Había optado por un registro íntimo de lo que acaece en Chile, pero a instancias de algunos amigos foráneos, me he obligado a mostrar estas líneas, algo confusas y de seguro parciales, que no aspiran más que a compartir algunos destellos fragmentarios del presente chileno. Y es que en pocos días y sobre todo a partir del viernes 18 de octubre, la juventud que había estado una semana saltando los torniquetes del Metro en protesta por el alza del pasaje y aguantando la represión y el escarnio, dejaron un vacío interpretativo en el mundo político e intelectual de evidente magnitud. Con excepción del Rector de una universidad privada –Carlos Peña, sobre el que volveremos– o la diletancia televisiva y su esperanto de clichés, se impuso entre la neblina lacrimógena, los balines y las tanquetas, una inesperada mudez teórica y, junto a ella, el pánico de la derechona –ya liberal, ya de “extremo centro”– de despertar de súbito en un mundo extraño, donde los adultos preguntaban y solo los “niños” respondían. Es decir, una nueva y “más horrenda” Unidad Popular, ya no comandada por Allende, Moscú, los emisarios de Fidel o los Cordones Industriales, sino ingobernada por una turba adolescente, instintiva, sin agenda ideológica ni propósito político y que en su caos, anomia y espasmo, hacían realidad los mayores demonios y las peores pesadillas del conservadurismo: la temida fusión orgiástica y festiva de las nuevas generaciones con el “lumpen poblacional” para saquearles o quemarles todo.

Aunque no duró lo suficiente, la afonía pensante se impuso porque pocos presumieron ser un vacuno con dos estómagos para digerir de golpe tantísima realidad. De vez en cuando, el silencio era interrumpido por el uso político del imperativo “hay que escuchar”, pero no era más que un tic neurótico, con tufillo paternal y oficial, destinado a sustituir con un ruido inútil un silencio ya devenido en parálisis. Horas en que Chile se enteraba por boca del Presidente que estaba en una guerra y le caía encima la reclusión del toque de queda, los culatazos y los balazos de la soldadesca que el mismo Piñera decidió soltar en las calles.

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Por mucho tiempo y debido a que el inefable orden neoliberal y la constitución política pinochetista que lo ampara se había subjetivado y naturalizado, el debate “epistemológico” central de la vocinglería política ventajista se redujo a establecer el cuándo había finalizado la transición a la democracia. La elección de un primer presidente “socialista” –Ricardo Lagos–, el juicio en Londres a Pinochet –y su muerte en 2006– o la llegada al poder por vías democráticas de un gobierno de derecha después de 50 años –el de Piñera entre 2010-2014–, asomaban para algunos como hitos expresivos del término de una transición infinita pero ejemplar. No obstante, la porfiada realidad guardaba una última sorpresa, un indiscutible y trágico final, no por lo oclusivo, sino por lo circular: como en los mismísimos días del dictador, se proclama una guerra interna y consecuentemente se hipa e insiste en la existencia de amigos y enemigos de la patria –estos últimos “muy poderosos”– y junto a ello, se instaura el toque de queda y se ordena la salida de los tanques a la calle. Es decir, una vuelta al punto de partida digitada nada más ni nada menos que por los mismos civiles que diseñaron la arquitectura ideológica y económica del régimen pinochetista y que a punta de muerte y pauperización lograron imponer los mandamientos de Milton Friedman, la jibarización y el saqueo del Estado. Dichos mandamientos están sufriendo en estos días uno de sus trances más complejos y los civiles de Pinochet lo saben a tal punto que con los mismos uniformes y la misma pólvora, insisten en perpetuarlos maquillándolos como a un zombi. Curiosamente y en sincronía, la televisión mostraba la exhumación de los restos de Franco del Valle de los Caídos (un muerto demasiado vivo en VOX o el PP –en España– como para proseguir monumentalizando su devoción), poniendo un punto aparte –o seguido, quién sabe– a la “santa transición” peninsular.

Treinta años

Pero ¿por qué se está produciendo este recursivo y dramático final? Como adelantáramos, un intérprete temprano del “despertar de Chile” fue el rector Carlos Peña, mediático intelectual que después de calificarlo como “estallido generacional” en múltiples medios escritos y televisados fue llamado a La Moneda para esclarecerle algo de la realidad caótica y “pulsional” al Presidente. Su tesis principal era provocadora, pues desplazaba el énfasis de los procesos socioeconómicos y políticos a una idea orteguiana de generación. Volveremos sobre ello, pues me impongo esbozar –so pena de simplificación– un breve contexto que le sirve al Rector de peana para instalar sus asertos. Básicamente éstos son amoblados por aquella mirada, rastreable en la literatura desde hace años, que postula que una acelerada modernización capitalista en Chile y una enérgica expansión del consumo, había generado la aparición y multiplicación de una líquida clase media y con ella una revolución de expectativas materiales y postmateriales. No obstante, el ADN privatizado y privatizador del sistema y su cansino “chorreo” no podía resolver estas nuevas y mayores demandas (entre otras, un acceso asequible a la educación superior, un sólido y equitativo sistema de seguridad social y de salud; salarios acordes al PIB y una autorregulación de la clase empresarial para evitar la hiper-explotación e inequidad aceptando una mayor carga tributaria), incubándose una frustración creciente. Sobre esa bibliografía que auguraba que el sistema se craquelaría aupado por sus propias limitaciones, el Rector –como muchos otros antes y ahora– parece añadir el imperativo de la modulación racional y paulatina de este derrumbe –corrección o autoregeneración–, el que descansaría en el Estado, sus instituciones y, en la práctica, en la habilidad y creatividad política de los sectores progresistas y liberales para torcerle la mano ordenadamente a las oligarquías. Pero en eso, pasaron 30 años.

Claro, en los albores del siglo XXI las evidencias del declive, el hartazgo y desligitimación aguda del modelo se hacen palmarios. El malestar y las movilizaciones sociales se engrosan y ponen en jaque a sucesivos gobiernos de “progreso”. La mayoría de ellas fueron activadas y protagonizadas por estudiantes (el mochilazo en 2001, la “revolución” pingüina en 2006, “el mayo” de 2011 y la primavera feminista en 2018), transitando de las reivindicaciones sectoriales a las exigencias estructurales: asamblea constituyente –para una nueva Constitución Política del Estado– y la abolición del orden ultra-neoliberal. Aunque estos movimientos erosionaban la hegemonía política y moral de las clases dirigentes y alteraban ciertos imaginarios en relación a otro futuro posible, las élites continuaban estrujando y capitalizando la lógica y el orden reivindicado por Peña, disciplinando y domesticando todas las revueltas. Así, aunque ya olisco, el modelo se reacomodaba y re-subjetivaba plásticamente una y otra vez y ni sus perversiones intrínsecas –pensiones, salud, educación y hasta el agua arrojadas a buhoneros– o los sucesivos escándalos, no parecían amenazar al férreo andamiaje construido por los húsares y los chicos de Chicago, como la colusión de las farmacias, colusión de fabricantes de papel higiénico; los casos de PENTA y SOQUIMICH sobre financiamiento de la política a favor de los intereses de las grandes empresas; paraísos fiscales y una reguera de tropelías etnocidas y medioambientales provocadas por el mismo sistema, cuyo corazón late por el impulso de un extractivismo depredador, desregulado y desembozado.

Pese a que en estas últimas décadas las movilizaciones sociales excedieron en mucho la actoría juvenil-estudiantil (como las de Magallanes en 2011 –“segundo puntarenazo”– o las Protestas de Aysén en 2012, entre muchas otras de orden territorial, indígena o medioambiental), Peña aventura una síntesis sugerente del estallido: releva a un solo actor social –las y los jóvenes–, subraya una clave analítica –la generacional– y se aventura en una dimensión –la biopsicológica– para postularlas como catalizadores y acelerantes principales de la explosiva combustión que acaece en nuestros días.

El problema es que el resultado de su exégesis es comparable a aquella inscripción de más de 4.000 años proveniente de una tabla encontrada en Ur, Caldea: “Nuestra sociedad está perdida si permite que continúen las acciones inauditas de las jóvenes generaciones”. Califica al movimiento social como una “convulsión generacional” de cariz pulsional, donde los jóvenes –para él aquellos nacidos a partir de la década de los 90– han transformado sus certezas subjetivas acerca de lo que es verdadero o correcto en “un principio válido de acción social sin ninguna deliberación”, decretando como verdad “lo que sienten” como injusto. Así, el estallido no sería ciudadano, sino una mera rebelión de púberes contra las instituciones del Estado, “indigna de llamarse desobediencia civil” por ser apenas un “espasmo violento”, una “conmoción emocional” inorgánica, sin proyecto, reivindicaciones, liderazgo o ideas y mucho menos, el légamo que fertilizaría la alteración del modelo, puesto que lo que vio fueron “pandillas, desordenadas, con actitudes carnavalescas, orgiásticas, huyendo de la policía”. Seguidamente su llamado es al abandono de la “beatería juvenil” por parte de los adultos que han glorificado acríticamente el papel desempeñado por estos colectivos –cuyo sino, pareciera decirnos, es la irracionalidad y la violencia–, a los que hay que poner atajo a través del Estado como poseedor legítimo del monopolio de las armas.

Corsé biológico

No es este el espacio para redundar en dos siglos de conocimiento acumulado sobre las y los jóvenes en el occidente moderno, pero convendría recordar además del carácter histórico y relacional que toda construcción sociocultural de la edad entraña, el rol que han jugado los actores juveniles y sus alianzas precisamente en las decisivas transformaciones de nuestros pueblos a lo largo del siglo XX. La juventud en nuestro continente hace más de un siglo que se liberó de la edad como dato, corsé biológico o sicológico (como Stanley Hall, Ortega y Gasset o mucha literatura edificante y biologisista postulaba). Así, so pena de majadería, podríamos responder como el cubano Julio Antonio Mella en 1925 haciendo escarnio de la teoría orteguiana: “No es cuestión de glándulas, canas y arrugas, sino de imperativos económicos y de fuerzas de las clases”. Dicho de otro modo, a contrapelo de las seniles monsergas que explicaban las revueltas, violencias o perversiones juveniles en las décadas del 20 o 60 por una “brecha generacional”, asistimos numerosas veces en nuestra historia a la producción de cohortes espacial y biológicamente distantes que han constituido conexiones generacionales o conformado “unidades generacionales autoconscientes” –en el decir de Mannheim–, que se han reconocido como parte de un colectivo y han decidido “agitarse juntos”, reaccionar unitariamente. En Chile, por ejemplo, es imposible entender el proceso de mesocratización del país a partir de la década del 20 sin conocer el rol clave que jugó la alianza de sectores juveniles emergentes –ácratas, bohemios y “violentos”– con el naciente proletariado. Por tanto, no es mero adultocentrismo sicologisista lo que el análisis del Rector padece, sino una seria limitación en el uso de su categoría de análisis, puesto que si bien este movimiento no solo es un maridaje complejo de clases y capas –transitado con oscilaciones entre los sectores mesocráticos [relación de las clases medias con la administración del poder del Estado] y populares–, es una alianza intergeneracional que se ha ido sellando progresivamente en la medida que la estratificación de la experiencia –habida cuenta de la perseverancia temporal de los elementos más abyectos e intocados del modelo– ha sido la misma para sucesivas cohortes de sujetos. “No era depresión”, dice un lúcido rayado en un muro de mi ciudad, “era capitalismo”. Eso fueron y han sido una parte importante de las últimas y más multitudinarias expresiones movilizadoras desde 2011 (año en que esta alianza se hace evidente y se consuma) y, claro está, las últimas marchas en regiones y en Santiago –con más de un millón doscientos mil jóvenes, adultos y viejos–: una comunión intergeneracional inscrita en un modo común de experimentar el hastío y la impotencia. Por supuesto que se presentan modalidades generacionalmente distintas de encauzar estas subjetividades, pero la irracionalidad de la violencia –que para el Rector pareciera ser eminentemente juvenil– no es una evidencia neutra, es también un estigma que, como la historia nos enseña, rápidamente se transforma en emblema cuando los medios y sus “tributarios pensantes” construyen su origen a través del etiquetaje y el pánico moral: un enemigo, un “otro” siempre desviado, amenazante y enorme en número. De ahí lo sintomáticas de las palabras de la Primera Dama de la República al concebir el movimiento como una “invasión extranjera, alienígena” y la inmediata identificación –irónica y paródica– de las y los movilizados con la figura del extraterrestre. O el rayado que registré en el interior de la oficina de una AFP (administradora de fondos de pensión) que acababa de ser saqueada y quemada: “tenemos rabia”. Huérfana de consigna, de rúbrica ideológica, desnuda en su sola literalidad, había sido pintada para devolver la ofensa con orgullo.

El control de lo simbólico

Cabe aquí, en estos rápidos y coyunturales apuntes, esbozar una última reflexión haciendo uso de la misma categoría de análisis de Peña y que me llevan a coincidir en poner el foco en el rol clave de las generaciones menores en la diacronía y el presente de este movimiento. Si en algo contribuyeron distintivamente las y los jóvenes en la ignición y velocidad de este estallido, fue la disputa creativa, sostenida por varios años, en el volátil pero decisivo espacio agonístico de la hegemonía cultural. Aquella zona profunda donde transitan las subjetividades, los síes y noes ontológicos y donde se urden los imaginarios, los supuestos, las visiones y espejismos que limitan o expanden lo que se puede creer, imaginar, cambiar, quemar o mantener. Aquel contorno, que había controlado las subjetividades apegadas al consenso de la inmutabilidad o perfectibilidad –nunca una sustitución– del modelo, fue auguralmente colonizado y definitivamente redibujado en 2011, cuando una reivindicación aparentemente sectorial –la gratuidad de la educación superior– modificaba la percepción de lo que era legítimamente posible en términos de destrucción del orden neoliberal: todo. Mientras la agenda del establishment político –incluyendo a las muchas izquierdas– enfatizaba como antes los remiendos (un “nuevo” sistema mixto, una “redefinición” de lo público, mayores becas y subvenciones o baja de aranceles), el movimiento estudiantil del 2011 vigorizado por una mayoría social, movió para siempre las fronteras de lo pensable, de lo deliberable y de lo imaginable. Desde entonces y de manera creciente, las elites políticas y económicas han perdido el control de lo simbólico en la elaboración de los sentidos y los significados de lo que el país es y puede ser. De este modo, aunque aún no han perdido su poder, han perdido la autoridad. Han perdido ese difícil y etéreo consenso que funge como pepe grillo de la memoria y las subjetividades y que el 18 de octubre, a partir de una ancha sincronía intergeneracional, vertiginosa, súbita –pero no inesperada–, se les escabulló entre los torniquetes del metro para no regresar.

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Acerca de Yanko González

Yanko González Cangas (Buin, Maipo, Chile, 1971)​ es –según su entrada en Wikipedia– “un poeta y antopólogo chileno. Su obra poética –experimental y heterodoxa– se ha centrado en las fricciones culturales de la exclusión juvenil, territorial, racial y nacional”. Lo conocimos en el Festival Internacional de Poesía de Rosario hace diez años, donde uno de […]

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