Cuando se cumplía un año de la pandemia en Argentina y de la muerte lenta de muchos de nuestros hábitos más intuitivos, terminé de leer El año del pensamiento mágico, de Joan Didion (la escritora californiana desarrolló una suerte de diario de la pérdida de su esposo, John Gregory Dunne, en 2003). Un relato en primera persona que me hizo compañía, sin reclamos ni urgencias, porque es un libro que se agarra y se deja cuando una quiere. A raíz de un ejercicio de escritura que me propusieron, busqué las notas que había hecho, las había guardado en un cuaderno y, para mi sorpresa, tenían distintas fechas que iban de enero a marzo del 2021, de acuerdo a los días en los que fui leyendo. En este breve texto* comparto algunas de ellas, no elegí las mejores notas sino las que fui encontrando, seleccionadas con el dedo índice de mi mano derecha y con el solo criterio de respetar el orden del calendario. A partir de esos recortes me hago una invitación, la de conversar con esas notas, como en una charla imaginaria con Joan y como una forma de invitar a otres a leerla.

11 de enero, dice Joan: “Ahora reconozco que aquello no tenía nada de extraordinario; enfrentados a un desastre repentino, todos señalamos lo normales que eran las circunstancias en las que lo impensable sucede”.

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Sé por qué anoté esta oración, confirmo la idea que sostiene que en la calma más habitual se desata lo peor de nosotras, de forma no solo inexplicable, sino inesperable. Nada de lo que sucede como trágico en nuestras vidas puede esperarse. Sin embargo, lo más memorable de esos momentos suele ser lo inmediatamente anterior, eso que estábamos haciendo cuando llegó la noticia. El duelo de Joan me invitó a recordar esas acciones ritualizadas que había olvidado. Ese antes –por qué no– de la pandemia. Pude regodearme recordando las caminatas apuradas entre un trabajo y otro, las compras en la verdulería antes de que cierre a última hora del día, la esquina de la casa de mis viejos, el café improvisado con una amiga, el movimiento del lavarropas, el hervor del agua antes de echar los fideos.

12 de enero, leo: “Hacer una nota cuando se te ocurre algo supone la diferencia entre escribir y no hacerlo”.

Creo que esta idea puede ser ambigua. Comparto con ella el supuesto de que anotar eso que se nos ocurrió es un compromiso con la mera ocurrencia, y todavía más, es la confianza en que eso que imaginamos, sin antecedente o disparador obvio, merece ser registrado. Pero a mí raras veces me sirven esas notas mentales transformadas en letra escrita. Las vuelvo a leer y ya no me dicen nada. Incluso desconfío de que haya sido yo misma la escriba. Como si el papel, la agenda o el cuaderno fueran pequeños cementerios de lo que en verdad deseo olvidar o quitarme de encima. Anotar esa idea puede ser la diferencia entre escribir sobre ella o sobre algo. Es cierto. Pero el solo hecho de anotarla puede suponer el olvido del estímulo creativo, y descansar en que alguna vez eso anotado nos vaya a hablar. No sé, de cualquier modo, el olvido se me aparece como destino infalible.

18 de enero, Joan dice: “A lo largo de mi vida, yo misma he compartido esa firme creencia en mi habilidad para controlar los acontecimientos”.

Yo también Joan.

22 de enero, leo: “Hasta la mañana siguiente, cuando, aún medio dormida, intenté averiguar por qué estaba sola en la cama. Tenía una sensación plúmbea. La misma sensación plúmbea con la que me despertaba por la mañana después de haberme peleado con John”.

¿Qué significa plúmbea? ¿Qué es esa palabra? Busco en Google, y leo que es algo tremendamente aburrido, pero en un sentido irónico. Pienso en una mueca, un chiste de mal gusto. Lo aburrido y lo tremendo se cuelan en el duelo. Me gusta cómo hablás de eso Joan, sin rodeos ni excusas, cómo nos contás el minuto a minuto, el día a día después de la pérdida. La “precariedad de la cordura”, el desconsuelo que llega en forma de arrebatos repentinos. A veces, te confieso, leerte puede ser un ejercicio monótono, pero no pude dejar de hacerlo, no pude dejarte Joan. De hecho, sé que puedo irme por varios días y volver a tus palabras como si nada nos hubiera separado. Siento que en el relato de tu pérdida hay un lugar a donde puedo volver.

14 de febrero, Joan dice de alguien más: “…cuya intuitiva amabilidad en aquella situación consistía en preguntarme todas las mañanas qué planes tenía para la noche”.

Vuelvo a leer esta nota y me colma de ternura, sobre todo la idea de la intuición, ese atributo que hace de algunas personas seres tan necesarios, sin que realmente lo asumamos, o incluso sin que lo sepamos. Gracias a las intuiciones que me salvaron de los abismos.

15 de febrero, Joan escribe una de las frases más bellas de su libro, y creo que está parafraseando alguna otra cita, para no perder de vista que escribir también es saber copiar: “Los tornados nunca arrasan dos veces en el mismo lugar”.

No quiero agregar nada más, sólo agradecer por esa sentencia que me da esperanza.

20 de febrero, Joan recuerda: “Estabas allí, junto a mí, en una ladera azotada por la brisa… con el rostro al viento y el corazón hinchado de esperanza”.

Quiero robarte este recuerdo Joan, pero no puedo, no me pertenece. Entonces me quedo con esa idea de que una brisa puede azotarnos, algo así como morirnos de tanta felicidad. ¿Puedo quedarme para siempre ahí donde sé que ya no estamos? Pienso.

25 de febrero, leo: “Junio, cuando los atardeceres se hicieron más largos, me obligué a cenar en el salón donde había más luz”.

Me encanta esta consigna Joan. Asumo el desafío. Me quiero obligar a poner flores en la mesa, jazmines de ser posible, en un rincón, con mucha agua. Me quiero obligar a bañarme y quedarme en el agua más tiempo de lo necesario. Me quiero obligar a caminar sin rumbo, al menos una vez a la semana, divagar y llegar a casa como si hubiera dado un gran paseo.

27 de febrero, dice Joan, ya sin atajos: “No esperamos que la conmoción sea arrasadora, que trastorne a la vez el cuerpo y le espíritu”.

La idea de trastorno se me vuelve real, ahora hablamos el mismo lenguaje, querida Joan, creo que te entiendo. Se trastorna el cuerpo, de una vez y para siempre. No somos las mismas, estamos heridas después del huracán. El cuerpo se vuelve una guitarra vieja, con marcas, raspones, rajaduras. Se modifica el espíritu también, que para mí es como el tono de la voz. Después de las grandes pérdidas cambia la manera de mirar las cosas, la forma de comprender al mundo. Y no sé si eso nos vuelve más descreídos, por el contrario, creo que nos encontramos con una fe inédita, estamos huérfanos, la ausencia del ser querido hace que el mundo se vuelva vacío y no quede más que existir.

8 de marzo, leo a Joan: “Mientras escribo esto me doy cuenta de que no quiero terminar este relato. Ni tampoco quería terminar el año”.

Sí, hay días que me los quiero guardar todos para mí, saber eso de antemano es un hallazgo, casi siempre lo sé después. Gracias por esta advertencia Joan. Creo que esta nota mental vale la pena.

 

*Este texto fue escrito en el marco del taller “Está historia es la mía. Taller de escritura autobiográfica” a cargo de Mariana Mazover.

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