, atada a un inodoro, con grandes tetas al descubierto, espera ser penetrada, y una colorada que está arrodillada sobre dos bloques de cemento, encadenada a un yunque símil madera con un fluido entre sus dedos.

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Todo es tan explícito que incluso me da vergüenza mirarlas, me choca cruzarme con hombres que alimentan sus fantasías más íntimas en público sin el más mínimo pudor.

El edén del otaku

La derrota de los japoneses en la Segunda Guerra Mundial significó una gran decadencia económica. Entre 1945 y 1960 lograron revertir la situación gracias a la acción conjunta entre el gobierno, las industrias y los trabajadores. Muchos individuos migraron solos hacia ciudades industriales para trabajar, poniendo en riesgo el modelo tradicional de la familia.

En defensa de éste se profundizó el estereotipo de hombre fuerte y laborioso que debe ganar dinero para mantener una esposa y consecuentemente reproducirse, tener hijos y ascender profesionalmente.

Los que no pueden cumplir con estas expectativas son excluidos y los que no quieren hacerlo se autoexcluyen, dando lugar al surgimiento de contraculturas, entre ellas la otaku: conformada por fans del manga, animé y videojuegos. Gran parte de la sociedad nipona cree que éstos son “hombres fallados” porque han optado por escapar de los roles y responsabilidades de la vida adulta y se convirtieron en consumidores de fantasías.

La lógica es: «Si existe un universo alternativo que satisface mis necesidades de pertenencia, seguridad y reconocimiento, ¿para qué continuar sintiéndome un fracasado en una realidad que sólo me golpea? Ante frustraciones constantes en esta vida me vuelco a un mundo de dos dimensiones que no me agrede y no me hace sentir un ser inferior.”

El término otaku es un pronombre honorífico, una versión extra-formal del “tú” y era utilizado entre los fans del manga y el animé para dirigirse a sus semejantes como una señal de respeto. La connotación negativa de la palabra surgió a raíz de un artículo del periodista Nakamori Akio quien después de haber asistido a una convención de doujinshi describió despectivamente a los asistentes asociándolos con el fracaso crónico y el excentricismo.

En 1989, los medios de comunicación explotaron con Miyazaki Tsutomu, el asesino otaku acusado de homicidios, canibalismo, necrofilia y vampirismo. El pánico hacia esta tribu urbana se masificó, hundiendo su imagen aún más.

Akihabara es el distrito donde converge el mundo imaginario creado por los otakus y la vida real, conocido internacionalmente por ser la meca del manga, animé, videojuegos y tecnología.  Recorro Chuo-dori, la calle principal donde se encuentran las principales tiendas, en dirección al edificio de Sega. Entre los transeúntes hay promotoras vestidas de mucamas repartiendo folletos a los hombres e invitándolos a entrar a los maid-cafes que representan. Las sandalias de verano y las medias blancas con puntillas se multiplican en los pies de estas mujeres: estos accesorios son la representación viva de los personajes de Kaichou wa Maid-Sama, He is my master y una lista infinita de este subgénero del animé.

Al llegar al centro de juegos de Sega, me maravillo por la evolución de las arcades. Pienso lo contento que estaría mi viejo si viera este lugar: me hablaba con orgullo de los flippers como si fueran la máxima invención de la industria del entretenimiento. Era feliz pagando dos fichas para competir conmigo en el Cruis’n World en algún sitio devenido en un espacio casi fantasma. En Argentina cayeron en desuso desde la aparición de la Family Game.

Me emociono al ver que aún en  2019 la industria sigue innovando con estos juegos para espacios recreativos. La diferencia con el resto del mundo es que en Japón los mismos desarrolladores son los dueños de los centros de juegos: Sega, Namco, Taito y Capcom.

El edificio de cinco niveles sin ventanas me genera un poco de claustrofobia y parece que me van a estallar los oídos con la superposición de ruidos. Cuando decido emprender mi retirada me choco con la espalda de un muchacho de unos 20 años de pelo largo bastante descuidado, abstraído de la realidad con unos auriculares gigantes y jugando frenéticamente en una máquina hecha de cubos superpuestos. Sus manos se mueven a una velocidad por segundo imposible de imitar para alguien como yo.

El arcade se llama Jubeat y hay que presionar 16 botones, distribuidos en una grilla de 4×4, que se van iluminando al ritmo de la música. No puedo irme sin jugar y la idea de un reto imaginario contra el experto me parece fantástica. Deslizo mi tarjeta de crédito por la ranura correspondiente y la pantalla me da indicaciones en japonés. No entiendo nada pero por la rapidez con la que empieza deduzco que no elegí el nivel básico: para ganar tengo que presionar los cuadrados luminiscentes en el microsegundo exacto antes que se apaguen.

Primero se encienden sólo dos, luego cuatro, doce y después los 16 simultáneamente pero mi cerebro no tiene la capacidad de enviarle a mi mano la señal para moverse antes que la luz desaparezca. Me siento incompetente, es imposible vencer a mi oponente.

Mediodía en Akihabara y la experiencia no es completa si no voy a un maid-cafe: bares temáticos inspirados en Welcome to Pia Carrot! 2, un juego de simulación de citas, manga y animé. Pia Carrot es una cadena de comidas rápidas y sus personajes son mozas vestidas de mucamas sexies. El primer maid-café permanente se abrió en Akihabara en 1999 luego del rotundo éxito que tuvo un bar pop up organizado en el evento Tokyo Character Collection para promocionar el juego algunos años antes.

Es sábado y está lleno. Mientras espero para entrar veo que algunos de los japoneses que salen, vuelven a hacer la fila. Pregunto a la persona que se encuentra delante mío:

—¿Tengo que pedir turno?

—No –me responde–, esos hombres son clientes regulares que cuando se termina el tiempo de permanencia deben salir y volver a entrar si quieren seguir interactuando con las sirvientas.

Por lo general, cada uno tiene su preferida y sólo quieren que los atienda ella. Buscan sus horarios en la página de la cafetería e ingresan cuantas veces sea necesario hasta que finaliza su jornada laboral. Al estar cronometrado el tiempo de permanencia avanzo rápido y en la puerta me recibe una de las empleadas quien me da un papel plastificado con las reglas de admisión en inglés:

• El tiempo máximo de permanencia es 1 hora.

• Precio por hora: 700 yenes

• No se puede filmar ni tomar fotos de las maids.

• Es obligatorio consumir por lo menos una bebida.

• Está prohibido hacer preguntas personales.

Aceptadas las condiciones de ingreso, toca una campana y las mozas me saludan repitiendo juntas: ¡Bienvenida nuevamente a casa, mi ama!

Mi sirvienta me muestra un cartelito con su nombre. Se llama Mae Tel y me guía hacia la mesa. El menú tiene forma de mariposa y hay una foto de cada una de las comidas y bebidas. El exceso de colores me hace pensar cuántos litros de colorante artificial utilizarán a diario en esa cocina y qué tan sano será consumirlo: la gaseosa de melón es verde fluo y el cocktail de la casa es celeste rabioso. Los platos principales son fideos, arroz con forma de animales, omelette y alguna que otra ensalada. Todos rondan entre los 10 dólares, por el precio y la simplicidad de los alimentos prefiero pasar directamente al postre: me pido un café con leche y una ensalada de frutas con helado y caramelos multicolores.

En la mesa de al lado hay una mucama cantándole a una chiquita de 5 años con una tiara en la cabeza. Al finalizar la nena le dice que cuando sea grande quiere ser como ella.  Más lejos hay dos japonesas maravilladas por el dibujo de kétchup que su moza les está haciendo sobre un omelette de arroz. No dejan de repetir kawaii (tierno) y sugoi (expresión de sorpresa) mientras abren sus ojos pequeñitos al máximo y aplauden las tres como si fueran focas bebes.

Un poco más allá hay dos adolescentes disfrazados de los  personajes de Gundam Amuro Ray y Kira Yamato jugando con la maid a piedra-papel-o-tijera y disfrutando como si aún estuvieran en la escuela primaria.

Las mismas situaciones se repiten en casi todas las mesas: el factor común es la alegría. Al ver a todos tan felices tengo la sensación de estar sentada sobre un arco iris y que Mae-Tel me trae la comida arriba del unicornio blanco de Rainbow Brite.

—Tenés que decir conmigo “Moe moe Kyun” para que la ensalada sea más rica.

Y a la cuenta de 3, las dos decimos al unísono:

—Moe, moe kyun! Moe, moe Kyun! –mientras ella hace una forma de corazón con sus manos.

El Supercalifragilistico-expialidoso de Mary Poppins que en occidente salvaría a la humanidad de todos los males encontró su equivalente en el moe moe kyun: frase que se hizo famosa por la serie K-on! Moe. Es un término que aficionados del manga usan para describir a personajes tiernos e inocentes necesitados de protección y kyun es la onomatopeya del latido del corazón.

Aunque no hay nada más japonés que un maid-café, este lugar evoca cada uno de los dibujitos que veía cuando era chica: Frutillitas, Rainbow Brite, Los Ositos Cariñosos y los Popples. Es increíblemente fácil mimetizarse con el ambiente y despertar a la niña interior que llevo dentro repitiendo incansablemente el moe moe.

Entre tanta inocencia a flor de piel veo un japonés cuarentón hablando y sonriéndole a cuanta mucama se le cruza. Lo primero que pienso es que es un pervertido con algún fetiche desagradable con lolitas y que en Argentina lo tildaríamos de baboso y si se le escapa una mano incluso podría salir en los medios de comunicación acusado de pedófilo.

El funcionamiento de estas cafeterías puede parecer falócrata: mujeres disfrazadas de mucamas sensuales cuya misión es aparentar tener 17 años por siempre y su trabajo entretener a los clientes que en muchos casos son hombres adultos y solteros.

Mientras tomo el café con leche con un dibujo de mí misma sobre la espuma que muy amablemente hizo Mae-Tel, se reúnen todas las camareras en el centro del bar e invitan al señor a pasar al frente. Lo hace con un poco de timidez y al llegar le cantan el feliz cumpleaños. Una de ellas sostiene una torta multicolor, él sopla las velitas y se le humedecen los ojos, segundos más tarde llora de la emoción.

Ese hombre es uno de los clientes regulares: la celebración del cumpleaños es el beneficio que se obtiene cuando se alcanza la máxima categoría de un sistema de membresía del @HomeMaid Café. Los niveles van desde la tarjeta de bronce que vale dos visitas hasta la Súper-Black que brinda premios exclusivos a quienes hayan ido 5.000 veces.

Por lo general los consumidores asiduos son otakus que prefieren ir a estos sitios porque se sienten comprendidos. Van en busca de la contención que no pudieron obtener de la sociedad y que sí encontraron en un mundo de fantasía. El escritor Honda Toru define al maid-café como un espacio de 2.5 dimensiones que permite que la ficción se convierta en parte de la realidad diaria.

No puedo dejar de mirar al cumpleañero, quien tuvo que haber ido todos los días durante casi 14 años o dos veces por día durante 7 para convertirse en un miembro Super-Black. Me pregunto qué tipo de ficción desea materializar e intento descubrir con qué animé se podría sentir identificado:

—El personaje de He is my Master es un adolescente huérfano y millonario con conductas fetichistas, contrata sirvientas en edad escolar a las que filma a escondidas mientras se bañan y las obliga a usar uniformes con prominentes escotes.

—La protagonista de Mahoromatic es un androide de batalla que decide pasar su último año de vida como mucama sirviendo a un joven en edad escolar y, si bien sus intenciones no son misóginas como en el anterior, la tendencia libidinosa del relato se pone de manifiesto cuando ambos van dejando al descubierto tanto sus inseguridades como sus fantasías sexuales.

Kaichou wa Maid-Sama es el animé más objetivo que vi de este subgénero en el que la protagonista, también adolescente, debe trabajar en un maid-café y durante el transcurso de la historia se la acompaña en la construcción de su imagen de mucama y, al mismo tiempo, muestra los problemas a los que se enfrenta en su trabajo. Por ejemplo: otakus obsesionados que la secuestran y la atan en el horario de cierre de la cafetería para luego ser apresados por la policía. Sin embargo, es importante resaltar que no fomentan esta clase de conducta y es incluso sancionada por los mismos personajes.

Creo que existe una dualidad entre lo que busca cada otaku: algunos se conforman con ser escuchados y recibir una sonrisa o una mirada de aprobación, otros quieren más. En estos establecimientos no se ofrecen servicios sexuales, el contacto físico no está permitido, las empleadas tienen prohibido develar su verdadera identidad y aquellos que inflijan las reglas serán expulsados.

La antropóloga Anne Allison afirma que en Japón algunas formas de entretenimientos están diseñadas para hacer sentir a los hombres como “hombres” mientras que los maid-cafe contribuyen a la imagen de individuos fallados que tiene la sociedad sobre los otakus porque nunca se ganan a las chicas. Al aplazar la exitación sexual , continúan indefinidamente las relaciones afectivas con las mucamas mediante un erotismo no consumado. También dice que “en estos espacios lo sexual no es explicito pero lo implícito está en todas partes”.

Pienso que el maid café es un gris: hombres, mujeres y niños disfrutan a su manera. Siempre que se cumplan las normas establecidas ¿Qué importa lo que cada uno imagina? Por ahora, las mentes no han sido hackeadas y nuestros pensamientos siguen siendo nuestros. Se dice que la sociedad japonesa es patriarcal, aunque en este mercado donde converge la imaginación con la realidad hay productos para todos, cada uno puede ser quien quiere ser. Nosotras también podemos cumplir nuestras fantasías: el sex shop de Akihabara vende penes de todos los tamaños, existen los Butler cafés donde los sirvientes son hombres y el complejo Mandarake tiene un piso de doujinshi femenino.

Además, alrededor de 1975 el mayor porcentaje de artistas de manga amateur eran mujeres: Moto Hagio, Yumiko Oshima y Keiko Takemiya fueron las precursoras de nuevos géneros que incluían temas como el amor homosexual y relaciones sexuales entre hombres hermafroditas.

“¿Quién es el número 11?” y “Poema del Viento y de los árboles” fueron algunas de las publicaciones que revolucionaron esta disciplina. Durante los últimos minutos, googleo cómo llegar a Ikebukuro y reservo una mesa en un café BL en el que una de las opciones del menú es ver como los chicos vestidos de colegiales se besan adelante tuyo.

Mae-Tel y yo nos despedimos sabiendo que probablemente no nos volveremos a ver jamás. Me separan algunas cuadras de la estación Ochanomizu, son 700 metros de gigantografías de chicas siempre jóvenes y bellas, piernas chuecas con bucaneras blancas, japoneses enmascarados con miradas perdidas y extranjeros riendo a carcajadas tomando fotos de los lugareños como si fueran objetos en exposición.

Los medios de comunicación banalizan diariamente cada una de las actividades de los otakus y las convierten en un circo para los turistas cuando en verdad las profundidades de Akihabara son las raíces de una cultura que se erigió contra un sistema con estándares de perfección casi utópicos y que le brindó una alternativa de vida al excedente del modelo socioeconómico japonés.

Hemisferios y objetivos opuestos: mientras la generación beat –mal llamados beatniks– intentaba cambiar el mundo, el manga amateur proyecta uno nuevo, un universo paralelo. Marginados y controversiales son las características en común de ambos movimientos. Artistas y consumidores de manga y animé dejan de lado diariamente la máscara social –tatemae– para exteriorizar sus verdaderos sentimientos –honne. Aunque muchos todavía no se han dado cuenta, el mundo otaku es la resistencia al status quo.

logros
Sobre el autor:

Acerca de Desiré Ionescu

Graduada en turismo, cronista de viajes y estudiante de periodismo. Para ella visitar nuevos lugares, probar nuevos sabores, caminar por la jungla urbana observando cómo se vive son actividades que contribuyen a la libertad  personal y a ver situaciones, problemas y soluciones desde perspectivas que alguien que no viaja no podría comprender.  Ama la era […]

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