Cuando llega la catástrofe, el futuro es corto. Se vive con lo que se tiene. Se come lo que hay. Y se condimenta todo. Hace varios años que con las personas más íntimas comparto, podría decirse, cierta conciencia del límite, que toma la forma de la sensibilidad.
Como si fuéramos objetos frágiles, nos llamamos por teléfono y nos preguntamos si estamos bien. Hablamos de cocina, de libros, recordamos una tarde en el parque, una mala película. Hacemos chistes, muchos chistes, y no hay nada de lo cotidiano que desmerezca la atención sutil. Después de la catástrofe, el aguzamiento de la vida es, durante un buen tiempo, una estrategia de supervivencia, una resistencia a los vapores mortíferos del más fuerte. Cuidamos la percepción, porque sabemos que el futuro siempre vuelve, aunque a veces se demore en llegar bajo la forma del deseo o la pregunta.
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Vi ciervos en Japón acercándose a comer el pasto decorativo de las avenidas. Pececitos en las aguas transparentes de Venecia y unos monos saqueando negocios en Tailandia.
En Mar del Plata, los lobos marinos se pasearon por la costa como nunca, muy sueltos y como panchos por su casa. Mi propia casa se llenó de lagartijas gordas, un poco exageradas para un piso octavo. Veo en los diarios: osos, coyotes, jabalíes. Esas imágenes no se parecen a nada, a ningún tiempo que hayamos experimentado. Leí en el verano la novela de Carlos Ríos, Cuadernos de Pripyat, y también Absolut Röntgen, el libro de cuentos del cubano Abel Fernández Larrea, ambientados en torno a la explosión de Chernóbil y supe, por esos días, que si alguien hoy quisiera caminar por esas zonas, además de cuidarse de la radiación debería huir de las manadas de lobos salvajes que ganaron la ciudad. Como en las clásicas ruinologías, las imágenes de la naturaleza regresando e imponiéndose más bien muestran el efecto de lo que nace cuando un límite se interpone.
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La semana pasada también vi un video de David Bowie, me parece que fue el último de sus videos o uno de sus últimos videos. El día de su cumpleaños número sesenta y ocho, Bowie subió sorpresivamente, a una plataforma de música online, ¿una canción titulada “Where are we now?”. El video es sugestivo. Reconstruye el estudio de sus años en Berlín, hacia mediados de 1970. Un pequeño estudio, un “atelier”, muy a tono con aquellas fotos de los cuartos de los artistas de vanguardia, su impostado desorden. Un delicado chiquero con recuerdos del afuera. Creo que Bowie lo sabe, su mirada irónica sabe todo, incluso nuestro pequeño regocijo. Entramos en la escena. Hay sogas, cosas ovoides, soportes para colgar cosas, más objetos tirados, mesas, proyecciones de luz. Sobre el escritorio, un pequeño títere de dos cabezas. Una, es de Bowie, la otra, de una mujer. Humpty Dumpty sobre la mesa de disección. Detrás suyo, una pantalla sobre la que se proyectan secuencias en blanco y negro de la ciudad durante aquellos días de juventud. Las caritas de Bowie y de la mujer flotan, como si estuvieran paseando y cada tanto miran hacia atrás, hacia los predios yermos de la antigua Postdamer Platz o al centro cultural okupa Tacheles, hoy un hito de la flanería turística.
En su enorme mural, con apenas cuatro palabras, el Tacheles espoileaba nuestra actualidad:
How long is now?
¿Cuánto dura el ahora? El presente continuo, sin día y sin noche, sin descanso ni distancia, ni silencio; sin separación ni reencuentro, sin invierno ni verano, sin agua ni tierra, ya no se soporta. No sabemos dónde estamos. Where are we now, where are we now/ the moment you know, you know you know. Cuando te diste cuenta que sabés, sabés que sabés.
Este texto fue publicado en la sección “Narrativas del futuro”, en Bitácora del porvenir I. Palabras de una era.