Soy rosarino, pero desde hace siete años y medio resido con mi esposa, también argentina, y mi hijo, el chileno, en Viña del Mar. Esta semana vivimos los tres primeros días del Estado de Emergencia, con el consecuente toque de queda dispuesto por el presidente Sebastián Piñera. Soy lingüista y, como un vicio de la profesión, lo primero que pensé cuando leí «toque de queda» fue en su cualidad de locución. Una locución es una expresión conformada por, al menos, dos palabras, cuyo significado no se deriva de la suma de estas. Me sé la definición de memoria. Por ejemplo, estirar la pata, ojo de buey, mujer de armas tomar. Toque de queda es una locución sustantiva, que no implica tocar, pero sí quedarse; quedarse en casa. Pero sin poder salir. Tenía una idea vaga de lo que es el toque de queda, referencias literarias, como It, la novela de Stephen King, y alguna que otra película. También había algún vago recuerdo de las clases de Historia del secundario, cuando nos hablaban de la dictadura. Vivirlo implica una mezcolanza de diversas sensaciones: incredulidad, aburrimiento, miedo, bronca.

Domingo en zona cuica

Ese domingo con mi familia salimos a dar una vuelta. Vivimos a dos cuadras del casino, a tres de la playa. Es una zona cuica (concheta), en el plan de la ciudad. En Viña del Mar la gente vive en el plano o en el cerro. A media cuadra de nuestro departamento está la avenida San Martín, una de las principales. Fuimos a la plaza y la poca gente que había tenía cara de preocupación. Casi no había chicos jugando y los negocios cerraban. Al pegar la vuelta, nos cruzamos con dos mujeres que conversaban. Antes de entrar al edificio, alcanzamos a escuchar lo que decía una de ellas y lo recuerdo patente: “A este país nos costó cuarenta años de trabajo levantarlo, y ahora lo quieren destruir de nuevo”.

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Vivimos en un sexto piso, y tenemos un ventanal amplio que nos permite ver la plaza Colombia, la Avenida San Martín, la ciudad de Valparaíso y el mar. Paulatinamente los sonidos se fueron apagando y las calles quedaron vacías. Para circular por la vía pública, en el toque de queda, era necesario contar con un salvoconducto, un certificado que extiende carabineros para situaciones especiales. A las 17:56 nos llegó un video al grupo de WhatsApp del jardín de mi hijo, en donde se ve a un oficial de policía disparando.

Al rato empezaron los cacerolazos. Saqué una olla vieja y una cuchara de madera y se la di al chileno. Él se puso a golpear y cuando le pregunté qué estaba haciendo me contestó: música.

El grupo de WhatsApp de los apoderados del jardín se activó a raíz del video. Nos quejamos, nos indignamos, protestamos. Al rato alguien dijo que ese no era un grupo para opinar de política, sino para informar sobre temas relacionados con el jardín. Otro le retrucó que este tema afectaba directamente a nuestros hijos y toda información relevante era necesario compartir. Siguieron discutiendo un rato más y después llegó una notificación de los directivos para avisar que el lunes no habría clases.

El cacerolazo se extendió durante una hora. Cuando se durmió el chileno, mi esposa y yo nos pusimos a ver los noticieros. Los canales hablaban de desmanes, saqueos, policías heridos. También se mostraba a vecinos de las comunas de Santiago organizándose para defender sus hogares. En paralelo, al celular, nos llegaba información de policías infiltrados provocando desmanes. Esa misma noche, el presidente dijo que Chile estaba en guerra contra un enemigo poderoso.

Quisimos ver alguna serie de Netflix, pero nos daba vergüenza evadirnos con la ficción, así que nos fuimos a acostar. Antes de dormirme, releí “La manifestación”, de Jorge Asís.

Lunes: el chileno cumple tres años

El lunes siguiente, se rumoreaba que habría desabastecimiento en los supermercados, producto de los saqueos. “Son de manual”, dijo mi esposa, “es lo mismo que hicieron con Allende”. Inmediatamente, otra vez por WhatsApp y redes sociales, se desmintió el rumor, a la vez que invitaba a la población a comprar en pequeños negocios locales. Fui a la cocina y conté cuantas cajas de leche había para la mamadera del chileno. Teníamos tres litros, estábamos bien. A la media hora, las volví a contar.

Ese mismo día, mi hijo cumplía los tres años, la idea original era festejárselo en el jardín. Lo mandamos a un jardín bilingüe, donde a las tías (seños) les dicen misses, y hablan en inglés. Mi esposa insistió en hacerle un pequeño festejo y encargar una torta en la cafetería de la esquina de casa, que tiene opciones sin gluten, yo soy celíaco. A la mañana le dimos los regalos: muñequitos de Toy story 4 y una nave espacial. Después del desayuno, mi esposa tomó la bolsa de los mandados y se fue al súper, antes pasó por la cafetería a encargar la torta. A los cinco minutos me llama para decirme que en el supermercado había mucha gente y no se podía entrar. Fue a la carnicería y a la verdulería del barrio. En la verdulería, una señora se quejó de que mi esposa estaba comprando mucho.

Al mediodía, fuimos a almorzar a la cafetería. Como dije más arriba, una de las sensaciones del toque de queda es la vergüenza, algo así como una especie de síndrome del superviviente. Nosotros seguros, en nuestra zona cuica, preocupados por festejarle el cumpleaños a nuestro hijo, mientras el país se sumía en el caos. Elegimos una mesa en la vereda y pedimos el menú del día: entrada, crema de verduras; plato principal, cuscús de quinoa, y postre, bolitas de chocolate. En la mesa de al lado, se sentó un hombre y se nos pone a conversar. Al rato viene la esposa quejándose de que estaba todo cerrado. Terminamos de comer, pagamos y nos llevamos la torta.

En el departamento le cantamos el feliz cumpleaños al chileno. Cortamos dos porciones de torta. No nos gustó, pero las comimos igual.

A las cinco de la tarde, por avenida San Martín, pasó una multitud de gente batiendo cacerolas. Nosotros los miramos desde las ventanas y les agitamos los brazos a manera de saludo. Un par de ellos nos contestó. El chileno nos dijo que quería ir a ver, así que bajamos con su cacerola y su cuchara de madera. Al bajar descubrimos que estaba sonando la alarma del edificio y mi esposa se preocupó. Al final, valga la redundancia, fue falsa alarma: había sido el viento.

Esa noche, los cacerolazos se intensificaron y se extendieron hasta la madrugada. El chileno tuvo un sueño intranquilo y se despertó varias veces. Yo no dormí.

Martes: mi primera marcha

El martes fui a una marcha convocada por profesionales de la salud, aunque reunía varios reclamos. Me metí entre la gente. Saqué fotos con el celular. Le pregunté a una señora cómo veía la mano y me dijo que era necesario que la clase dirigente escuchara la voz del pueblo. En un tramo de la marcha, pasamos por un edificio que en uno de los balcones tenía colgada una tela que decía “No más AFP”. Muchos aplaudían. Fue una marcha tranquila o, como dicen los medios —alternativos—, pacífica, con niños y gente mayor. Entre la gente me encontré con las seños del jardín de mi hijo, me alegró verlas.

 

Al volver, pasé por la tintorería y retiré un saco y un pantalón. Una cuadra antes de casa me encontré mil pesos chilenos (casi cien argentinos). Al rato, llegó un WhastsApp del jardín. Una madre se quejaba del caos imperante debido a la marcha y aconsejó no salir de casa con los niños. Varios le retrucamos.

Por la tarde, mi esposa y mi hijo fueron un rato a la playa, pero el chileno a los quince minutos se cansó y pidió volver. Yo fui a buscarlos, y en San Martín con 8 Norte tuvo lugar una discusión violenta entre un grupo de motoqueros que se manifestaba en contra de las medidas del gobierno y unos laburantes. Creo que se insultaban, pero no llegué a entender qué decían.

Los ánimos estaban caldeados y consideramos la posibilidad de viajar a Argentina.

Miércoles: jardín, feria y aeropuerto

El miércoles, el jardín retomó las actividades y llevamos al chileno. Después, fuimos a la feria a comprar verduras. Una cosa pintoresca de Chile son las ferias de alimentos, los miércoles y sábados, uno puede ir al estero Marga Marga y comprar a buen precio verduras y frutas entre otros alimentos, a un precio mucho más bajo que los supermercados. Como una postal digna del realismo mágico, se ven a los cuicos bajar al estero con sus 4X4 y conseguirse un haitiano para que le sostengan las bolsas de los mandados. Los feriantes hicieron constar que trabajarían normalmente y, sobre todo, que no habría desabastecimiento. Compramos betarraga (remolacha), papas, cebollas, bananas y frutillas. También una nueva cuchara de madera, el chileno rompió la que teníamos de tanto cacerolear.

Al regresar a casa, a mi esposa le avisan que no tiene que ir al trabajo el resto de la semana. Guardo la verdura y la fruta en la heladera mientras ella se pone a buscar pasajes para Argentina. En veinte minutos ya tenemos vuelo para Buenos Aires (antes teníamos vuelo directo a Rosario, pero lo sacaron). Armamos las valijas y arrancamos para el jardín a buscar al chileno. Pedimos un Uber. Mientras esperábamos, nos llegó un WhatsApp del jardín avisando que se había declarado paro de transporte y que teníamos que retirar a los niños. Una madre contesta quejándose de que el jardín tendría que haber sido más responsable con la seguridad. Llega el Uber y la conductora nos habla del caos del tránsito. Mucho taco (‘embotellamiento’), quiere opinar algo sobre el toque de queda, pero no se anima. El chileno, en ese sentido, es polite. Empieza diciendo que “en cierta medida… estaba bien, pero”. Nos cuenta de un coche que atropelló a un grupo de manifestantes en el sur. Le pregunto si el conductor no era un militar y ella se ríe y nos dice que quién sabe.

Recogemos al chileno y vamos para el aeropuerto. Antes de subir al avión, en el grupo de WhatsApp del jardín, una madre dice que la OEA confirmó que Cuba y Venezuela están financiando los desmanes en Chile. Al rato, un padre le contesta que, en realidad, los extraterrestres tienen la culpa.

Ahora: del otro lado de la cordillera

Desde el miércoles, estamos en Rosario siguiendo las noticias de Chile. Ayer viernes hubo una marcha multitudinaria: un millón doscientas mil personas, solo en Santiago. El presidente Piñera tuiteó que la multitud, “alegre y pacífica”, “abre grandes caminos de futuro y esperanza”.

Hoy, sábado, no habrá toque de queda en Valparaíso.

Dengue
Sobre el autor:

Acerca de Walter Koza

Walter Koza (Rosario, 1976) fue árbitro de fútbol y escribió una tesis sobre la coma. Publicó el libro de humor gráfico Humor metafísico (Mala Praxis Ediciones, 2015) y la novela El guardameta (Expreso Nova Ediciones, 2015, Beca de Creación Literaria del Fondo del Libro del Consejo Nacional de las Artes de Chile). Colaboró con cuentos […]

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