Hace veintiún años y diez meses en el pasado, el microcentro rosarino amanecía ante un espectáculo inusual. Situemos la escena. La ventaja de una hipotética vista aérea puede advertirnos de la presencia de un semicírculo que encorseta a un parque. Sin embargo, el descenso hacia una mirada más horizontal y próxima basta para difuminar la aparente solidez de la figura, mostrando el detalle de sus eslabones humanos (efectivos de la Gendarmería Nacional, miembros de la Policía Federal, algunos hombres de trajes) y mecánicos (equipos de asalto, armas de diverso calibre y propósito, vehículos tácticos y otros dispositivos). Pronto, la pasiva concavidad del cerco geométrico se transforma en un agresivo juego de tenazas que comienza a cerrarse sobre un punto singularizado. Gracias a una nueva aproximación ocular, se nos revela la identidad de la potencial víctima del semicírculo macrófago: un galpón de gran altura y gruesas paredes de ladrillo visto. Los ritmos se aceleran. Los eslabones humanos y mecánicos colapsan sobre la solitaria estructura ubicada entre la Avenida Wheelwright, las calles España e Italia y el Parque de las Colectividades.

A las 7:30 de la mañana del 12 de agosto de 1998, unas cuatro docenas de agentes armados desalojaron a unos siete u ocho jóvenes que habitaban un galpón ferroviario abandonado. La acción conjunta de las fuerzas del orden requirió el cercamiento y la paralización de todo el centro de la ciudad de Rosario en un radio de diez cuadras a la redonda. El diario La Capital describió a la gesta de magros resultados como un “impresionante operativo [protagonizado] por un grupo de elite de la Policía Federal y unos treinta gendarmes” (La Capital, 13/08/1998), acompañados de media docena de camiones, patrulleros y dos ambulancias del Sistema Integrado de Emergencias Sanitaras de la ciudad (Sies). Los canales de noticias y todos los periódicos de relevancia de Rosario y Buenos Aires cubrieron el acontecimiento. En “tan solo 40 minutos”, el inmueble fue vaciado de toda presencia humana (Página12, 13/10/1998).

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A pesar de su espectacularidad, este episodio constituyó más que una exhibición exagerada de la fuerza pública: clausuró una particular arista de la historia cultural de la Rosario de fin del siglo XX. Si bien, para el período y en el terreno de las relaciones entre arte y espacio público, la ciudad cuenta con un rico haber de experiencias –como el Grupo de Arte Experimental Cucaño (1979-1984) y el teatro de calle tramado en década de 1980– entendemos que el Galpón Okupa y sus resonancias constituyen un proceso específico y relevante por cuatro razones. En primer lugar, porque significó una apropiación sociocultural singular de la ribera central durante la década de 1990 y sentó un precedente para las formas de habitación del paisaje fluvial en el siglo XXI. En segundo lugar, porque constituyó el primer caso exitoso de un centro kultural okupa en el Argentina (1997-1998)[1], exhibiendo dinámicas horizontales con una interesante orientación hacia lo comunitario, lo múltiple y lo singular. En tercer lugar, porque los enlaces, las interacciones y los (des)encuentros del Galpón con su entorno sugieren la pregunta por las contingencias y los límites del gobierno de la cultura urbana. Finalmente, en cuarto lugar, porque posiblemente en el Okupa y sus inmediaciones procesuales se encuentre gran parte del origen de las Artes Urbanas contemporáneas de Rosario.

Al calor del fuego, a la vera del río

Durante la década de 1980, una serie de parques se volvieron teatros a cielo abierto para decenas de artistas callejeros y cientos de paseantes devenidos espectadores eventuales. Pulmones como el Parque de la Independencia y el Parque Urquiza gozaban de gran popularidad entre los adeptos al aire libre y la masa vegetal. Los payasos, los mimos y los titiriteros constituyeron buena parte del paisaje y la banda de sonido de los fines de semana posteriores al retorno de la democracia. Sin embargo, esas ágoras teatrales distaban de agotar los espacios verdes de Rosario. La ciudad contaba con muchas extensiones holgadas, panorámicas y provistas de fronda que carecían de equipamientos y directivas urbanas que los convirtieran en plazas o parques en el sentido tradicional. Ese era el caso de una amplia porción de la ribera central de Rosario. A pesar de su vecindad con el Parque de España, inaugurado en 1992 y algunas de las manzanas más encumbradas y valorizadas del centro de la urbe, la situación de los terrenos devolvía una imagen lúgubre. Durante un siglo el límite fluvial se había consagrado al transporte ferroportuario, alojando sus infraestructuras y suturando la relación ciudad-río con un motivo histórico agroexportador. A mediados de la década de 1990, las promesas de una revolución productiva se habían trocado por la liquidación de los bienes ferroviarios, desafectando a la ribera central de su centenaria función e identidad. Las instalaciones remanentes de lo que había sido el Ferrocarril Mitre fueron vaciadas y sus inmediaciones, abandonadas. La hierba se apoderó de los despojos y, como resultado, la zona se volvió un mosaico que intercalaba verde, marrón terrestre y el abanico cromático de la herrumbre.

Diez años más tarde, cuando el límite fluvial se trocara por frente ribereño, el marmolado pariente baldío al norte del Parque de España recibiría el nombre de Parque de las Colectividades. Su extensión y sus entornos se convertirían en una de las zonas más transitadas, promocionadas y de mayor valor inmobiliario de la urbe: el patio delantero perfecto para los balcones más pudientes. Entre el fin del momento ferroviario y los albores del momento recreativo, la franja ribereña constituía una periferia en pleno centro, ignorada por los paseantes y los grupos familiares entretenidos con los más tradicionales parques Urquiza e Independencia. Si bien el hito “Parque España” había marcado un primer paso en la “recuperación” de la costa para los rosarinos, existían dos obstáculos para que algo similar ocurriese en la ribera entre la calle Entre Ríos y el Bulevar Oroño. El primero era de carácter económico: las magras arcas locales, sin el concurso de inversores privados ni el auspicio del Estado Nacional, no podían asumir los costos de las obras necesarias. El segundo impedimento era de tipo jurisdiccional: tras la liquidación de los bienes del ferrocarril en 1995, se creó el Ente Nacional de Administración de Bienes Ferroviarios (Enabief), de carácter autárquico y sobre cuyos terrenos el municipio carecía de potestad. La esperada apertura de la ciudad al río, anunciada en el Plan Estratégico Rosario 1998, todavía descansaba en los papeles.

Sin embargo, lejos de dejarlo a su suerte, la historia del último decenio del siglo XX atrajo visitantes inesperados a esa abandonada fracción de la margen occidental del Paraná. Nos atrevemos a decir que, una tesis después, nunca terminamos de aprehender del todo los motivos que orientaron la mirada de diversos performers y los futuros participantes del Galpón Okupa hacia la ribera central. En el terreno de nuestra especulación, quizás algunos se cansaron de dar siempre el mismo paseo por la peatonal. Tal vez, una vez derribadas las puertas de la certidumbre (entre los improbables futuros laborales y el zeitgeist del Y2K) probaron transitar los lugares de lo incierto. Por ahí, cansados de comer lupines en algún carrito del Parque Independencia, otros decidieron cambiar de pasto, por ahí uno menos cuidado, para tirarse y charlar. En todo caso, ese lugar de yuyos crecidos y sin luminarias parecía ofrecer un refugio de la órbita de sus mayores. Muchos eran los fantasmas del control adulto que aparecen en los relatos: la policía y sus razias en los videojuegos del Bowling 10, las miradas indignadas hacia la ignición de un porro, las preguntas incómodas en las mesas familiares, las madrugadas de domingos de misa que se solapaban con el postfacio de un sábado de juerga y una promisoria resaca. Lejos de la sola satisfacción de los deseos recreativos, para muchos jóvenes la ribera central se volvió un espacio de socialización, un catalizador de las actividades que no podían realizar con holgura en otros lugares y la oportunidad de transformar la falta de empleo en un tiempo des-mecanizado y, por ende, abierto a las inquietudes y la creatividad. Pato, una de nuestras entrevistadas, comenta:

“No teníamos ni lugares gratis donde ir a aprender […] ni plata, ni trabajo para pagar un taller. Entonces era como un instinto que sucedía todo el tiempo: «vamos a aprender, vamos a juntarnos, vamos al parque, a ensayar, vamos a la plaza a tomar mate y me contás cómo es esto de tu grupo […] y recorremos a ver dónde nos parece mejor ir, etc.». Era como la única posibilidad […] Y en algún sentido fue casi una suerte no tener trabajo, porque no nos quedaba otra que hacer lo que nos gustaba. Y éramos un montón, desocupados, al pedo y con ganas de hacer algo. Y entre hacer que no te guste y hacer algo que te guste, cuando no hay dinero de por medio, hacés lo que te gusta, en nuestro caso, un arte.”

Se trata de un diagnóstico que atraviesa gran parte de los testimonios con los que trabajamos: el espacio público no se agotaba en el ocio y la contemplación, allí se podían hacer cosas. Desde otro espectro de prácticas artísticas y apuestas estéticas, muchos adeptos a los géneros musicales punk y hardcore comenzaron a habitar el verde. Pablo T. recuerda:

“En el espacio público, lo que se empezó a dar fue una alianza entre circo y el punk, era que el circo empezó a ganar la calle y los parques y no había lugares dónde actuar ni lugares dónde tocar. Entonces, muchos punkitos, empezaron a probar con malabares. Algunos empezaron a hacer presentaciones y levantaban buena guita, lo que terminaba siendo más redituable que pagar para tocar. Al final colgábamos mucho en el parque.”

Los merodeos comenzaron siendo cotidianos. Se remontaban durante las tardes de los días de semana. Los islotes de hierba amable para sentarse oficiaban de lugares de intercambio. Los paseos se daban en las planicies que continuaban la terraza arquitectónica del Parque de España hacia el norte. Sin embargo, algo les llamó la atención a los jóvenes que allí se daban cita: una vez caído el sol, también se caía todo régimen de visibilidad. Más que una invitación a la retirada, la oscuridad oficiaba de velo para posibles tertulias. No sólo eso, también amplificaba dos prácticas crecientemente populares entre los jóvenes. El ocaso marcaba el señoreo de la percusión y el fuego en la ribera. Los encuentros se volvieron cíclicos, repitiéndose cada domingo de 1996 desde la tardecita hasta altas horas de la noche. El trance festivo y el recurso a la iluminación por ignición sugirieron el nombre del evento: Fiesta del Fuego. Pablo T. la describe:

“Nos veníamos a la tarde y nos quedábamos por la noche, pasando el rato todos juntos. Traíamos de todo, nos encontrábamos con los otros, querosén, tambores, empezábamos a jugar todos juntos y algo que empezó entre diez, quince personas, terminó siendo de cincuenta, cien. Era justo gente que venía los domingos al parque, no era organizado. Se volvió algo muy convocante y poderoso. De golpe todo el mundo podía tocar, todo el mundo tratar de hacer malabares con fuego, todo el mundo escupía fuego, que era lo más accesible […] Entonces empezó a haber un lugar que no era de nadie, en donde todos nos podíamos encontrar y todos la pasábamos bien. Y el domingo, que era el peor día, el día más aburrido, se convirtió en el más divertido. […] empezó a resurgir esta idea de un espacio libre donde no había nadie que mandaba, no había nadie que organizaba y todo el mundo lo pasaba bien.”

La Fiesta del Fuego significó tres desplazamientos. El primero fue la apropiación festiva, paródica y catártica de una porción de espacio público en desuso. El segundo fue la intensificación y extensión de los encuentros espontáneos, ahora ritualizados y algo más sistematizados. El tercero fue la transformación de los pastizales al aire libre de la ribera central en una primera escuela gratuita y accesible de artes performáticas urbanas de Rosario. Los aprendizajes, los perfeccionamientos, el armado de elencos y los intercambios se daban a partir de la circulación de objetos (tambores de fabricación casera, redoblantes, platillos, bidones con querosén, clavas, zancos, cervezas, puchos, porros) y prácticas (técnicas de combustión, destaques acrobáticos y dancísticos, el arte de los malabares, procedimientos de equilibrio con zancos y diversas formas de vocalización). Al abrigo de la noche, la ronda de artistas sólo podía ser identificada a la distancia gracias a la detección de las clavas incendiadas, las llamaradas emanadas por los escupidores de fuego y el incesante repique de los tambores. Sin embargo, la apropiación cultural de la ribera trascendería la Fiesta y se metería en el Galpón.

Entrada y adecuación

Los tiempos de pandemia y cuarentena, desde los que estamos escribiendo y leyendo esta historia, nos hacen pasar más tiempo online, cruzando hipervínculos. A veces, la lectura hipertextual puede aparejar inconvenientes, interferencias y discordancias, pero también es capaz de animar potentes diálogos complementarios, un bricolaje de versiones singulares de una historia múltiple. En nuestro trabajo, intentamos reconstruir una suerte de relación hipervincular tramada entre los relatos de los entrevistados. Contamos con cinco enlaces hacia el Galpón Okupa. Pablo T. relaciona la entrada al inmueble con la Fiesta del Fuego y la necesidad de guarecer sus objetos de una inoportuna lluvia. En su versión, los primeros okupantes se encontraron con un inmenso espacio vacío. Por su parte, Txatxi coloca el ingreso al galpón como el resultado de una “caravana de año nuevo” que duró unos tres días. Sin embargo, en esta historia, el lugar no estaba vacío, lo habitaba “Marcela [que] vivía en una punta del galpón y nos habilitó la otra punta para que nos instalemos”. Ferky sitúa la okupación en el retorno de esa caravana. La joven de 14 años les pidió a sus amigos la acompañaran de regreso a su hogar, próximo al parque. “Cuando pegaron la vuelta, ahí vieron el galpón”. Ella también recuerda a Marcela, “la vieja”. Para Maurito, Marcela era “la colorada” y vivía en el galpón con unos artesanos. En este relato, los primeros okupantes provenían “del circo, de lo marginal […] del despojo de una época” y fueron rápidamente blanco de la policía: uno de los chicos “se comió un palazo y lo encerraron hasta el día siguiente”. Por último, Para el Zeta, Marcela era “la Colo”. Con ella y otros okupantes conformaron “una ranchada” inicial. En este testimonio, la pronta aparición de las fuerzas policiales se vincula con el consumo de drogas y el movimiento de personas.

Presentados los enlaces, tracemos y profundicemos los vínculos. Los cinco convergen en marcar el carácter paulatino del proceso de entrada. También resaltan la relación entre quienes merodeaban la ribera central y sus calles aledañas con el galpón. Los cinco hablan de una adecuación del espacio, tanto con respecto a la limpieza, la disposición de lugares, como a la configuración del centro cultural. Una posible explicación nos remite al carácter difuso y divergente de la memoria. Según Alessandro Portelli, los testimonios orales no hablan tanto de la factibilidad de los acontecimientos ocurridos sino de la significación que revisten para la subjetividad de los hablantes. Otra de las explicaciones que podemos aventurar se refiere al carácter microbiano, intermitente y yuxtapuesto de las prácticas y percepciones del espacio propias de los participantes de la experiencia. Los cinco dicen haber frecuentado el lugar de manera discontinua al principio, intensificando su presencia con el correr de los meses. Esa primera cohabitación entrecortada puede haber posibilitado que los entrevistados no se hayan encontrado o no se hayan reconocido entre sí al comienzo de la okupación. Finalmente, la amplitud y la disposición espacial del galpón permitía la circulación de personas sin que entren en contacto directo, mientras que la luminosidad desigual y la presencia de escombros y restos ferroviarios pueden haber impedido la visión completa de la totalidad de la extensión. En consecuencia, también es posible que los cinco informantes hayan participado de cinco modulaciones en distintos tiempos y espacios del mismo proceso de okupación.

Los primeros días de 1997 fueron testigos de la adecuación de la estructura. Debido a sus grandes dimensiones y gruesas paredes, el galpón ofrecía varias ventajas. En primer lugar, prometía guarecer de manera más permanente y segura a las actividades de la Fiesta del Fuego. Su altísimo techo permitía maniobrar las flamas. En segundo lugar, su amplitud y acústica natural ilusionaba con noches de interminables recitales en vivo. Con miras a esos y otros objetivos, comenzaron las tareas de puesta a punto del inmueble. Una rápida y profunda limpieza fue auspiciada por la madre de Ferky, quien aportó escoba, balde, secador, trapos y otros elementos. Luego fue el momento de instalar las amenities. A los materiales traídos de la Fiesta del Fuego, se fueron sumando distintos equipamientos: una heladera, un televisor, algunos muebles, mesas y sillas. En cuanto a los servicios, el gas era provisto por garrafas que aportaban los okupantes y colaboradores. En el caso del agua, su fuente era la red pública, adecuada a través de ciertos dispositivos. Txatxi comenta que “había ducha, termotanque y te podías bañar, también inodoro y agua corriente tirada de la calle, de las cañerías”. De la electricidad se encargaba Moroco quien, en el documental Resis-T (1999), comenta: “hicimos toda la instalación nueva […], empezamos a poner más seguridad en la instalación eléctrica, empezamos a hacerlo más habitable, más para que vaya la gente”.

Sin embargo, la primera adecuación espacial no significaba el comienzo de alguna empresa con miras a un objetivo específico. Primero el galpón tuvo sedimentar sus primeras dinámicas, para luego tomar forma. Como dijo Moroco, había que hacerlo más habitable, pero también había que tomarse el tiempo de habitarlo. Apropiarse del galpón se ubicaba en las antípodas de la propiedad privada: significaba imprimirle algo propio. El Galpón ahora era con mayúscula y era Okupa. Ivana ilustra los contornos de esa apropiación:

“Éramos unos veinte artesanos que vendíamos en la peatonal Córdoba […]. Ahí lo conocimos al Moroco que vivía en el Galpón y nos llevó hasta allá, donde nos recibieron con mate caliente y facturas […] ese día con los okupas que cocinaron un guiso espectacular en una gran olla arriba de una parrilla y fuego […] Nos invitaron a vivir. Nos ofrecieron unos siete compartimientos en el ala izquierda del edificio separados por entrepisos. […] Todas las mañanas desayunábamos en la costa del Paraná, enfrente del Galpón Okupa, fumando y mirando el río. A unos doscientos metros había un ranchito de un viejito pescador que nos compartía pescado y a veces vino, y nos retaba para que volviéramos a nuestras casas. Pasábamos mucho tiempo ahí, en ese que era nuestro gran patio natural. Ese era nuestro lugar para crear.”

Al grupo de habitantes iniciales y de mayor edad, apodado “el VIP” por el Zeta, se fueron sumando otros individuos y colectivos. El goteo progresivo de okupas y curiosos fue nutriendo al espacio de matices, experiencias y trasfondos divergentes. Algunos no tenían dónde vivir. Otros, simplemente preferían no estar en sus casas. Unos terceros, cómodos en sus hogares, optaban ir y venir del lugar, al que invistieron de cualidades positivas y coincidentes con sus intereses. Sin embargo, el naciente Galpón Okupa estuvo en peligro desde el primer día. La policía ingresó al inmueble la primera noche que el Zeta y la Colo rancharon juntos. Las noticias de un asediado Okupa circularon rápidamente. Varios individuos y agrupaciones se acercaron al sitio. La filial rosarina de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, en la voz de una de sus abogadas, sugirió la estrategia defensiva a seguir: hacer del Galpón un centro cultural para justificar su existencia autónoma ante los ojos de la ley y la propiedad privada.

Centro Kultural Independiente (CKI)

El espacio respondía ahora a dos nombres. La apuesta por la cultura del Galpón Okupa o Centro Kultural Independiente se desplegó en cuatro frentes. El primero fue la tallerización. Aprovechando la relativamente alta afluencia de habitantes y colaboradores con experiencias en el arte, el espacio elaboró una grilla semanal de actividades. A pesar de sus duraciones discontinuas y éxitos desiguales, los talleres ofertados se contaron por decenas: teatro, puntura, lectura, artesanía, plástica urbana, ajedrez, tango, murga, guitarra, trompeta y, en honor a la mítica Fiesta del Fuego, malabares, zancos y acrobacias. Decenas de artistas circenses pasaron por el Galpón, formándose y perfeccionándose. En líneas generales, la modalidad de los talleres era semanal y diurna y distaba de precisar una cuota monetaria fija. La pasada de gorra fue la opción más empleada por los dictantes.

El segundo frente cultural consistió en la organización de veladas y presentaciones. Uno de los aspectos en que se desarrolló esa arista fue el audiovisual, a través de la realización de ciclos de videocine. Solían convocar a una docena de personas por entrega debido, en gran parte, a su gratuidad. Asimismo, se ponían en escena obras de teatro. Por ejemplo, el actor Omar Serra presentó, en dos ocasiones y ante un numeroso público, “Los días felices” de Samuel Beckett y “La voz humana” de Jean Cocteau. Las veladas de circo también fueron importantes. Entre La Fiesta del Fuego y el Galpón Okupa había nacido la compañía circense Hermanos Boloño, que actuó reiteradas veces en el gran salón del inmueble.

El tercer frente fue la realización de asambleas y reuniones. Las agrupaciones que se acercaron en los primeros momentos de peligro del Galpón intentaron mantener su presencia en el lugar, en parte para prevenir futuras amenazas. De esa manera, diversos organismos y movimientos sociales sostuvieron algunas de sus actividades diarias en el espacio okupado. La Red de Solidaridad con Chiapas (RSC), cuyos representantes locales eran la pareja Amalia y Pablo M., intentó sostener la práctica asamblearia como forma de sumar a la organización de la vida del Okupa. Amalia menciona un Encuentro de Bolsas en el CKI: “una reunión de organizaciones sociales referenciadas con el zapatismo, en la que se llegó a cocinar para doscientas personas”. Su compañero recuerda otra instancia, “el Encuentro de Comunidades Marcianas”, que mocionó y organizó una “Marcha por el Libre Aspecto, algo así como un proto-movimiento para una visualidad disidente”.

El cuarto frente cultural consistió en la música en vivo. La posibilidad de contar con espacios para tocar fue la demanda que el conjunto cultural punk agregó a las aspiraciones de los performers de la Fiesta del Fuego. Durante la tarde, mientras se dictaban las clases y se ensayaban los espectáculos de calle, comenzaba el ritual del armado de los equipamientos necesarios para los recitales. La oferta musical conformó la actividad más convocante del espacio y la que lo hizo popular entre cientos de escuchas de las diversas variantes del rock. Los relatos coinciden en marcar que, a lo largo de la totalidad de la existencia del Centro Kultural Independiente, se sucedieron más de setenta recitales con asistencias que rondaban los trescientos espectadores. El gran salón del medio, otrora poblado por roedores, insectos, piezas férreas, ladrillos y bloques de cemento, se había convertido en una sala de conciertos atiborrada de personas y sus pogos y cánticos.

Quizás por su apertura y carácter no convencional, el Okupa se hizo eco entre diversas agrupaciones musicales, pertenecientes a múltiples subgéneros de rock. A las bandas residentes del Galpón, Los Buenos Modales y Carmina Burana, se sumaron los conjuntos Fun People, Shocklenders, Las Trolas, Muerto en Pogo, Las Manos de Filippi, Los Crudos, Niños con Bombas y Catupecu Machu, entre otros. El año 1998 encontró al Okupa en pleno apogeo y con gran visibilidad entre la escena artística y musical alternativa de Rosario. El saldo cultural del CKI era doble: los recitales lo volvieron convocante y las artes performáticas circenses se estaban convirtiendo en su legado a la posteridad. Sin embargo, tal exposición significaría el ocaso de la experiencia autónoma emplazada en la ribera central.

Desalojar la cultura: una clausura

Para abril de 1998, el Galpon Okupa ya contaba con seis intentos de desalojo sobre sus espaldas. Los procedimientos variaron en su modalidad, intensidad y cantidad de agentes involucrados. Podía tratarse tanto de personal uniformado como de policías de civil. La mayoría de las ocasiones, los efectivos intentaban entrar al inmueble por la madrugada. Otras veces, las fuerzas del orden intentaban evitar el ingreso de personas al problemático espacio. Sin embargo, la media docena de tentativas de entrada y los cercos policiales no se dieron de manera continua. Pablo M. recuerda que, luego del primer altercado con las fuerzas de la ley, hubo algunos acercamientos gubernamentales con intenciones de negociación:

“Una de las mediaciones al principio fue con Control Urbano. Cayeron también una trabajadora social y tres funcionarios municipales. Fue cuando recién se empezaba a gestar el Galpón, todavía no había habido ningún recital ni ningún malabarista haciendo nada. Y caen a negociar como lo harían con una familia de la villa. Nos ofrecieron veinte chapas, doscientos bloques y unos colchones a cambio de que nos vayamos. Y encuentran a un montón de personajes que vienen de diferentes formaciones que se plantan y les tiran argumentos. Los tipos quedan descolocados, totalmente en offside y [el Director de Control Urbano] Modarelli se enoja y se va a las puteadas sin terminar de definir la mediación, tipo “¡váyanse a la mierda!”. Al otro funcionario municipal, que no sé qué hacía, lo dieron vuelta como una media. El tipo se fue casi llorando de ahí. […] Y a partir de ahí, la Municipalidad deja de tener, para mí, intentos de negociación.”

Mientras algunos miembros del gobierno municipal parecían no comprender lo que se estaba desarrollando en el CKI, otros directamente le restaron importancia al carácter cultural de la okupación y colocaron su propia agenda sobre el inmueble. El 24 de marzo de 1998 el diario La Capital (24/03/1998) explicaba que “la Secretaría de Cultura tiene proyectado realizar ahí la Casa del Tango” y que el Secretario de Gobierno “Bonfatti desestimó que la propuesta cultural de los ocupantes sea un factor «a considerar».” En diciembre de 1997 la Municipalidad de Rosario había firmado un convenio con la Academia del Tango y no pensaba dar marcha atrás. Los meses de junio y julio se dirimieron entre las estrategias de visibilización de los okupas (acercamiento a los medios de comunicación, recitales, ollas populares), las negociaciones legales (entre la abogada que tomó el patrocinio del Okupa, María Isabel Maidagán y la Jueza Federal Silvia Arramberri).

Por sí mismas, las acciones de visibilización del Galpón no hubieran bastado para resistir si no fuera por el trágico destino de una aliada inesperada. (María Soledad Rosas, una joven porteña de 24 años que participaba de una okupación en Turín, se quitó la vida luego de haber sido acusada de un atentado “ecoterrorista” que no cometió.) La desgarradora historia detrás de su muerte hizo que los grandes medios de Buenos Aires busquen a sus “primos argentinos” (Clarín, 30/08/1998). Al parecer, el Galpón Okupa de Rosario era la versión rioplatense más parecida al Asilo, la casa okupa de la que participaba la Sole en Italia. De esa manera, llovieron las cámaras, los micrófonos y los anotadores capitalinos al inmueble de Wheewright y España. Los periódicos de mayor tirada a nivel nacional, Clarín y La Nación, cubrieron los litigios entre el Okupa y el Fuero Federal. La Rolling Stone de agosto de 1998 sacó una colorida nota sobre los “Okupas en Rosario”. El programa Memoria conducido por Samuel “Chiche” Gelblum, realizó una cobertura a dos puntas: mandó un móvil al Galpón y se llevó, también, a algunos de los okupas a los estudios de Buenos Aires para entrevistarlos.

Aunque jamás se conocieron entre sí, parecía que Soledad Rosas les había regalado unas semanas más a los chicos del Galpón para que continúen con sus actividades. Entre la muerte de la joven y el desalojo mediaron 34 días. Una vez concretado el desahucio, con un saldo nulo de heridos combinado con una fuerte cuota de angustia, el municipio había allanado parte del camino hacia la concreción de la Casa del Tango. Los jóvenes acamparon una semana frente al inmueble vacío, para luego dispersarse.

Gobernar la cultura: un (des)encuentro

No conforme con el comentario del 24 de marzo que quitaba toda consideración a la práctica cultural okupa, el 13 de agosto, Antonio Bonfatti volvió a arremeter: “nunca tuvimos propuestas para ellos” (La Capital, 13/08/1998). Sin embargo, el tiempo demostró las aporías de esas aseveraciones. El rock y el circo abandonaron el galpón, ahora nuevamente con minúscula, y advino el tango. Pasado más de un mes del desalojo, se realizó un festejo por la entrega de la propiedad a la Academia del Tango, que incluyó un acto y el baile de parejas de tango en vivo. La franja etaria de los asistentes al evento contrastaba de manera notable con los convocados por los talleres y recitales de los anteriores residentes del inmueble. “El público, en su mayoría de edad avanzada, respondió con aplausos” (El Ciudadano, 27/10/1998). A pesar de las pompas y las celebraciones tempranas, el Presidente la Academia del Tango, Miguel Jubany tuvo que dar cuenta –al menos parcialmente– del pasado reciente del galpón. En la misma nota, el titular de la asociación consagrada al “dos por cuatro” en Rosario, expresó:

“Desconozco la filosofía de los okupa […] pero si es gente joven que busca crear libremente, entonces compartimos una misma idea y se tiene la mejor buena voluntad para incorporarlos en las actividades […] hace mucho tiempo que se tenía esta idea y nunca hubo intención de interferir en los proyectos de otras personas.”

De manera predecible, ninguno de los participantes de la experiencia okupa se apersonó ante su odiado reemplazo. La Casa del Tango convocaría exclusivamente a artistas pertenecientes al género y a otros similares, como las distintas ramas del folklore. Sin embargo, durante los meses posteriores a los festejos por el recibimiento de las llaves del galpón, no hubo señales de una pronta apertura del flamante Centro Cultural. Una serie de dilaciones en el traspaso de los terrenos del Enabief al municipio y los apremios económicos propios de finales de la década de 1990, trasladó la inauguración de la Casa del Tango al 12 de diciembre de 2004.

Con todo, un proceso paralelo acabaría por probar la principal sospecha de muchos de los ex okupas: el problema no era la propuesta cultural sino su autonomía y su imposibilidad de ser absorbida por el gobierno local. El 18 diciembre de 2001, un conjunto de artistas circenses ingresó en otro galpón, esta vez, portuario y ubicado al sur del Parque de España. A diferencia de lo ocurrido en 1998, la Municipalidad de Rosario exhortó la acción. Marcelo, uno de los ingresantes, exhibía la doble pertenencia a las artes performáticas circenses y a la planta del personal municipal. Cuando lo entrevistamos, puso la situación en contexto: oficiaba de garante en un préstamo que realizó el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) para la implementación de un Programa de Ayuda a Grupos Vulnerables y había presentado un proyecto de Artes Urbanas, “entendidas como un espacio en donde los artistas pueden apropiarse de cualquier espacio público y pueden hacer una función”. Comenzaron trabajando con jóvenes de dos barrios carenciados de la ciudad. Ese 18 de diciembre, en plena crisis y con el préstamo caído, los participantes del proyecto de Artes Urbanas realizaron el primer Festival Payasadas en las proximidades del Parque Nacional a la Bandera. Hacia la tardecita, como quizás había pasado en 1997, se largó a llover. Entre los organizadores del Festival, se encontraban Pablo T. y un grupo de circenses que se conocieron entre la Fiesta del Fuego y el Galpón Okupa. Marcelo relata la entrada en ese otro galpón:

“Terminamos de hacer el primer Payasadas en la noche del 18 de diciembre de 2001 […], se larga a llover, pregunto a dónde se pueden guardar las cosas y de la muni me dicen, “mirá, andá allá y guardalas en el galpón 17, que está allá”. Y fui con los chicos del festival a guardar las cosas. Esto lo cuento siempre de una manera romántica, porque fue romántico un poco. Entrar a guardar las cosas cuando llovía, empezar a correr así todas unas telarañas y ver un galpón enorme, todo vacío. Dijimos “bueno, vengamos acá”. Así fue como ocupamos un espacio. Un espacio que no era de nadie. Y lo hicimos con los chicos [del PAGV]. Se fue la plata del BID y tuvimos que empezar todo de cero. Entonces, empezamos a ocupar ese espacio. Y los chicos entrenaban ahí, en verano, lo que habían desarrollado durante el año. Teníamos una cama elástica, que es un elemento grande, entonces lo armamos. Y fuimos como ocupando el lugar. Así fue como decidimos seguir trabajando en el barrio. Pero los chicos del barrio no querían volver a trabajar al barrio. Volvían a sus casas, pero ya no querían tomar clases en el barrio. Querían quedarse en el parque, cerca del río. Me hizo ver que el espacio del centro puede servir de trampolín, de proyección.”

A lo largo de los meses, los jóvenes asistentes a los talleres forjaron una relación estrecha con el espacio de entrenamiento en las proximidades al espacio donde guardaban las cosas. A partir de entonces, comenzó un proceso de paulatina reabsorción municipal de las Artes Urbanas. Luego de la retirada del BID, el gobierno local dejó de ser garante de ese proyecto, ahora guarecido en el Galpón 17. Sin embargo, lejos de desalentar la ocupación, la dejó desarrollarse con tranquilidad. Asimismo, en este caso los ocupantes emplearon tácticas de visibilización para ser reconocidos por el municipio. Según Pablo T.:

“Fue un viaje muy extraño porque, de una cosa medio independiente que en un momento fue ninguneado por el Estado, pero que en un momento dijo “¡epa!, ¡qué bien!” y lo potenció, o por lo menos no lo trabó. Y, al no trabarlo, creció. Y cuando creció, le dio forma.”

Si bien funcionó de manera más continua y organizada que el que su contraparte okupa, el Galpón 17 permaneció un largo tiempo en un limbo institucional, ya que su pertenencia a la Municipalidad de Rosario no se hallaba reglamentada. Parecía tratarse de una suerte de aprendizaje gubernamental acerca de las ocupaciones culturales de la ribera central. En este caso, la gestión local pasó del desconocimiento a la grata sorpresa y la no obstaculización del proceso, con miras a seguir su desarrollo. El Proyecto de Artes Urbanas había dejado formalmente de existir cuando el BID retiró su soporte económico. Sin embargo, seguía funcionando de manera autogestiva. La novedad en relación al Galpón Okupa era ahora el municipio y su cartera de Cultura acompañaron el proceso a media distancia. El Proyecto se volvió Escuela y Marcelo, que seguía al mando del proceso, intentó reingresar en la órbita oficial:

“Empezamos a mantener el espacio, a ocuparlo. Con talleres, algunos talleres activados, clases. […] Una etapa que, a todo esto, no éramos visibles para la Municipalidad. No éramos visibles, pero tampoco no éramos útiles. Seguíamos dependiendo de nosotros. Hacíamos galas, funciones. Gracias a la primera compra que hicimos con el BID, pudimos comprar colchonetas y cosas con las que nos movimos ese tiempo […] había que salir a demostrar que estábamos. Y así empezamos a ser un poco delivery de la muni: “mandame dos malabaristas, mandame dos payasos para tal inauguración, para tal evento”. Así hasta que empezaron a pagar a los malabaristas.”

La estrategia de Marcelo fue la de mostrar el trabajo que se estaba llevando a cabo en el inmueble, para probar su potencial utilidad al gobierno local. Esa decisión se basó en su carácter de empleado municipal y el proyecto inicial de Artes Urbanas. Ambos hechos desaconsejaban fuertemente un desalojo como los intentados previamente en el galpón de Wheelwright y España. Como resultado de ese ofrecimiento, de ese esfuerzo de mostración de disponibilidad y potencial utilidad, la Municipalidad comenzó a pedir los servicios artísticos del espacio de manera personalizada. La usina pasó a operar a destajo: se entrenaba intramuros y se enviaban performers para trabajar eventualmente en diversas instancias solicitadas por el Ejecutivo y sus carteras. Para la segunda década del siglo XXI, los docentes de Artes Urbanas del galpón 17 se volvieron empleados municipales de planta permanente. Las sentencias de Bonfatti probaron ser paradójicas: las Artes Urbanas, predominantemente circenses y que guardan un parentezco con la historia del Galpón, se transformaron en una de las insignias de las políticas culturales de la Municipalidad de Rosario. Marcelo, Director de la flamante Escuela Municipal de Artes Urbanas, explica que esa “vinculación más orgánica […] fue pedida de los dos lados”. Hacia el año 2006 esa segunda ocupación (sin k) se institucionalizó y fue presentada como un ejemplo de oferta cultural pública a nivel internacional. Las clases, gratis o a la gorra, primero atrajeron a decenas de alumnos europeos, donde practicar circo es muy caro. Pasarían años antes de que la afluencia de rosarinos a la EMAU se incrementara.

Si no fuera por la inédita pandemia que nos convoca a leer textos como estos en nuestro tiempo intramuros, hoy la Casa del Tango contaría con algunos asistentes, intérpretes y bailarines de la música ciudadana y la EMAU estaría rebosante de jóvenes entrenando suspendidos de las vigas de sus altos techos mediante trapecios, liras y telas. Ambos sitios son referentes de una propuesta cultural que, con sus bemoles, parece ser crecientemente apropiada por la población local. Amén del contexto distanciado, el imaginario urbano rosarino contemporáneo no es ajeno a la sutura de los significantes culturales, juveniles y fluviales conjugados en la ribera central. El Parque de las Colectividades, por estos días acondicionado con Círculos del Respeto, sigue siendo frecuentado por un sinnúmero de jóvenes. El siglo XXI pre-pandémico fue testigo de una proliferación de actividades recreativas, lúdicas y artísticas que se proyectaban en los amables entornos del verde ribereño. El Galpón Okupa constituye un antecedente poco explorado de la actual sutura cultura-juventud-río que protagoniza la foto de Rosario. Una historia alternativa, casi casi episódica, pero de asombrosa proximidad genealógica con nuestro presente urbano. Una historia de la producción cultural de la ribera, los restos del ferrocarril y los espacios públicos a partir de un conjunto de artes performáticas hibridadas al calor del fuego, el circo y el punk. Okupar la kultura: habitar y reinventar artesanalmente las herrumbres del fordismo y los restos del primer modelo agroexportador.

[1] Existió un proyecto de una biblioteca okupa en la ciudad de La Plata, pero fue desalojado en una semana.

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Sobre el autor:

Acerca de Sebastián Godoy

Nació en Rosario. Es profesor de Enseñanza Media y Superior en Historia por la Facultad de Humanidades y Artes (FHyA, UNR) y especialista docente de Nivel Superior en Educación y TIC por el Ministerio de Educación de la Nación. Se encuentra en la etapa final del doctorado en Historia con una Beca de Conicet. Es […]

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