Cuando se acerca la noche, por lo general, siento desfallecer de tristeza. Una tristeza que nace de la falta de contornos, de ser un terreno abandonado, sin alambrar. No tener cimientos ni contornos. Esa es mi tristeza. No tiene nada que ver con la nostalgia. Detesto la nostalgia. Es asquerosamente humana. Una de las peores consecuencias del fracaso de buscar lo eterno en lo que cambia. Pero ese día la tristeza era mucho mayor. Porque era nochebuena y se había muerto mi mamá.

Reconocí en ese estado de angustia el clima propicio para mis viejos ataques de pánico, aunque a veces los ataques, esos que minaron mi vida desde los diez hasta los treinta años, surgían de la nada, me asaltaban en cualquier momento. Esos ataques determinaron muchos matices de mi personalidad, de mi modo de vincularme con las cosas y con las personas: esa intermitencia, ese saltar de una cosa a otra casi sin continuidad, ese modo de conversar —que aún conservo y que a mis amigos les resulta gracioso— saltando de un tema a otro totalmente diverso, esa existencia cotidiana a saltitos, dejando cosas a medio hacer para empezar otras, sembrar acciones comenzadas que voy terminando a lo largo del día, empezar a leer cuatro o cinco libros a la vez para ir saltando de uno a otro, sentir cierta culpa por abandonar uno de ellos durante una semana. Olvidar completamente lo que empecé a hacer hace unos minutos para recordarlo horas después. Esos intervalos en mi memoria, esos blancos, como una luz que se enciende y se apaga fuera de mi voluntad. Estás vieja, suelen decirme a modo de chiste cuando sale a la luz esta modalidad de vacío que me constituye. Siempre estuve vieja, respondo.

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Mi infancia terminó a los ocho años. Ya voy a decir por qué.

Entre mis tres y cuatro años mi mamá trabajaba y me dejaba con una mujer inmensa de pelo negro, piel oscura y grandísimos ojos negros. Se llamaba Ana. Hermano 1 era un bebé. A esa edad, entre los tres y cuatro años, Ana me pegaba. Yo me meaba encima y ella me pegaba porque me meaba. Y para colmo me meaba de miedo cuando la veía. Además de pegarme, me encerraba en el baño como castigo. Desde el baño yo podía oír cómo jugaba con mi hermanito, escuchaba sus mimos y sus risas. Un día, cuando descubrió que me había hecho pis, me tomó de los pies y me golpeó repetidamente la cabeza contra el piso. Es la única paliza que recuerdo detalladamente. A las otras, las olvidé. El tiempo que pasaba encerrada en el baño era interminable. Tengo muy presente la sensación de miedo que me embargaba ante la sola posibilidad de contarlo. Si lo contaba, Ana me odiaría más, y me mataría. No entendía por qué a mi hermano lo quería y a mí no. Recién a los diecinueve años, cuando fui a un psicólogo, pude hablarlo. Recién entonces dejé de mearme encima. Lo que nunca se fue del todo es esa sensación de desamparo. Cuando el mundo se presenta hostil en la primera infancia, es casi imposible no naturalizar la hostilidad. Cuando se es niño, todo es natural. Todo está ahí porque tiene que estar; no se considera la posibilidad de que no esté. Cada cosa ocupa su lugar. Es muy trabajoso desnaturalizar la violencia, ya de adulto, cuando se vivió desde la primera infancia. Ana estaba ahí para pegarme, y por algo mi madre me dejaba a su cuidado. De algún modo, lo que hacía Ana era lo que había que hacer. Mi mamá la dejaba en su lugar cuando se iba a trabajar. El mundo estaba hecho así, con un sol que alumbraba, con unas estrellas que titilaban y con una Ana que pegaba. Era así.

Un día Hermano 1 y yo nos estábamos peleando, y mi papá nos corrió por todos lados hasta alcanzarnos; nos acorraló en una cama y empezó a golpear repetidamente mi cabeza contra la de mi hermano, mientras nos decía: ¡Ahí tienen, mátense, mátense, mátense…! Era una tarde como cualquier tarde, había sol. Pero mientras veía mi cabeza en las manos de ese hombre del que me habían dicho que era mi padre estrellarse una y otra vez contra la de mi hermano, mientras la voz áspera de ese hombre nos ordenaba que nos matásemos, mientras pasaba esto e incluso después de esto, sentía que mi cabeza había cambiado radicalmente, que mi vida había cambiado, que a partir de entonces ya nada sería igual. Y nada fue igual, ya que al poco tiempo empecé con los “Mareos”.

Ahora no podía estar en otro lugar que en la cama. La cama me tragaba, como si quisiera decirme algo. Entonces me tiré, me puse de costado, y empecé a recordar. Era mi cuerpo el que recordaba, no yo. Era un dolor tremendo, el más tremendo de todos los dolores, el más puro. Era un dolor familiar. Ya había vivido ahí, en ese dolor. Ese dolor era mi casa. Apenas me acosté, empecé a temblar. Yo tendría cuatro años y estaba en la casa en la que nací, en la que viví hasta esa edad, la casa en la que me dejaban con Ana. Todo mi cuerpo temblaba, todo. La cara, las manos, los pies, los muslos, el corazón. Un agujero se me había abierto entre las piernas, el agujero por donde salía el pis. Alguien me había abierto el agujero para hacer algo, y después lo había limpiado con algo seco y áspero. Entonces entendí que esa era la razón de mis ataques de pánico. Estaba paralizada en esa posición, me meaba y no podía levantarme. Recordaba con el cuerpo, era muy raro. Asumí el riesgo de morir, creyendo a mi corazón incapaz de sobrevivir a semejante prueba. Y me entregué al dolor. Decidí que lo soportaría el tiempo que fuera necesario, ya que si había alguna posibilidad de curar esa herida tan antigua, era vivenciándola. Era un viaje vertiginoso al pasado; y no me preocupaba no poder regresar, mientras pudiera recordar. El agujero del pis, ese que me habían abierto, latía y dolía.

Ahora me enteraba de que tenía un orificio entre las piernas. Mi entrepierna era un pozo, un pozo en la tierra. Y dolía tanto. Tenía miedo de ese pozo que nunca más volvería a cerrarse. Temblaba de un modo intenso y sostenido. Todo mi cuerpo era temblor. ¿Cómo haría, de ahí en adelante, para que no se notara, para que no se notara mi agujero? Tenía que levantarme, pero no podía dejar de temblar. ¿Podría caminar? Estaba de costado, en posición fetal. ¿Cómo hice para incorporarme? El nuevo desafío sería, de ahí en adelante, ocultarlo, ocultar mi herida.

Es tan doloroso escribir esto, que escribo unas líneas y tengo que descansar. Escribo y me acuesto, escribo y me acuesto.

Porque hablo desde ahí, desde el corazón del dolor.

Ahora que lo recuerdo me resulta tan familiar como un órgano de mi cuerpo, como un viejo mueble que siempre perteneció a mi familia, como la casa en la que vivo. ¿Cómo puede hundirse así algo tan propio? ¿Será que de tan mío dejé de verlo? Es que acarreé eso toda mi vida, no sé lo que es moverse sin eso. Yo y mi abuso. Allá va ella con su abuso. Ahí viene ella, ella y su abuso.

Ahora me doy cuenta de que la nena agujereada siempre estuvo a mi lado, siempre. Tiene 3 años, 4, 5, 6, 8, 16. Tiene todas las edades. Ella está siempre ahí, reclamando mi atención.

Eso no tenía nombre. Violación, abuso, palabras aprendidas mucho más tarde con total indiferencia. Eso era sin nombre, ya nunca tendría nombre. Así que tuve que olvidarlo. Otro recuerdo tomó su lugar: Ana tomándome de los tobillos y golpeándome la cabeza contra el piso. Ahora creo que lo hacía sólo para quitarme el pantalón meado. Yo era tan livianita, no pesaba nada. Podían darme vuelta, tirarme por el aire. Hubo un tiempo en que no pesé nada.

Y más tarde, a los diez años, Eso se llamó El Mareo. El Mareo, El Mareo, gritaba llamando a mi mamá.

Y con los ataques de pánico, a los diez años, vinieron las visitas a los médicos, a los psiquiatras, a los señores que saben qué sustancias y en qué proporciones deben hallarse en el cerebro humano. Señores llenos de importancia que me preguntaban cómo está mi papá, y le mandaban saludos. Porque mi padre también era importante, era Juez. Y el electrocardiograma que dictaminó que tenía “excitada la corteza cerebral”. Y la píldora que mi madre me daba a diario a causa de esa excitación de la corteza, píldora que me fue sustraída después de un tiempo, cuando el médico vio que los mareos seguían. Seguramente todos tenemos excitada la corteza cerebral, si nos hacemos un estudio, dijo. Y dijo que lo mío era una falta de madurez emocional que se resolvería en algún momento de mi vida adulta. Saludos al papi, dijo, dándome un beso y una palmadita. Otra vez la inmadurez, el retraso, la malformación. Más tarde, mucho más tarde, mis mareos tuvieron un nombre: Ataques de Pánico. Y me medicaron con rivotril. Cuando nació mi hijo los ataques de pánico se fueron definitivamente, pero me dieron un antidepresivo porque, dijo el médico, quedarían secuelas. Estuve dos años tomando esa pastilla, y tenía depresión por la mañana. Se lo planteé al médico y me dijo que es normal. Insistí: Cómo puede ser normal tener depresión tomando antidepresivos. Él me dijo que por mis antecedentes debía tomarlos toda la vida. Ese día leí las contraindicaciones, que eran muchísimas; después tiré la caja a la basura, y nunca volví a tomar pastillas. Nunca me gustó la palabra depresión, me resulta sentenciosa y lapidaria, prefiero llamarla tristeza.

La historia de mi vida podría resumirse, también, en el intento permanente e insistente de enloquecer. Enloquecer también era una forma de aniquilación. Era tanta la energía que usaba para eso, que prácticamente no podía pensar en otra cosa. De niña montaba escenas de locura, me tiraba al piso, temblaba, gritaba como una desaforada. Pasar el bordecito de la locura hubiese sido un alivio para mí y para mi familia. Para mí, porque la vida me parecía espantosa. Para mi familia, porque hubiesen tenido el hijo enfermo que tanto se esforzaron por construir; de ese modo tendrían sus propios males al alcance de la mano, alimentarían a sus propios males como si no les pertenecieran. Su fracaso dejaría de estar en ellos y pasaría a ser yo. Pero no pude, nunca pude enloquecer. Y lo digo con mucho pesar. Más tarde, en mi adolescencia y en mi juventud, usé drogas con el mismo objetivo. Quería perderme. Sí, cómo deseaba perderme, perder la razón. Pero no podía, no, no había manera de perder la insoportable razón, esa permanente noción de tiempo y espacio nunca me abandonó. Llegué a emborracharme, a quitarme la bombacha en público por debajo de la pollera, llegué a acostarme con gente desagradable, con desconocidos. Y la razón nunca me abandonó. Mi maldita razón, firme como una roca, siempre despierta, como una madre que deja que su hija se entretenga mientras ella hace las tareas domésticas.

Ahora estaba agujereada. Jugaba con mis primas y me preguntaba si estarían agujereadas ellas también. Porque ahora lo mío era un estado, no era algo que me habían hecho, sino un estado, una manera de ser. Yo era así, tenía un agujero, estaba pinchada, y por ahí se me escapaba el pis. Y por los agujeros de los ojos se me escapaban lágrimas…

Ella, la llorona. Se la pasa llorando, le encanta sufrir. ¿Otra vez te hiciste pichín?, decía mami. Los demás decían pis, pipí, pichí. Pero nunca pichín. Solo mami lo llamaba así. El Pichín era un ser vivo, era algo que salía por el agujero, era un monstruo que lloraba.

¿En qué momento lo olvidé? ¿En qué momento dejó de ser un hecho para convertirse en estado puro, en pura consecuencia sin causa? Y al no haber causa, la consecuencia pasó a ser un estado, una manera de ser propia de una nena con problemas.

La tristeza se transformó en mi elemento, en mi alimento. Sentía lástima de mí misma. La tristeza era mi refugio, la pena que sentía hacia mí misma me protegía. Tuve que ser una adulta para apiadarme de mí. A los cuatro años tuve que desdoblarme y ser una adulta para sobrevivir. La adulta que vivía en mí era una madre rara, una madre que se identificaba con la niña, una madre que no estaba en condiciones de cuidar a esa niña. Sólo podía tenerle lástima. Y también podía odiarla. Cuando la nena se ponía colorada, la adulta la castigaba y le sacaba el pichín por el agujero. ¿Por qué no sos como las otras nenas?, le decía la adulta. ¿Por qué llorás todo el tiempo?

Le habían regalado una muñeca. Las demás nenas jugaban con sus muñecas. Pero ella no sabía jugar. ¿Qué hacer con una muñeca? Le pegaba, le arrancaba la ropita y la dejaba tirada. Odiaba a esa muñeca estúpida.

La nena lloraba y le pusieron el nombre de Víctima. Le gusta hacerse la víctima, decían. Uy, cómo se esforzaba para que no le dijeran que se hacía la víctima. Pero la víctima estaba en su nombre: Vica – Víctima. La adulta precoz sabía del daño que causan las etiquetas. Y se quedó calladita, e hizo callar a la nena para que no la juzgaran.

En la escuela, en las conversaciones, la nena se iba lejos, la adulta se la llevaba volando porque la nena no podía resistir el dolor de escuchar voces. Siempre en la Luna, decían en la escuela. Qué raro, siempre en la Luna de Valencia. Y todos se reían. ¿Por qué de Valencia? ¿Dónde queda Valencia? Pero la adulta algo escuchaba; a través de la cortina que la separaba del mundo podía cazar al vuelo algunas palabras. Pocas, pero las suficientes como para devolver a los otros ese algo, un algo que disimulara su ausencia.

¿Qué es esto? ¿Una novela? ¿Un cuento? ¿Un sueño? ¿En qué género estoy desplazándome mientras veo aflorar recuerdos dolorosos? ¿Qué soy? ¿Un ser humano? ¿Una mujer? ¿Una nena?

Para llegar hasta acá, aprendí a bucear en la Nada, a transformarme en todas las que hubiera podido ser: fui puta, virgen, cleptómana, enferma psiquiátrica, suicida, drogadicta, leal, traicionera, débil mental, brillante, hermosa, horrible. Y de todas esas que fui salí sola. Aprendí que soy múltiple, que soy todas y ninguna. Soy hija del vacío. Me armo y me desarmo en el aire. Se lo conté a Fredy y dijo que él pasó por algo parecido. Somos brujos transformadores, dijo. Estamos haciendo un buen trabajo.

¿Será por eso que probé todas las drogas y no me casé con ninguna? Demasiada conciencia de la plasticidad de la materia, quizás.

Le leí en voz alta el texto Ante la ley, de Kafka. Entendí por qué siempre me emocionó tanto ese texto. Siempre que lo leía, cuando llegaba a la parte en que dice “Esta entrada era solo para ti. Ahora voy a cerrarla”, lloraba de emoción. Le dije que durante muchos años, incluso ya de adulta, el Juez fue la Ley para mí. No daba un solo paso sin detenerme a pensar qué diría mi padre. En mis relaciones sexuales sentía que el Juez me miraba. Su mirada me inhibía y me volvía frígida. Ahora estamos por entrar a la Ley, Fredy, vamos. Si esperábamos un tiempo más, el guardián nos cerraba la puerta.

 

 

 

 

 

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Sobre el autor:

Acerca de Virginia Ducler

Nació en Rosario. Es Licenciada en Letras graduada en la UNR. Ha ganado numerosos premios como cuentista. Libros: “Los zapatos del ahorcado” (cuentos), Barcelona: Ediciones Revólver, 2014; “El sol” (dos nouvelles), Rosario: Casagrande, 2015; “Cuaderno de V”, (Mansalva, 2019).

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