Ágata Cruz Galiffi murió el 6 de junio de 1985 en la ciudad de Caucete, provincia de San Juan. La noticia pasó desapercibida para el periodismo, que la había erigido en personaje público hacia fines de la década de 1930. “La flor de la mafia”, como la llamaron, parecía haberse perdido en el olvido después de pasar nueve años en la cárcel. Sin embargo, la leyenda que evoca su nombre se preservó intacta en la memoria popular y llega hasta el presente con preguntas que todavía no tienen respuesta, o cuyas respuestas se vuelven por lo menos dudosas. Este es el fragmento del libro La mujer diábolica. Historia y leyenda de Ágata Galiffi publicado en la colección Panorámica de Indie Libros, que se descarga del sitio bajalibros.com .

 

Te puede interesar:

Los gatos no se comen

Rosario tiene una genealogía de desacatos en la que se fundaron iconos claves de la historia nacional, entre ellos, el del "comegato".

Agustín Fernández tenía 388 billetes falsos de mil pesos y otros 64 de cien, también apócrifos. Declaró a la policía de Tucumán que los había recibido de Arturo Pláceres, en Rosario, e involucró como cómplices a Ágata Galiffi, Rolando Lucchini, Antonio Di Santo y José María Álvarez, un amigo que lo había relacionado con el grupo.

Fernández también identificó a una mujer, Margarita Iturbide, que asistía a Ágata en la clandestinidad, y aportó una dirección en Rosario donde había visto a los prófugos. La novedad fue comunicada de inmediato a la policía de esa ciudad, que en la mañana del 23 de mayo de 1939 detuvo a la hija de Juan Galiffi y a Pláceres en la casa donde se ocultaban.

Pláceres se afeitaba frente al espejo del baño. Ágata se interpuso entre él y los policías.

–No lo maten– dijo, tal vez al tanto de los procedimientos criminales de la policía local– Estamos desarmados.

Ágata tenía una participación secundaria en los delitos que se investigaban, pero concentró la atención pública. Otra versión de la escena de la captura, publicada en la prensa, da cuenta de ese protagonismo:

–¿Cómo? –le habría preguntado a Pláceres, con asombro– ¿Te entregás sin resistir?– A continuación, en un estallido de furia: –¡Flojo!–y abofeteó a su amante.

Era la hija del capo, pero sus actitudes y declaraciones no tenían nada que ver con lo que se esperaba de un delincuente. “Es una mujer joven y de rara belleza –informó el corresponsal de Crítica–. Cuando se la interroga responde con asombrosa desenvoltura alegando inocencia en los delitos que se le imputan”.

La llevaron al Asilo del Buen Pastor, en la zona sur de Rosario, una mezcla de cárcel y reformatorio donde las monjas imponían un régimen severo a una población compuesta por prostitutas, mujeres pobres en problemas con la ley y pacientes psiquiátricas.

–No me voy a rebajar a delatora– advirtió Ágata.

Pero cuando le tomaron las huellas digitales se puso a llorar. Para la prensa se trataba de una simulación con el propósito de impedir el procedimiento. Intentó una huelga de hambre y abofeteó a un policía que la tomó del brazo. “Se muestra excesivamente nerviosa”, observó el diario Tribuna.

Como le negaron la lectura de los diarios pidió que le dieran revistas. Según el diario La Capital: “Le interesan particularmente los cuentos de tono romántico y aventurero y las páginas que tratan de modas femeninas”. Estas observaciones concretas sobre una Ágata sensible y hasta un poco inmadura no despejaban las conjeturas que la imaginaban como líder de una peligrosa banda de delincuentes.

Ágata se había convertido en “un personaje misterioso y sombrío”, decía Crítica. El periodismo no tenía el menor reparo en difundir las versiones policiales más estrafalarias, desde que planeaba el asalto de un tren –especie de proyección de un resonante caso protagonizado por mafiosos sicilianos en Rosario en mayo de 1916– hasta que dirigía el contrabando de seda en el río Paraná. Todo bajo el retumbante título de “capitana de la mafia” y pretendidamente verosimilizado por los antecedentes de Chicho Grande y lugares comunes sobre “el silencio inquebrantable de la mafia” que habían cristalizado al cabo de incontables crónicas.

La relación con Pláceres agregó el motivo de la pareja criminal como dramatis personae. Si Galiffi era reconocido como la versión local de Al Capone –y de hecho fue erigido en “enemigo público número uno”, al igual que el mafioso de Chicago en EEUU–, Ágata y su amante actualizaban el modelo de Bonnie Parker y Clyde Barrow. Había algo escandaloso e insólito en su historia: era una mujer que no se había visto antes, razonaba el periodismo, porque “la mujer del hampa es cómplice del marido, del compañero o del amigo accidental, se somete a él, es su esclava más que su compañera”, y Ágata no solo parecía estar al mando sino que reivindicaba a sus compañeros.

Sin embargo, no era tan libre como parecía. El matrimonio con Lucchini no había sido más que una formalidad para proteger los intereses de Juan Galiffi, en rigor un pacto entre dos hombres de negocios sellado por el intercambio del cuerpo de una mujer. Pero en la consideración social ella era una mujer casada, y en tanto tal llevaba a un límite la idea de la aventura amorosa, en todo sentido fuera de la ley.

Las versiones que pretendieron reconstruir la historia amorosa de Pláceres y Ágata Galiffi profundizaron la línea folletinesca que seguían las especulaciones en torno a “la capitana de la mafia”. Pero lo significativo no fue tanto las fantasías que movilizaron sino el modo en que terminaron por convertirse en nuevas acusaciones contra Ágata, para reafirmar su supuesta actuación como líder de la banda.

Según una de las tantas versiones propuestas por Crítica, se conocieron en el Hipódromo Independencia, de Rosario, donde solían correr los caballos de Movimiento Continuo, el stud de Chicho Grande. Ella le dijo que él era el hombre que  buscaba, pero Pláceres interpretó mal sus palabras. “Usted es el hombre que busco para que apoye mis planes, nada más”, habría respondido Ágata con frialdad.

“Sin escrúpulos de ninguna naturaleza”, Ágata le presentó a Rolando Lucchini y otros altos dignatarios de la mafia criolla. Pláceres “estaba profundamente enamorado”, y ese amor del que era responsable la insensible hija de Chicho Grande lo llevaba por un camino sin retorno.

“El amor aflojó el corazón del Gallego”, proclamó la revista Ahora. La misoginia se volvía desembozada. Ágata había sido “su estrella de perdición”, y Pláceres pagaba con la cárcel su error: “El bandido buen mozo prefería vivir una discreta soltería. Desconfiaba de la mujer. Algo le decía que el peligro no estaba en la velocidad de los automóviles policiales ni en la puntería de los pesquisas sino en el remoto corazón de una muchacha. Había visto a otros sucumbir por la delación o el abandono. Él los recordaba con desprecio pero con algo de oculto temor. Al final, el amor fue más fuerte que él. Lo comprueba con amargura ahora, desde su celda de recluido, añorando melancólicamente las horas felices de la riesgosa libertad disfrutada entre ocultamientos y aventuras peligrosas”.

Rolando Lucchini sería detenido unos días más tarde. Ágata Galiffi también era responsable del “desprestigio” y “derrumbe moral” de un hombre que parecía merecer consideraciones en honor al título de abogado.

La conexión entre los integrantes de la banda intrigó a los investigadores. Agustín Fernández “carece de antecedentes policiales —dijo La Nación—, pero se observa en él una marcada orientación hacia las ideas de extrema izquierda”. Según ese diario, “él y Álvarez conocieron a Lucchini cuando formaba parte de un comité pro defensa de las libertades públicas, constituido después de la revolución de 1930”. Lucchini estaba ligado al radicalismo yrigoyenista; “en cuanto a Ágata Galiffi, trabaron relación con ella en un baile que se organizó para allegar recursos a aquel comité”.

A Fernández le gustaba escribir. La policía descubrió que llevaba un diario o “ensayo literario” en el que había registrado observaciones sobre sus cómplices. “Se trata de una pieza interesante –afirmó La Nación—, bien construida, en la que traza semblanzas de sus flamantes amigos de la mafia”. Allí definía a Lucchini  como “el hombre que consigue por amistad lo que no se puede conseguir por dinero”, una alusión a sus contactos políticos; sobre Ágata Galiffi decía que “los pistoleros la temen y la respetan; es una mujer excepcional”.

Uno de los pasajes más significativos del “ensayo literario” de Fernández se refería a una reunión del grupo en Rosario el 9 de abril de 1939 y otra en Buenos Aires el 15 de abril, en las que se habían ultimado detalles para la circulación del dinero falso. Pero la operación quedó frustrada después de un encuentro entre Fernández y Antonio Di Santo, en Tucumán.

Detenido en Buenos Aires, donde vivía, Álvarez se reconoció anarquista, afirmó que en el grupo “todos profesaban ideas de extrema izquierda” y aclaró que él actuaba “por idealismo”, como los llamados anarquistas expropiadores, que financiaban sus actividades políticas con el botín de los robos que cometían.

La declaración de Álvarez no se refería específicamente a Pláceres –aunque también se declaraba libertario– y a la hija de Galiffi sino a otros integrantes de la banda: José Maure, José Manuel Paz y Emilio Uriondo, protagonistas de epopeyas en los enfrentamientos del anarquismo con la policía a lo largo de la década de 1930.

Uriondo, según Osvaldo Bayer, era “uno de los anarquistas más consecuentes con su ideología”. Acusado por un atentado contra la embajada norteamericana en Montevideo, había cumplido una condena de prisión en la cárcel de Punta Carretas. En Buenos Aires, el 20 de junio de 1930 participó en el asalto a la estación de la compañía de ómnibus La Central, organizado por Severino Di Giovanni. Cayó detenido dos días después y recibió una condena de cinco años de cárcel que cumplió en Ushuaia. José Manuel Paz, a su vez, era conocido por su intervención en fugas resonantes: el 10 de enero de 1925, escapó con otros ocho presos del vapor Buenos Aires, que estaba por zarpar de la Dársena Norte rumbo a Tierra del Fuego; en 1930, tras una frustrada evasión en la que resultó herido, fue rescatado de un hospital de La Plata por un grupo que integraba, entre otros, Uriondo; en marzo de 1931, había participado en la construcción del túnel que permitió la evasión de once presos de la cárcel de Punta Carretas, en lo que se conoció como “la fuga de la carbonería”, en alusión al lugar donde excavaron la boca de salida.

Di Santo fue quien mencionó a los anarquistas, quienes no llegarían a ser detenidos. Además reveló que el grupo había planeado un robo al tesoro del Banco de la Provincia de la Tucumán, para lo cual habían construido un túnel. La construcción salía de una casa situada frente al edificio del banco, la misma que habían alquilado Pláceres y Ágata.

Con esos datos, la policía allanó la casa y descubrió el 26 de mayo una “verdadera obra de ingeniería”. El túnel tomaba como punto de orientación el reloj de la torre del banco, y tenía ingreso, por una escalera, a través de un pozo de 4,70 metros. Allí “la tierra ha sido bien calzada con tirantes de madera, con el objeto de evitar desprendimientos, y en el interior se observa el recalce del pozo de una casa vecina que permitió continuar los trabajos sin dificultades”, según La Nación. En forma de ojiva, el túnel continuaba con un corredor de 65 centímetros de alto y 64 de ancho; tenía instalación eléctrica y rieles de hierro con ranuras, por los cuales se deslizaban pequeños carros de madera, con los que sacaban la tierra.

Una exploración de los bomberos permitió apreciar mejor la obra. El túnel cobraba una altura de casi un metro, hacía un zigzag para esquivar las cañerías de agua y atravesaba la calle Las Heras, detrás de la cual estaba el edificio del banco. Era un laberinto subterráneo: “Al llegar a la línea céntrica de la calle citada, donde, a una profundidad de 3,70 bajo el nivel de la misma, se hallan las bases de los desagües, el túnel descendió un metro o algo más y llegó a la acera del Banco, para orientarse luego hacia el oeste, probablemente en busca de algún lugar vulnerable”, informó La Nación.

El túnel cubría en total casi 120 metros y terminaba su recorrido bajo la bóveda del tesoro del banco. Los detalles habían sido previstos, pero existía un obstáculo insalvable: el tesoro estaba protegido por una losa de cemento y acero que no podía ser removida con simples herramientas.

Las declaraciones de los detenidos, el hallazgo del túnel y el dinero falso parecían piezas de un rompecabezas. Los investigadores las conectaron en una trama fantástica: el grupo tenía planeado entrar a la bóveda del banco y cambiar el dinero auténtico por los billetes falsos; la falsificación provenía de Galiffi y había sido su regalo para las bodas de Ágata con Rolando Lucchini. El juez Benjamín Cossio pidió entonces el traslado de los detenidos en Rosario.

 

 

 

 

 

 

Dengue
Sobre el autor:

Acerca de Osvaldo Aguirre

Nació en Colón. Estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario. Es periodista, poeta y escritor. Ha publicado poesía, crónica, novela y ensayo, entre los que destacan: Las vueltas del camino (1992), Al fuego (1994), El General (2000), Ningún nombre (2005), Lengua natal (2007), Tierra en el aire (2010) y Campo Albornoz (2010), y reunió sus tres primeros libros en El campo (2014). Fue editor de la sección Cultura del diario La Capital de Rosario.

Ver más