Media hora, dos, quince minutos diarios. Quienes usan el colectivo para moverse por la ciudad o hacia localidades vecinas pasan gran parte de sus vidas a bordo. Si se multiplican los tiempos de los viajes por los días de la semana y luego por los años transcurridos, quedará en evidencia rápidamente. Así, esas hileras de asientos más o menos en condiciones, separadas por un pasillo y rodeadas de ventanillas conforman un escenario único y al mismo tiempo repetible, en el que se reproduce el latido del afuera, con historias propias y ajenas que revelan matices de la sociedad. Existe una conexión entre esos dos mundos, el del arriba y el del abajo, y la escalerita que hace de puente.

En simultáneo, el bondi mantiene un vínculo con la ciudad que es recíproco. Los colectivos hacen a la identidad de una localidad, la trazan y la recortan. La sectorizan y la desnudan en sus márgenes. En su afán de unirla, revelan sus distancias irreconciliables. Los modelos de sus coches, sus recorridos, el costo del viaje y la forma de pagarlo, la velocidad de los motores, las paradas, los conductores pueden hablar de Rosario. De quién es, de dónde viene y si va a alguna parte.

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Desde hace tiempo, la gestión socialista intenta darle una vuelta al sistema, de la mano de la tecnología, a partir de incorporaciones que agilizan su funcionamiento, imponiendo un lenguaje renovado, ligado a la digitalización. Aunque sin solucionar de fondo el tema de las frecuencias –el punto más débil del Transporte Urbano de Pasajeros (TUP)– han sabido otorgarle una impronta especial al uso del ómnibus, algo así como que viajar en bondi tiene su costado cool. Es práctico, menos caro para el medio ambiente y es bastante económico si se piensa en lo que pagan en otras ciudades, como por ejemplo, Córdoba. Sin embargo, para una amplia mayoría, tomarse un colectivo no es una opción sino la única posibilidad de trasladarse, tan mecánica, intrínseca y habitual. Como caminar.

La espera del colectivo –la previa del viaje– es un momento de características propias. Quien aguarda el bondi por años y años, bajo lluvia, con frío o calor extremos, apresurados por llegar al trabajo o a la escuela, con temor a ser asaltado o básicamente a que el número tan esperado no arribe a tiempo, se ejercita en el arte de la paciencia y la tolerancia. Se sabe, la frecuencia ha sido en Rosario el punto más flaco del sistema y junto al precio del viaje, tema de fogosos debates políticos partidarios que quedan lejos de esas esquinas, más o menos pobladas, donde se agrupan uno a uno los potenciales pasajeros.

Los choferes. Es un gran capítulo en la vida de los usuarios. Tomar una misma línea a diario y en un mismo horario puede resultar un momento agradable o fatal dependiendo de quién está al volante. Uno se puede encontrar o chocar con la realidad cada mañana.

Los hay amables, son los conductores que saludan y sonríen, esperan, intervienen en situaciones conflictivas, respetan las paradas y acercan el coche al cordón lo máximo posible. Hay otros insufribles, reacios a las inquietudes del pasajero, que pasan de largo, que no paran ante la chicharra o frenan de golpe convirtiendo el bondi en una especie de coctelera frenética. Aceleran al límite, desconocen modales, hablan por celular y hasta putean.

Es muy probable que se geste un trato de familiaridad después de decenas de «buen día», «gracias por esperar» o «me quedé sin plus». Incluso, hay pasajeros que ocupan los primeros asientos y desde allí mantienen charlas vía espejo retrovisor. No está permitido claro, diríase que son relaciones clandestinas.

Hay también tipos de pasajeros, o pasajeros que hacen determinadas cosas mientras se mueven en colectivo. Mucho depende de si se va sentado o parado. Conseguir asiento es una gran noticia para quien, tras pasar la tarjeta, busca con desesperación un rincón libre donde desparramarse. Una vez lograda la hazaña, muchos optan por mirar hacia afuera y dejar correr los pensamientos. Escuchar música y leer son pasatiempos muy cultivados abordo. Hablar por celular es otra —irritante y molesta— actividad que generalmente se desarrolla a los gritos. Comer, escuchar conversaciones ajenas, monitorear las redes sociales y dialogar con el de al lado sea conocido o extraño también.

Quienes van parados se la pasan esperando a que alguien desocupe un lugar. Mientras tanto, de pie se puede mirar afuera, escuchar música y pispear a los demás. Y claro, hacer equilibrio.

Los usuarios del transporte público integran una comunidad con códigos comunes en la que se generan lazos solidarios y hostiles. Como en la vida misma, el transcurrir dentro del colectivo expone a experiencias enriquecedoras: aquella vez que te quedaste sin saldo y vino aquel señor a ofrecer su tarjeta magnética (aunque la eliminación del comprobante en papel vino a deconstruir este mecanismo de asistencia mutua tan arraigado y aceitado) o aquella señora que se levantó de su asiento y lo dejó disponible para el niñito tambaleante del pasillo, o el muchacho con la guitarra que cosechó varios billetes y monedas después de cantar sus necesidades de trabajo. Puede que de vez en cuando salga lo mejor de cada uno en el bondi. Y también lo peor. Ese tipo que se hace el dormido ante la panza enorme de la embarazada, el pibe que pone el celular al palo cómo si todo el pasaje gustara de su música, la señora que exige a los gritos y timbre en mano que el chofer se acerque aún más a la vereda.

Somos arriba y abajo del colectivo. Sin bolsos ni valijas acarreamos personalidad y modos de mirar el mundo mientras dure el trayecto. Y de esta manera, el coche y su pasaje se transforma en una caja –perforada por cuadradas ventanas que dejan ver y ser vistos– de resonancia social.

Así, lo que sucede en la ciudad se evidencia en el viaje cotidiano en colectivo. La inflación, por ejemplo, se traduce en los sucesivos aumentos de tarifa, la recesión económica obliga a muchos usuarios a bajarse y en simultáneo suben cada vez más vendedores informales o simplemente personas que piden una ayuda a voluntad para hacerse de unos mangos. O el avance de la lucha feminista, que en estos últimos meses ha hecho visibles con más énfasis conductas abusivas de parte de varones en los bondis, algunos ya acostumbrados a tocar mujeres y salir impunes. Fue en julio pasado, en plena debate sobre la legalización del aborto, que una mujer increpó a un joven hasta obligarlo a bajarse del colectivo, tras haber molestado a una pasajera, incomodándola con gestos obscenos. «Ni una menos» le gritó a la cara. Y por supuesto, las cuestiones partidarias también tienen eco. Desde los intensos cruces en el Concejo por el precio del boleto que agrupa a oficialistas y opositores en encarnizadas discusiones que esconden intereses múltiples, hasta la cara del Che Guevara grabada en flamantes unidades, que para algunos políticos resultó ofensivo, la performance del sistema es uno de los pocos temas que atraviesa a toda la sociedad y es usado como lugar común en campañas electorales como una zona de promesas. Siempre pero siempre se podrá viajar mejor.

No recuerdo mi primer viaje en colectivo. Sé que recién me permitieron ir sola durante el secundario, desde Echesortu al centro y vuelta a casa. Desde entonces me lo he reservado como un tiempo de tránsito y al mismo tiempo, de suspensión. De experimentar el ser ciudadano, la convivencia de uno mismo con el mundo, de soledad en compañía de otras miles. De estar, mezclada siendo tan sólo una más. Moverse estando quieta para llegar.

 

la ciudad está en obra
Sobre el autor:

Acerca de Sabrina Ferrarese

Nació en Rosario. Trabajadora de prensa. Actualmente es redactora del diario digital Rosario3.com. La palabra mejor escrita o cantada. Duda, luego existe. Le cotó mucho encontrar una foto donde esté sola.

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