Hoy me desperté inquieto, no dormí bien, seguramente ansioso por la tarea que me esperaba esta mañana, una misión compleja, enrevesada y tan riesgosa como inevitable: llegar antes del mediodía a una oficina céntrica para gestionar un cobro. Por eso arranqué temprano con los preparativos, y sólo dejé para el final imprimir la documentación necesaria para el trámite. Y fue mientras revisaba mi correo desde 2023 hacia atrás buscando un Alta de proveedores y demás, que apareció un antiguo mensaje de un amigo, periodista y escritor, en el que me invitaba a escribir sobre cómo me imaginaba el mundo post pandemia para una novedosa publicación digital. Sobre el final del pedido, mi amigo agregaba con precisión de editor literario, “un texto corto, no de más de 9000 caracteres”. No pude evitar recordar a Maradona pidiéndole a Coppola, desde la escalinata de un avión que la Ferrari que quería que le consiguiera para después del Mundial 86 fuese negra. Y con pasacassette. Qué locura, pensé. 9.000 caracteres. Hoy nadie lee más de 140.
Sentí que se me volvía a acelerar el pulso, como en esos días de confinamiento en los que estuve tan ansioso que tiraba un fideo tirabuzón contra los azulejos de la cocina para saber si estaba a punto, y se clavaba de punta como un tornillo Fischer. Días en que desayunaba a las 12:50 y cenaba 18:45, o sea que tenía menos de 6 horas para todo lo demás, lo que incluía las cuatro ingestas reglamentarias. Y con la amenaza permanente de que, si desayuno y cena se juntaban, podría provocar una paradoja espacio-temporal al estilo Volver al futuro que te la voglio dire[i].
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Cierro los ojos y recuerdo la presión que significó para mí aquel pedido, incluso antes de que me dijera que el deadline era en 72 horas. Como también recuerdo que se lo confesé a mi ilustrado amigo, quien intentó tranquilizarme citando un texto en alemán del filósofo Arthur Schopenhauer de su libro El arte de sobrevivir que dice “Kein Stress, du wirst es schaffen. Geh damit um und schick es mir am Dienstag”[ii].
Hice el chequeo previo a la salida. Llave, plata, celular, abrigo, alcohol en gel, barbijo con filtro, el imán por las radiofrecuencias, un CD en la espalda por los radares y repelente de insectos, casero. Porque eso es lo bueno que me dejó la cuarentena, produzco y envaso varias cosas. Estoy estoqueado en casi todo: chimichurris, pickles, escabeches, desinfectante. Me hago cerveza, yogurt, pan casero, de todo. Parezco un puesto rutero. Una vez chequeados todos los pertrechos, me zambullí en mi traje sintético inmunoaislanteelectrobacteriológico, me acomodé los guantes de látex para asir el resbaladizo pomo de la puerta, y salí raudamente de casa.
El ascensor venía complicado porque, como puede usarse de a una persona por vez, hay que esperar para montarse a uno más que al tren Sarmiento en hora pico. Así que me mandé por las escaleras. Llegué a la planta baja agitado como el Ogro Fabbiani en una pretemporada cuando me salió al cruce el portero del edificio, El Orejas, que se me quedó mirando fijo, blandiendo el escobillón amenazante, y me increpó: “¿Usted quién es?” “Soy yo, el del quinto”, dije tartamudeando. Y a medida que se iba desempañando la máscara y lograba reconocerme, agregó: “Le juro que no lo reconocí, la próxima por seguridad péguese una foto suya sonriendo en la pechera”. No sé si fue en serio o intentó ser un chiste porque como el barbijo le tapa la mitad de la cara, no hay subtexto, todo es literalidad, como sucede con la letra fría de los emails.
Fue pisar la vereda y que llegara el Uber. Ni en las novelas de Suar los consiguen tan rápido. Golpeé el plástico sanitario y le indiqué “al centro”. El chofer me preguntó sin mirarme: “¿Tomo por la Avenida Dr. Eduardo López hasta poder subir a la Autopista Dr. Pedro Cahn o voy por adentro?” “¿Por qué? ¿Hay mucho tránsito?”, le pregunté casi con miedo. “Mire, hay dos cosas que la pandemia no pudo cambiar en Buenos Aires. Una es la humedad, y peor en estos días en los que llovió más que en la apertura de Los simuladores, la otra es este tráfico invivible”, sentenció mientras esquivaba deliveries en motos, bicicletas, monopatines, skates electromagnéticos y hasta tuvo tiempo de espantar a un dron que golpeó la ventana ofreciéndonos lavar el parabrisas.
Me distraje unos minutos viendo los anuncios de una financiera con el dantesco espectáculo del derrumbe del petróleo y las automotrices a manos de la imparable lavandina cuando el conductor me devolvió a la realidad. “Encima esto”, dijo señalando el tránsito cortado por una manifestación que si bien no tenía muchos integrantes, con el distanciamiento social, ocupaba unas setenta y ocho cuadras.
“Disculpe que le diga pero su peinado me recuerda al de un economista que solía mostrarse bastante desencajado en la televisión”. “Sí –me dijo a modo de confesión–, no diga nada pero soy Milei. Lo que pasa es que con la última epidemia la gente entendió la importancia del estado y todos los que pregonábamos disminuir el gasto público y toda esa sarasa, tuvimos que buscarnos un trabajo decente. Y pensar que nos decían que para esta época los autos iban a volar y seguimos con tutoriales sobre cómo lavarnos las manos. ¡Suna vergüenza…!”[iii]
El Uber paró justo en la puerta de la AAAV, Asociación Argentina de Actores Virtuales por sus siglas en español. “Llegamos –dijo–. Son 8.700 pesos”. “Cobrame”, le dije, mientras le mostraba la pupila derecha para que pueda escanearla. “Esta no tiene saldo, maestro, deme la otra”. “No –le dije–, la izquierda se quedó sin crédito hace rato. ¿Te sirven unos bitcoins blue?”
Bajé y noté cierto tumulto periodístico. ¿Cómo se enteraron? Si no le conté a nadie. ¿Habré dicho algo en el grupo de la primaria? ¿Lo habré comentado en el fútbol virtual de los jueves? ¿Fue el Orejas? Cagué, pensé. Ahora vienen las preguntas, el asedio periodístico, el micrófono con un palo y envuelto en film como un pebete de vianda. Al acercarme a la puerta entendí que el revuelo era porque Mirtha Legrand estaba en las oficinas del piso 11 tramitando su retiro ahora que la edad jubilatoria se corrió a los 95 años.
Saqué un número y me senté a esperar. El tipo que tenía sentado a la derecha me parecía conocido. Pero fue sólo cuando llamaron a su número y lo vi caminar que pude reconocerlo. Era el flaco de Trivago. Ahí me di cuenta de que no sabía el nombre de ese actor. Yo lo había bautizado jocosamente Omitir Anuncio porque eso decía el cartelito que ponían en pantalla cada vez que él aparecía. Por lo que habló con la recepcionista pude colegir que estaba gestionando una indemnización derivada de la definitiva extinción del turismo receptivo.
Estaba absorbido por esas elucubraciones cuando se acercó uno de los delegados de la entidad. “Disculpe la demora, estaba justo haciendo un asadito virtual para los compañeros”, me dijo amablemente mientras terminaba de acomodar unas mollejas desde una aplicación de su celular llamada MollejApp según me informó él mismo. “No hay problema, tengo que cobrar unos shows virtuales”, dije gentil. “Comedia Electrónica, E-comedy”, retrucó canchero. “¿Y cómo le resultó?” “La verdad es que al principio me costó acostumbrarme, porque es como jugar al tenis por carta, uno solo frente a una computadora, haciendo una rutina, como en una cápsula… Me sentía Collins tirándole gags a Armstrong y a Aldrin ubicados afuera del Apolo XI. En un show un actor se retroalimenta de esa energía del público –seguí–. Yo voy incluso direccionando mi texto en base a ese feedback… Un humorista es como un murciélago, que regula su trayectoria a través de lo que le devuelve su sonar, sin ese rebot…” “No son épocas para hablar de murciélagos”, me frenó cortante el delegado.
“¿Y el público?”, se interesó. “Mirá, hay funciones que ni medio emoji, a veces unos ‘JAJAJA’. La molestia que antes generaban en la platea las toses o el celofán de los caramelos hoy la producen los mensajes entrando, wasap, facebook, twiter, instagram, tinder…” “Casi a los únicos a los que les fue bien fue a los morochos africanos del ataúd, están vendiendo shows a lo pavote. El morocho de Tae Bo marcó el camino, después vino el de wasap y por último esa banda…”
“¿Y qué necesita?”, dijo apurándome. “Venía a presentar el Alta de Cliente y la OC[iv]”. “Perfecto. Déjelas en recepción. Yo me voy porque hoy se entregan los Tik-Tok de oro y yo soy jurado”, dijo con un halo de vanidad. “Parece que la final es Mariano Martínez contra Beatriz Sarlo”, agregó con tono cómplice.
Emprendí el regreso. Esta vez el taxista era parecido a un ex panelista de TV así que por las dudas no pregunté nada y opté por viajar en silencio. Ya en mi casa, relajado y convenientemente desinfectado, ordené los papeles del trámite, y volví a toparme con el mail de mi amigo. Caí en la cuenta de que nunca le había contestado, ni le había enviado el texto postpandemia solicitado. Pero ya era muy tarde para hacerlo, así que seleccioné el mensaje y lo tiré a la papelera de reciclaje.
[i] Frase de origen italiano que significa que te irá muy mal con algo.
[ii] “Tranquilo, vos vas a poder, manejalo y mandámelo el martes”
[iii] Es una vergüenza, en Quino básico.
[iv] Orden de Compra en dialecto CEO

Este texto se publicó en la sección «Narrativas del futuro», dentro de Bitácora del porvenir I. Palabras de una era.