El 18 de mayo una mujer de 63 años fue acribillada en los monoblocks del Parque del Mercado, en la zona sur de Rosario. Debajo de su cuerpo la policía encontró un papel manuscrito con la frase “Con la mafia no se jode; la familia de los pibes se respeta”. El mensaje no fue novedoso, ya que se repite por lo menos desde hace tres años en asesinatos, balaceras y atentados ocurridos en la ciudad, y su sentido no ofrece dificultades para la comprensión, sobre todo de aquellos a los que está dirigido. Los autores de estos hechos asumen así la condición de mafiosos como una señal de identidad y de prestigio y la pregunta que se plantea es cuáles son los modelos en los que se reconocen y qué efectos tiene la reivindicación de la expresión emblemática del crimen en la violencia cotidiana.

Luis Medina, “nuestro Tony Montana”, como lo apodó una nota en el periódico Cruz del Sur, rendía una especie de culto al personaje de Al Pacino en la película Scarface. Consagrado como uno de los narcos más importantes de Rosario, encargó a un artista plástico un óleo del personaje para la inauguración del bar Esperanto, su último y fallido emprendimiento de negocios, y bautizó con el título del film de Brian de Palma el yate que compartía con su socio Esteban Alvarado; la pintura fue encontrada en su casa, en un barrio cerrado de Pilar, después que sicarios no identificados lo asesinaran en el acceso Sur, a la altura del bajo Ayolas.

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Nos decían “comegatos”. Y bueno, lo pudimos resignificar, nos pudimos reír. Pero ahora estamos atrapados en el mundo, presos de la vida actual.

Tony Montana es en la ficción un cubano exiliado en Miami que se convierte en capo del tráfico de drogas. El sueño americano tiene un precio, según su punto de vista, y es la violencia y la falta de escrúpulos para eliminar a los competidores. En el comienzo de la película, interrogado por agentes de inmigración, Montana cuenta que aprendió inglés a través del cine y de los hombres duros que interpretaban Humphrey Bogart y James Cagney: “Ellos me enseñaron a hablar”, dice. La frase podría extenderse a los narcos y aprendices de narcos rosarinos, que aprenden a actuar y a moverse en el mundo del crimen con la interpretación de Al Pacino como referencia privilegiada.

La reivindicación de la mafia en el narcomenudeo rosarino no viene entonces de la Historia, en la que la ciudad tiene antecedentes notables, sino del cine y de series de televisión como El patrón del mal, dedicada a otro icono: Pablo Escobar. El gángster que no necesita mancharse con sangre porque dispone de un séquito de sicarios y que puede disfrutar de un habano en un cómodo jacuzzi, como Al Pacino en Scarface, aparece como un modelo del éxito en la vida. La ciudad de Rosario contribuye a este santuario de la narcocultura con la figura de Claudio “Pájaro” Cantero, de culto en los barrios donde comenzaron a organizarse Los Monos.

Maximiliano “Cachete” Díaz, detenido e imputado por la Justicia como una especie de licenciatario de la marca Cantero, en cuyo nombre cometía extorsiones, se presentaba como el “Pablo Escobar de Rosario”. No explicó por qué admiraba al narco colombiano, y tal vez no hacía falta porque sus interlocutores estarían al tanto: Escobar representa la imagen del poder absoluto, capaz de controlar los mecanismos de la política, las fuerzas de seguridad y los medios de comunicación, y su imagen encandila porque la disposición a ejercer la violencia solo es equiparable a una capacidad de dispendio sin límite, simbolizada en las extravagantes posesiones que acumulaba en la Hacienda Nápoles, su lugar en el mundo, ubicado en el departamento Antioquía, como un zoológico con especies exóticas y el avión utilizado para ingresar su primer cargamento de cocaína en los Estados Unidos.

La comunicación del crimen y su código

Por más elocuentes que parezcan, los mensajes mafiosos no son totalmente explícitos y apelan a la recepción activa de sus destinatarios. La advertencia de que “la familia de los pibes se respeta” es una justificación, como si el crimen del Parque del Mercado fuera un acto de justicia que concluye con la sentencia de muerte, y esa declaración está dirigida a los allegados y a los vecinos de la víctima. “Con la mafia no se jode” enuncia a la vez un veredicto inexorable, una fatalidad ante la que resulta imposible interceder. Y con eso puede estar dicho lo más importante para los actores del suceso. Las relaciones de parentesco de la mujer asesinada abonaron por lo demás las conjeturas acerca de una venganza entre grupos dedicados al narcomenudeo, ya que pertenecía a una de las familias con renombre en esa actividad, pero es probable que el enigma sólo cuente para los investigadores y para la prensa, y no para los habitantes del barrio.

En octubre de 2020 personas no identificadas balearon una humilde casa de pasaje Melián al 5000 y dejaron el mensaje de rigor: “Con la mafia no se jode, pagan el tornillo o la casa es de la mafia”. La palabra tornillo parece una alusión por el pago de una extorsión o bien una clave a descifrar cuyo significado puede remitir a negocios ilegales; pero también puede tratarse de un error lingüístico –los barbarismos y los fallidos son habituales en estos textos, como si la lengua también sufriera la violencia de sus hablantes– y de una referencia a la propiedad de la casa (pagar el tornillo significaría el derecho a disponer de la propiedad, como quien dice pagar la llave).

Hay un código compartido y secreto entre quienes amenazan y sus víctimas, ya que los mensajes suelen referir a relaciones previas. Pero los emisores también pueden ser más explícitos, aún a riesgo de difundir negocios ilícitos. En mayo de 2019 un verdulero de Cafferatta al 3900, barrio Acindar, se despertó con el sonido de una serie de balazos que impactaron contra el frente de su casa. Los atacantes se retiraron después de dejar un cartón escrito con birome y en letras de imprenta: “Las deudas de droga se pagan. Tienen hasta el miércoles para dejar las casas”, y a modo de firma: “Con la mafia no se jode”. Según la información periodística, se equivocaron de lugar ya que en la nota mencionaron el nombre de otro vecino.

El jueves de esta semana, dos casas fueron baleadas en Venado Tuerto y en una de ellas los agresores arrojaron una piedra con la siguiente nota adherida en papel: “Último aviso. Pagá las 400 lucas de la falopa que te llevaste!! Con la mafia no se jode. Atte. Los Rosarinos”. No hay otro recurso para resolver los reclamos y las diferencias en el mercado de las drogas ilegales: una advertencia y la acción directa.

Tampoco se trata de tomar el mensaje necesariamente al pie de la letra. En otro episodio de la semana, una mujer denunció haber recibido una balacera en el barrio Pueblo Nuevo, de Villa Gobernador Gálvez, seguida de una orden por escrito y un número de teléfono: “Comuníquese a este número hantes de las 1 por que si no los vamos allenar a todos de tiros todos los días de parte de la mafia” (sic). La víctima tiene un quiosco de golosinas, lo que sugiere que el supuesto mafioso no debe ser demasiado importante, o tal vez que está haciendo su iniciación en el delito.

La invocación de la mafia como identidad no solo está dirigida al destinatario específico del mensaje sino al público en general y también a los investigadores judiciales y policiales. La mafia es históricamente la expresión del crimen organizado, y ese imaginario es el que movilizan los autores de balaceras y atentados, aunque su conocimiento del tema se refiera sobre todo a lo que viene del cine y la televisión. Así como una balacera a la luz del día degrada a los barrios de Rosario en territorios de disputa entre narcotraficantes, los mensajes escritos explicitan relaciones y tramitan enfrentamientos que se resuelven a través de la violencia en las narices de los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley.

Los mensajes hacen públicas negociaciones, conflictos, rupturas y demandas que transcurrían en privado; y los narcos han demostrado que además hacen un uso estratégico de la publicidad de sus acciones.

El 4 de agosto de 2018 un tiratiros abrió fuego contra un edificio del barrio Martin donde había vivido una de las juezas que condenó a Los Monos en 2015. Aparentemente fue la primera vez en que apareció el cartel “Con la mafia no se jode”. El agresor no fue detenido y las sospechas apuntaron a la familia Cantero, perjudicada por aquel fallo.

El 13 de noviembre de 2018 el cadáver del prestamista Lucio Maldonado apareció en un descampado cerca del inicio de la autopista a Buenos Aires. Las luces del Casino City Center y el hotel cinco estrellas vecino son tan brillantes y no pueden ocultar los cadáveres que aparecen en sus inmediaciones. Manos anónimas redactaron entonces el epitafio de Maldonado en un trozo de cartón: “Con la mafia no se jode”. El mensaje no pudo menos que asociarse con el del caso anterior, y reforzar las sospechas contra Los Monos. Pero se trataba de un montaje de Esteban Alvarado, para desviar la atención del crimen del que fue instigador hacia sus rivales en el comercio de drogas.

La respuesta llegó el 10 de diciembre de 2018. Un tirador tomó como blanco la puerta de vidrio de los Tribunales provinciales sobre calle Balcarce, antes de Pellegrini, y arrojó un trozo de cartón donde se leía, en mayúscula e imprenta: “Con la mafia no se jode. Atte. Esteban Alvarado”. Y el 19 de diciembre, como rúbrica de diez balazos que impactaron contra la puerta del Concejo Deliberante, volvió a sonar el mismo estribillo: “Con la mafia no se jode, la próxima en sus casas”. Quiénes hicieron unos y otros atentados es todavía confuso.

El árbol y el bosque

Si el significado de Scarface puede condensarse en un globo terráqueo que sostienen tres ninfas con la inscripción “El mundo es tuyo”, Pablo Escobar simboliza el logro económico y la posibilidad de gasto llevada al absurdo. Es también lo que el periodismo suele registrar con una mirada escandalizada cuando la policía allana la casa de un narco y exhibe indicadores bizarros de su nivel de vida.

La visita a la “mansión narco” es así un lugar común en las crónicas policiales. La casa del abogado Carlos Alberto Salvatore –presentado como “el traficante de cocaína más grande del país”– en el barrio porteño de Belgrano R, la de Javier “el Rengo” Pacheco en el partido bonaerense de Ituzaingó y la quinta decomisada a la familia Cantero en Pérez recibieron ese título.

El modelo de la “mansión narco” proviene de las propiedades de Escobar y de narcos mexicanos y su efectividad para los relatos periodísticos tiene sobradas razones: hacen visible lo que habitualmente escapa a la persecución penal, la utilización de los beneficios económicos y el lavado de dinero del narcotráfico; el lujo y el derroche alevoso que exhiben son motivos para reavivar la indignación pública, de la que el periodista se erige en vocero, y el reclamo a las autoridades; sostienen conjeturas y leyendas de difícil verificación pero de alto impacto en la audiencia, como la creencia en tesoros ocultos y bóvedas de seguridad desconocidas. La versión rosarina del último punto se produjo cuando la policía local anunció que había descubierto dos túneles de Los Monos –en realidad pasadizos de corta extensión– y surgió la versión de que la banda tenía un lugar secreto para guardar dinero, armas y drogas; una leyenda, pero que apuntaba a responder interrogantes que todavía permanecen abiertos.

La diferencia de escala del narcotráfico en Argentina respecto a Colombia y México se verifica también en las propiedades de los narcos. A excepción de la casa de Salvatore –aunque desmantelada, lo que resultó decepcionante para el periodismo–, la palabra mansión suena un poco exagerada. Las tres hectáreas de la quinta de Los Monos en Pérez, por más que incluyan la pileta infantil con la forma de Mickey, representan además una milésima parte de las dimensiones de la Hacienda Nápoles de Escobar; quizá lo más significativo de esa finca sea el espacio que destinaban a una caballeriza, como si la posesión de autos de alta gama no les hiciera olvidar los caballos que utilizaban en sus comienzos, cuando vivían en la pobreza y todavía no habían iniciado su ascenso económico.

La cobertura periodística de la captura de Javier “el Rengo” Pacheco, el 31 de mayo, tuvo como eje el allanamiento de una de sus tres propiedades. Los informes utilizaron filmaciones policiales sin identificarlas como tales y se detuvieron en los vehículos –entre ellos un BMW “único en el país”–, en detalles singulares –una mesa de póker con comodidades– y en una meticulosa inspección de los ambientes. Sin embargo, aunque prometieron exponer una “mega mansión” y la vida de “un jefe narco rodeado de lujos”, las imágenes no resultaron tan impactantes: “aquí lo que vemos es cartón pintado”, reconoció un movilero, después de notar molduras de telgopor; y la enumeración de “aparatos de primeras marcas, camas dobles en todas las habitaciones, consolas de videojuegos” pareció más bien patética, como la última cena que el narco había dejado en la cocina, un pastel de papas en una caja de cartón.

Ante la ostentación, el periodismo asume un punto de vista moralista, y así se reitera la idea de que la “mansión narco” puede ser destinada a un fin benéfico, como un acto justiciero: a la atención de pacientes leves de covid, en el caso de Salvatore, o a la recuperación de adictos, en el de Los Monos. Más allá de que el sensacionalismo suele tener una coartada piadosa, la atención concentrada en la “mansión narco” hace perder de vista a la prensa aspectos mucho más importantes: por ejemplo el dato de que Pacheco se mantuvo prófugo durante veinte años y que pudo escapar a más de cien allanamientos, indicio de la protección que recibió de fuerzas de seguridad, apenas fue mencionado en las crónicas.

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Acerca de Osvaldo Aguirre

Nació en Colón. Estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario. Es periodista, poeta y escritor. Ha publicado poesía, crónica, novela y ensayo, entre los que destacan: Las vueltas del camino (1992), Al fuego (1994), El General (2000), Ningún nombre (2005), Lengua natal (2007), Tierra en el aire (2010) y Campo Albornoz (2010), y reunió sus tres primeros libros en El campo (2014). Fue editor de la sección Cultura del diario La Capital de Rosario.

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