Hice muchos garabatos, pero sólo recuerdo un dibujo que hice cuando era chico. Me acordé hace poco, miraba la isla en el Paraná, sentado en la barranquita del Parque España y, entre pitada y pitada, se me vino encima un hornero, medio amarillo, medio payo. Pero lo raro fue que con él también se me vino encima un susto que me levantó de un salto y me hizo salir caminando rápido mirando para todos lados –culposo–, en dirección a mi casa.
El que recuerdo era un dibujo simple, de indios, y había árboles, muchos árboles distintos, fresnos, sauces, crespones, nogales, y tres indiecitos se asomaban por los huecos que se hacían entre las ramas de un ligustro, con una mirada lasciva y temerosa, como si estuvieran espiando algo prohibido. Y lo recuerdo porque a mí no me gustaba pintar. Tampoco las plantas. Sí dibujar, pero no pintar. Y era un dibujo con una gama de verdes hermosa que, de dejarlo en blanco y negro, no se apreciaría. Es decir, había razones para que la señorita Di Pauletti me exigiera pintarlo, me sedujera por todos los medios a pintarlo. Sabía que al color no lo podía dar, era mi límite. Sí al trazo, pero nunca al color. Y esa vez lo crucé; al límite, digo. Pinté un día, pinté dos y, al tercer día, cantó el gallo de la huida. No fui más. Abandoné el atelier.
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No ir a lo de la señorita Di Pauletti me representaba un gran esfuerzo. La abuela quería que yo sea pintor como Quinquela Martín, o como Renzi, decía que tenía un talento natural y que ella no iba a descuidármelo. Me implicaba, entonces, el gran esfuerzo de mentirle a la única mujer que quería algo de mí; una mentira con patas largas, porque, además de dejar dibujo, tenía que dejar la promesa de ser un vanguardista. Bueno, parece que entonces no me importó, o que no estaba en condiciones de dimensionar lo que hacía, pero me incliné por la mentira como quien elige una profesión.
En Santa Teresa, mi pueblo, estaba todo a dos cuadras. Le decía a mi abuela que iba a dibujo, y me iba al club, a la plaza, al palomar, al kiosco de la Estela, o al pool del Negro Chalú, esos estanques de hombres. Siempre encontraba a alguno estaqueado ahí. Si no en uno, seguro en otro; seguro, seguro pero. Jugaba una hora a algo y, una vez que terminaba, compraba girasoles y coca cola para todos con lo que la jubilación le asignaba a mi arte. Ese gesto me fue dando cierto aire de buena gente, pero lo que no sabían es que esa plata venía de una estafa. Esa era la rutina: juego, estafa y comida fraterna. Y podía hacer cualquier cosa porque contaba con el beneficio de que mi abuela, tranquila, sabía dónde estaba, en su defecto, “a esos lugares de poca monta no vas a ir hasta los 15, hay muchos malnacidos, hijo, gente de mala vida, bestias, esas cosas”.
Fui conociendo el pueblo así, bajo esa restricción de libertad condicional, o bajo esa condición de caperucita rosa. Tenía su gusto, su adrenalina. Era menudo, flaco, medio alto, tenía apenas 12 años, y era muy desconfiado. Esas características antitéticas generaban cierta solidaridad entre los más grandes, que veían en mi paranoia una debilidad, y automáticamente tendían a apadrinarme.
1. El Negro Chalú.
“Lo primero que vos necesitás, Juancito, es un sobrenombre de hombre. Juancito es de nene de la nona, es de chiquito, y eso lo hacen para ahuyentar a las chicas. ¿Pa’ qué están las abuelas sino? Mirá a mí, a mí me dicen Chalú, por José Pedro Chalú, un centrojá de Ferro Carril Oeste de la década del 30, un tipo que la distribuía, como el General Perón. No me dicen Albertito, como me decía mi vieja, me dicen ‘¡Chalú!’. Escuchá bien, ¡Cha-lú! ¿Ves? ¿Ves cómo suena? Ese sonido no es gratuito. Hay que laburar para obtenerlo. Bueno, vos sos feo, arrancaste para atrás, pero sos atrevido, sos guacho, te ví cómo te le plantaste al Culebra la otra tarde. Así se hace, sí, así que de ahora en más te vamos a llamar ‘Indio’. Andá, y hacéle honor”.
Ese día fue uno de los más felices de mi vida, sentí que era un bautismo. Mientras ‘Chalú el Bautista’ me hablaba, yo sentía que caían sus palabras como chorros de agua santa, me sentía un recién nacido, quería patalear, llorar, pero me la aguantaba porque tenía miedo de que me sacara el título. Tragué la bola esa que tenía en la garganta, le dije: “Chalú, andá a ponerle apodo a tu vieja, mamerto”. Y me fuí rápido a lagrimear la emoción a solas, como se debía.
2. El Zorro.
—¿Sabes cuál es tu problema, Indio? Mirá, tu problema es que sos lindo. Un hombre no puede ser tan lindo, es sospechoso.
—Pero si una vez el Negro Chalú me dijo que era feo, que iba a tener que remarla, que con esta cara lo único que podía salvarme era que me confundan con otro.
—Jejej. ¿No vés? Te toman de pelotudo. Y encima te lo creés. Mirá que hay que creerle a Chalú, eh. Está Judas, y después viene Chalú, en el podio de mentirosos.
—Antes de hablar de El Negro laváte la boca con jabón.
—¿Yo?, ¡lavatelá vos! Mirá, te pasó lo que le pasa a los lindos, que los verduguean, total, no se dan cuenta de nada de lo pelotudo que son.
—Pará, ¡pelotudo tu viejo!
—No te cabrié, Indio. Esto es como una dietética, es un arte. Ser muy lindo, es feo. Ser muy feo, no es lindo. Mirá el Marcelo, pobre, de lo feo que es va a terminar en una diócesis. Hay que encontrar el balanceo justo, ni vos así de nena ni el Marcelo, ¿entendé?
—¿Vos me estás pelotudeando, Zorro?
—No, te estoy curando el mal de ojo. Mirá, te doy un ejemplo. La otra vez, creo que fue el martes o el miércoles pasado, estaba el Merluza comiendo unos girasoles en el kiosko de la Estela junto a los sobrinos de El Doctor y a las melli Catalá, ¿y sabes qué dijo?
—¿Con la Celi?
—Sí, con la Celi y la Neri. Y dijo que vos eras tan lindo que te parecías a Winona Ryder. Y todos se cagaron de risa, ¿entendé? Sí, la Celi también se rió, Indio. Y sí, es así, si sos lindo, sos nena; y si tenés cara de nena, estás condenado al verdugueo.
—Lo voy a cagar a trompadas al pelotudo ese.
—Sí, cagálo bien a piñas, ¡pero bien, eh! Mirá, ¿ves esto que tengo acá, acá y acá? Me lo hice así, peleando. Esa es la belleza, las cicatrices son la belleza, Indio, enseñále bien al Merluza lo que es ser lindo.
3. El Doctor.
“No se nace, nadie nace, el hombre solo se hace”, arrancaba diciendo siempre, siempre. “Y para hacerse es capaz de cualquier cosa. ¿Vos me entendes, no?”, preguntaba luego, hacía un silencio de 10 segundos y te miraba fijo a los ojos. “¿Me entendés? ¡Cualquier cosa es cual-qui-er co-sa! Es tan patética esta cosa, Indio, querido, ya me vas a venir a pedir miligramos de alprazolam”, se contestaba solo, resoplaba y hacía un movimiento de negar con la cabeza. “Hacerse hombre es un deber, viste, y ahí andan, todos, con esa deuda, impaga, corridos por el tiempo, tratando de amortizarla ante el primero que se las recuerda”, añadía, apesadumbrado, mientras me enseñaba a jugar al pool, el Doctor Manavella, que no era doctor pero se engalanaba con hacer diagnósticos silvestres.
De El Doctor se decía que había estudiado filosofía en la Universidad Nacional de Córdoba pero que “dejó de vago”, “sí, y de ser hijo de Don Manavella, el dueño del Mercado Inmobiliario del pueblo, hijo de Don Manavella Padre, el dueño del almacén de Ramos Generales y de las 5.000 hectáreas de la zona de Melincué”. En fin, El Doctor era el confidente de todos, era como un cura laico, sermoneaba pero no te subestimaba, y a mí eso me gustaba mucho, me sentía más grande, importante, además era el único que no se tragaba las ‘s’.
“Yo me empecé a dar cuenta, con apenas 11 años, mas o menos como vos, que con sólo mirarme la pija no era suficiente. Había que hacerse, Indio, la anatomía era, y sigue siendo, la tregua de los santos. Para los demás, es una batalla artesanal y un servicio de espionaje. Arranca con los menudeos fantásticos de la infancia, y, de ahí en adelante, se sigue con esos comercios que se transmiten oralmente de generación en generación, y que siempre tienen sus bemoles de género e incluso sus aporías gástricas. Ésto que soy, esto que vas a ser, esto que oís, es una guerra cultural, Indio, y lo que importa es la tregua, es la mesa de negociación, eso es lo que importa. Vos no te desesperes, yo corro con tus gastos”, sentenció.
No entendí nada, pero me sentí querido. Y no sé si por lo primero o por lo segundo, pero sospeché que ahí estaba contenido el secreto del hombre. Entonces me lo guardé, en bloque, en un lugar mío –creo que en el bolsillo del muslo izquierdo, como aquel dado a Dionisos por Zeus–, y lo guardé como una oración, como una plegaria, que con sólo invocar, me transformara en él.
4. El Gastón.
“¡Hombre es el que sabe juntar coquitos!”, respondió eufórico, en la plazoleta, en la hora de la siesta, una tarde de verano, el Gastón Luqueti, que era un bando pero gozaba de la impunidad que le otorgaba ser el hijo del Juez de Paz del pueblo.
El Gastón era atolondrado, tenía fama de escuchar por anticipado, si vos le decías, ponéle, ‘mandarina’, él ya estaba hablando de los cítricos en general antes de que termines de pronunciar la última sílaba. Parecía ansioso, como si lo estuvieran corriendo, pero para mí era un profeta, yo estaba convencido de que él escuchaba con la boca, porque el oído le estaba haciendo crossfit todo el tiempo.
Pero bueno, eso no importa ahora, acá importa el coqui…
—Sí sí es dulce si está maduro si le comés la parte naranja o medio rojita y medio amarillita de afuera después le cascás el coquito de adentro con un ladrillo y tiene un coquito todavía más adentro para comer te lleva como media hora todo hay que tirarle piedras sin que te vea el plazero eso es lo más importante sin-que-te-vea-el-plazero porque sino te saca a escobazos…
—¿A vos te…?
—Sí sí sí, ahí vá, si te conté cuando me quiso agarrar de sopetón porque se vino hasta donde estaba yo y el Rata Cantarine tirando la cuarta piedra desafortunada sin un coquito todavía era difícil bajarlos porque la planta era larga y alta y había que tener la fuerza de uno de 15 y nosotros habíamos cumplido 11 todavía no éramos hombre él un poquito más 12 yo 11 y una vez uno de 16 me dijo que me bajaba 10 coquitos si yo le entregaba a mi hermana y el el el apetito le ganó a la la la moral y fue mi primer tranza de culpa…
—Pero te preguntaba por…
–Sí sí sí, ahí vá, y entonces el plazero se vino despacito detrás de los ligustrines y de la planta de moras y zas se apareció con el escobillón con el que barría el monumento a San Martín y me tiro a pegar pero no me dió y corrí rápido para que no me la dé y él desesperado por pegarme se tropezó y se le cayó encima del coco el palo y se pegó sólo…
—Uh, y vos qué…
—Sí sí sí, ahí vá, mientras yo le gritaba no le diga nada a mi papá que si no me faja yo soy el hijo de Suviela Su-vie-la le gritaba era mentira pero le gritaba tratando de que me crea mientras trotaba de espaldas a la vez en retirada preocupado porque sería el último intento de bajar el fruto que más dulce me hacía el domingo.
5. El Mauro.
Bueno, un tiro, estábamos sentados con El Cordobé en el borde de la cancha de fútbol, esperando que se vaya o que se lesione alguno para poder entrar. Estábamos ahí, casi siempre de suplentes, y a la falta de talento deportivo la compensábamos con jactancias sexuales. Bueno, un tiro, decía, empezamos a hablar del bebé de la Isabella Andreini y de los embarazos en general. Me sentía en confianza, al Mauro podía decirle cualquier cosa, y arriesgué mi vanidad de bolsillo.
—Yo creo que tanto los hombres como las mujeres quedan embarazados… y dios decide si nace en uno u otro según cómo se hayan portado. Si se portó mal el varón, lleva el bebé la mujer, y si ésta se portó mal, lo lleva el var…
No me dejó terminar, ¡gracias a dios! (al cual también le debía la hipótesis). Primero me interrumpió en la parte de “quedan embarazados”, y luego, definitivamente, en la parte de “lo lleva el var..». El Mauro, desternillándose de risa, y para mi asombro, dijo:
—Mirá que sos culiao, Indio, parecía que hablabas en serio, entré como una iguana.
Creo que el sol que había me permitió esconder mi vergüenza, me subió un rubor desde la yugular hasta la frente que me hizo sudar como si hubiera estado entrando en calor. De ese sofoco vergonzante extraje, en silencio, una frase que usaría para alardear ante El Doctor:
“Un hombre es el que, por no tomarte en serio, te abre a cosas serias”.
6. A penas, un dibujo.
“¡¿Adónde están los hombres?!”, preguntó risueño, al entrar al Club Unión, donde estábamos jugando al Truco, el Minotauro –que siempre andaba en algún quilombo, pero a mí eso era lo que me gustaba de él–. “¡¿Y?! Parece que no hay ninguno por acá”, retrucó tratando de tocar el nervio de los presentes. Dos de los que estábamos, no tanto por vanidosos como por minusválidos, levantamos la mano. “¡Ahora sí!, dejen ese juego de viejos, y vengan”. Terminó de decir vengan, y el Hernán y yo ya estábamos escuchando el plan.
“La Male, la mujer del Tuerto, toma sol en tetas; si vamos por la casa de mi tía Nelly, que, sorda como está, duerme como un lobo marino, podemos subirnos al Ligustro, y desde ahí la vemos toda. Lo que sí, hay que ser pillos, porque si nos llega a ver el Tuerto nos saca a escopetazos, ¡como mínimo! La otra vez lo agarró al Tito Moreira, mirá que el Tito se la banca, pero lo agarró con una mano del cogote, y le dijo que si le llegaba a decir algo más a su mujer, la próxima no lo bajaba –como iba a hacer por esta vez– sino que lo dejaría a vivir en su mano allá arriba”.
Fuimos hasta lo de la Nelly. Efectivamente dormía. Pasamos cautelosamente al patio. El Hernán, que, además de medio amarillo y medio payo, era el más petiso y liviano, subió a la parte de arriba. Luego yo, que era chiquito pero alto. Y tercero el Minotauro, que al ser el más grande, se quedó cerca de la base del Ligustro.
Ahí estaba, ella, la primer mujer que había visto en mi vida. La primera, así, toda a mis ojos. Sentí, por segundos que parecieron años, que esa imagen era lo más dulce que nunca antes había probado. Me dormí en esa imagen. Me dormí, en serio. Y me despertó el ruido de la rama rota de mi caída, y, por si fuera poco, terminó de espabilarme el ruido del grito de La Male: “¡Tuerto! ¡Tuerto! ¡Nos están espiando!”. Fue tan dulce el sueño como amargo el despertar, y la velocidad arremolinada de nuestras piernas nos metió en el dibujo del correcaminos. El Minotauro había salido para un lado, y el Hernán y yo para otro. Nunca tuve tanto miedo en mi vida, me meaba, y encima me dí cuenta que el miedo me hacía reír, reír a pesar de la necesidad. Salté el tapial. Corrí como 40mts por el terreno de la Ñata, la vecina de la Nelly. Y “jajajaj jajajaj”. Y “corré, pelotudo, ¡¿de qué mierda te reís?!”. Y “jaja jajajajaj ja”. Y así, corrimos sin mirar para atrás, sin querer estar viviendo, sin perder velocidad. El Hernán me puteaba y me gritaba como para darse pábulo. Yo pensaba en mi abuela, “me va a matar”, “se va a enterar”, “pobre”, a la velocidad de las piernas. Y no paraba de reirme de los nervios, y del susto. Corrí tan pero tan rápido que, al llegar al portón, debo haber saltado como deportista de olimpiada, porque no recuerdo el salto, pero sí recuerdo todavía, el impacto de la bala, en la cabeza del Hernán, cayendo encima mío, mientras moría de risa.