Éstos son apuntes sobre el debate entre el intendente de Rosario, Pablo Javkin, y Juan Monteverde, candidato a ese cargo por Ciudad Futura. O mejor, sobre un breve y duradero aspecto de ese debate.
Atribuí mucho tiempo a Martín Rodríguez –fundador y editor de Panamá Revista– la acuñación del término “cambiemita” circa 2015 para referirse a los dirigentes y seguidores de la alianza Cambiemos, que reunía, sobre todo, a políticos del Pro y la UCR.
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Esa operación semántica clavaba una definición de ese espacio político que, en principio, resultaba más poética que comunicativa: en el sufijo “ita” se expresaba no sólo un gentilicio (como “vietnamita” o “moscovita”) que identificaba un grupo específico; también traía el eco de un diminutivo.
En Estados Unidos, al promediar los 70, cuando Ronald Reagan ya era un influyente gobernador de California decidido a ir por la carrera hacia la Casa Blanca, que representaba ideas y posiciones ajenas a la ola pacifista y feminista que todavía se hacía oír en el país, surgió el término “reaganita” –reaganite, según el modo sin género del inglés–, en el que se sintetizaba el carácter ideológico de ese sector político: conservador, polarizante, anticomunista.
Bien, cuando se acuña “cambiemita” también se está ofreciendo un término para señalar a los propios ésa forma de representación política: un gentilicio para un sector político organizado en contra de otro: el peronismo, el kirchnerismo. No se usó “cambiemistas”, lo que hubiera definido a ese sector por sus posiciones políticas, por su programa, sino por eso que los reunía en un territorio ideológico. Pero, de nuevo, era una operación semántica para los propios, difícil de ser apropiada por esos “otros” agrupados en el gentilicio o el diminutivo. A diferencia de agresiones y sustantivos despectivos de los que suele apropiarse el ingenio popular –Mauricio Macri llamándose a sí mismo “gato”, los peronistas reivindicando el “cabecitas”, etc.–, el “cambiemita” es un término que en su eco diminutivo puede ser acusado de despectivo, pero funciona en tanto la conversación transcurre entre posiciones ideológicas, históricas o políticas que se definen a partir de su uso. Es una operación semántica y honesta.
En cambio, utilizar un sustantivo con el sufijo “ismo”, que connota desde doctrina o sistema, actitud (“individualismo”), hasta situación o condición (“pobrismo”), ya es algo distinto. Y vale aclarar que se entiende el procedimiento según el cual Pablo Javkin intentó denostar a su contrincante Juan Monteverde tildándolo de “kirchnerista”, se comprende una operación que es, al modo en que se espera del juego político, legítima, aunque es menos semántica que ideológica. Es menos una acción sobre la lengua para sentar una posición, que un acto de lengua que transcurre en el terreno de la ideología –“la relación imaginaria de los individuos con sus condiciones reales de existencia (…)”, Louis Althusser dixit.
Sobre el sustantivo “kirchnerista” no se produjo ninguna operación semántica con la que se haya sometido el término a debate o posicionamiento alguno. Sencillamente, según uno de nuestros teólogos preferidos, Adam Kotsko*, sobre el término “kirchnerista” opera una “demonización”
En un artículo de 2016 –que tradujimos acá–, y que daría lugar más tarde a un libro con ese mismo título (“Los demonios del neoliberalismo”), Kotsko interpreta el pasaje del Génesis en el que Dios expulsa y condena al ángel que devendría en el demonio y concluye: “el sentido más preciso de la demonización es forzar a alguien a tomar una decisión por la que ya era y será culpable”. No hay un atenuante histórico para eso que se demoniza, sino que al ser demonizado ya era y será demoníaco.
Al rastrear la genealogía y la historia del término, Kotsko observa: “Las brujas y los herejes fueron torturados hasta que ‘libremente’ ofrecieron confesiones por las cuales fueron ejecutados”. En otras palabras: aquellas mujeres acusadas de brujas terminaron siendo obligadas a confesar aquello de lo que se las acusa –como notaba Walter Benjamin en sus relatos radiales de fines de los años 1920, la cacería de brujas en el siglo XIV aplicó los primeros métodos científicos importados de la civilización oriental a la Europa bruta de esa época. Es decir que los procesos de demonización se realizan en nombre de algo asumido como “superior”.
La primera mención del término “kirchnerismo” la propone Javkin tomando un plural de Monteverde: “unirnos”. “¿Unirnos con quién? Con el gobierno provincial y el nacional, el kirchnerismo”, responde el intendente.
💬 EL MOMENTO MÁS PICANTE DEL DEBATE SOBRE SEGURIDAD:
🗣 @pablojavkin y @juanmonteverde se lanzaron duras acusaciones dónde mencionaron al kircherismo, la denuncia de Losada contra Pullaro y hasta las medidas tomadas en Medellín
👉🏼#FrenteAFrente en @eltrestv pic.twitter.com/vH5RAmkj9R
— Rosario3.com (@Rosariotres) August 28, 2023
De nuevo, no cuestionamos ni nos resulta ilegítima su estrategia discursiva en el momento del debate en televisión. Lo que sí resulta cuestionable es eso que incluso excede a Javkin: que se naturalice la demonización de un término cuyo uso denostativo no se aplica a otros sustantivos con sufijo “ismo” que, histórica y políticamente, no gozan tampoco de una salud sacrosanta, pongamos: radicalismo, macrismo.
Es que esa demonización es ideológica –una representación moldeada (no natural), imaginaria– y ahistórica –lo que por ser, fue y será, como lo definía Kotsko.
Esta demonización ajena a la historia es también ajena a la política, cuyas razones, pasiones y nervios se definen en esa doble línea de tiempo en la que están involucradas las personas –como dirían los setentistas: “las masas”– y la dirigencia, la calle y el palacio. Un multiverso en el que el hijo septuagenario de un obrero del Swift se ilumina con el recuerdo del regreso de Perón, a quien conoce por el relato exaltado de su padre. Y un hijo septuagenario de un profesional radical se conmueve por un Yrigoyen arrinconado y denigrado en el golpe de estado de 1930 por el relato de su padre, quien nunca tuvo trato con el caudillo radical.
En lo personal –y esto es totalmente irrelevante–, términos como “macrismo” pueden sonarme odiosos, un “vituperio” en el que escucho antiperonismo, entrega, cipayismo, deuda, etc. –sin que yo sea peronista y sin que el peronismo necesite mis argumentos. Sin embargo, llegado el momento de la discusión política, incluso del debate periodístico, me resultaría indecoroso demonizarlo –“acusar” a otro de kirchnerista, peronista, ucerreísta o cambiemista–, no sólo por respeto a mi interlocutor, sino a mi propia capacidad de entendimiento y de escucha.