Desde la ironía del título, hay un narrador protagonista loco en la quinta novela breve de Yamil Dora, Todo igual y tranquilo como siempre (Salta el pez, Buenos Aires, 2024)*.

Es como si la voz autista de El curioso incidente del perro a medianoche, de Mark Haddon, o su pariente neurodiverso cercano, el simpático perdedor de La conjura de los necios de John Kennedy Toole, hibridara sus genes con el psicopático narrador no confiable de 1280 almas, de Jim Thompson, aquella figura inspirada en su padre perverso y que era a la vez un asesino serial y el comisario del pueblo. O como si aquella conversación y aquella amistad literaria que una vez iniciaron Carlos Busqued, Mariano Quirós y Yamil Dora entre sí, continuara al modo de un diálogo entre obras.

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Ellos tres nacieron en ciudades de provincia y se establecieron en Buenos Aires. Yamil Dora nació en 1971 en Casilda, en el sur de la provincia de Santa Fe. Allí estudió el profesorado de Literatura (con la poeta Sonia Contardi como profesora de Lengua Extranjera), manejó varios locales de comercio, fue gestor cultural independiente y escribió muy buenos libros de poesía, publicados desde 2003 en Casilda y en Rosario.

En su poesía, Yamil Dora desarrolló el procedimiento experimental del ritornelo con variaciones de un puñado de palabras como si la voz supiera sólo esas, en una mímesis del extranjero que aprende un nuevo idioma, o del niño que empieza a hablar. Su poemario más reciente, Once (La Gran Nilson, Buenos Aires, 2022) conecta con poemarios anteriores, sobre todo con los que en gran medida rendían homenaje a su abuelo inmigrante: Los barcos olvidados (2007), Como playa que se puebla (2009) y Un mar que existe (2013, publicados los tres por la editorial rosarina Ciudad Gótica), o Un hombre encima del mar (del Dock, Buenos Aires, 2015). Su cambio de hábitat hacia la capital marcó una expansión hacia la prosa narrativa, siempre cargada de evocaciones literarias del lar que deja de padecerse y puede empezar a representarse como pasado.

Esta conexión entre arte y vida oscila entre la memoir y la ficción. A la memoir pertenecen dos de sus nouvelles: la minimalista Los lindos (La Masmédula, Buenos Aires, 2017) y la humorística La Africanita (CR, Rosario, 2022). En ficción, Dora tiene publicadas las nouvelles Diez mil kilómetros de distancia (Moglia, Corrientes, 2019) y Por la vereda con sombra (Palabrava, Santa Fe, 2020). Su prosa es un artefacto único, que continúa los procedimientos y la musicalidad de su poesía, capaz por eso de transformar cualquier relato en una música hechizante. La prosa, en manos de Dora, semeja un pedernal que gira hasta obtener la chispa de una frase que brillaría también en un verso. Pero a su vez ese giro expande sus alcances y mejora su oficio a la vez que su obra crece. Desde Los lindos a La Africanita, ambas autobiográficas, fue ganando en legibilidad y feeling con el lector a medida que ha pulido las aristas experimentales y perfeccionado el arte de narrar. Lleva en total, con este nuevo, quince libros publicados.

Siempre, en Yamil Dora, esta escritura en prosa es performática, y asume la forma del monólogo, como si se actuara un personaje. En el lustro transcurrido entre Los lindos y La Africanita, Dora publicó dos ficciones cuyo narrador se presenta como resto de una catástrofe social. Suele contar que los relatos de vida de sus amigos losers (nosotros, bah), hijos de profesionales, le inspiraron la voz otra de A diez mil kilómetros…, cargada de vergüenza tóxica. Por la vereda con sombra se expresa en una voz sosegadamente melancólica. Y en Todo igual y tranquilo como siempre, responde Dora al desafío de componer un villano sobreadaptado en un mundo acorde y así satirizar a una sociedad.

Con el universo grotesco de la breve obra de Carlos Busqued como inspiración, Dora parte de un tópico de la comedia negra: la deriva en asesino serial del criminal más improbable, más inepto y mediocre, capturado en la pendiente de una nefasta red de oportunidades y caprichos. Pero le suma un giro especial y único del lenguaje. En sus cinco nouvelles, Dora ha ido sumando capas: el ritmo stacatto, la repetición de palabras; la tensión dramática entre los esfuerzos autorreflexivos del narrador y su esfuerzo desesperado por aprehender el mundo, por un lado, y por el otro lo desesperantemente limitado de las herramientas de pensamiento y lenguaje del narrador. No del autor, que las hace brillar como poesía. Y por supuesto el humor, que se alimenta de una realidad inverosímil. Es como si al perfeccionar sus recursos técnicos en el terreno conocido de la propia novela familiar (inverosímil pero verídica, como lo demostró en La Africanita) pudiera despegarse de lo autobiográfico personal y familiar, logrando sostener, a lo largo de 88 capítulos y 113 páginas, una voz en la performance del diametralmente otro: no solo débil mental sino adversario ideológico y moral. Y lo logra haciendo de esa voz del execrable un objeto casi simpático, y de esa performance un formidable acto de denuncia social. Y lo logra con oraciones firmes, sólidas, compactas, como pechazos.

“Voy reduciendo mi tolerancia a Casilda. Antes podía quedarme tres días. Ahora, al segundo día, me vuelvo”, confesó el autor recién llegado de la presentación por Mariano Quirós en aquella ciudad, en ese infundíbulo cronosinclástico (como diría Aurora Bernárdez) que constituyen nuestras fugaces charlas en el bar Nubacoop de la Terminal Mariano Moreno: una escala en Rosario con las dos horas justas para almorzar, sacarnos una foto para los amigos, ponernos al día y dedicarme él su nuevo libro, antes de volverse cuanto antes a su casa en el barrio porteño del Abasto que inmortalizó Luca Prodan. El dato biográfico no es menor: Luca adorna la remera (negra) del protagonista.

El narrador, el Mudito, como le dicen, podría perfectamente ser estudiado en cualquier facultad de Psicología como ejemplo de estructura psíquica inacabada o simplemente inexistente que se va construyendo a destiempo en anudamientos sobre puntos que son pura banalidad. El Mudito está a merced del discurso que sople en sus orejas: puede ser el rock argento, puede ser un panfleto cristiano. Todo le dicta cosas. El autor juega con la ironía dramática de esa idiotez sublime y los efectos cómicos que produce.

La ciudad no es cualquier ciudad. Jamás se la nombra, pero son reconocibles las cuatro plazas, el bar al que va todo el mundo, el nombre del hotel nuevo, el bulevar tan corto como interminable por lo aburrido, las vías del tren y hasta el kiosco, y cuando llegamos al final de la novela nos preguntamos un par de cosas. Cosa 1: ¿Es el Mudito un agente encubierto de los deseos de venganza del autor para con el desangelado lugar en el que le tocó nacer? Cosa 2: ¿Qué clase de sociedad es capaz de criar un monstruo y dejar que pase desapercibido, perfectamente adaptado, sino una sociedad igual de monstruosa?

Sospecho afirmativa la respuesta a la segunda pregunta; ante la primera, cabe hacer la salvedad de que si alguna revancha puede permitirse este autor para con su aldea natal es la pura carcajada que brota de este libro. No el veneno, sino la carcajada. Los pulmones se airean en la risa que salva del ahogo, que pone distancia, que cura del clima asfixiante y opresivo. Todo igual y tranquilo como siempre ofrece un ejemplo extremo de la normalidad psicótica del individuo que logra funcionar con tan poco aire, enfermo al punto de sentirse a gusto y llevar adelante una doble vida en medio de la miseria existencial colectiva y aceptada. Advertencia: el final, plano, será demoledor.

En el minúsculo mapa que habita el Mudito, se dibuja una vida sin más que con un empleo municipal de tiempo completo, con ir a misa los domingos, con casarse y vivir en la casa heredada de mamá, con cenar en familia y eventualmente reproducirse. Si se tildan esos casilleros, y si se da el pésame en los velorios y se dice lo que todos esperan oír, se puede circular inadvertido como persona de bien. Hasta se puede escandalizar un poquito a los bienpensantes con una remera y discos de rock. Por lo demás se trata de cumplir con las expectativas sociales, y el Mudito será loco pero no zonzo. Pero vive una existencia secreta y astutamente disimulada de vengador oculto, cuyo as en la manga es un frasquito de raticida. Y no necesita mucho más. Paciencia, sin duda.

El Mudito vive con su mamá. Un abogado apodado la Hormiga le regaló una máquina de escribir, y así lleva una lista detallada de todo lo que observa desde su mutismo. En cinco carpetas, el Mudito clasifica su pedestre realidad, espiando a los demás y llevando sus propios informes a máquina que lo convierten en el burócrata perfecto, si bien su tarea como burócrata será mucho más sencilla: preparar y servir el café. De modo indirecto, nos irá revelando una perversión familiar retorcida: “el Senador que viene a cenar”, en esa homofonía loca, encarna al padrastro que actúa un “como si” de padre, siendo en realidad su padre biológico que no lo reconocerá jamás como hijo pero que lo adoptará y quedará ante la sociedad como un héroe, con la complicidad obligada de la madre. Lo dice mucho más claro el Mudito en el libro. Me viene a la mente esa canción de los Beatles: “Y aunque crea que está en una obra de teatro, lo está de todos modos”.

El trato que una sociedad híper normalizada le da al “anormal”, al diferente, narrado por alguien que no parece terminar de entender las implicancias pero que las padece y lo enojan, va desde el abuso sexual hasta el gesto de desprecio. Esto último colma su paciencia. Las revistas que el Mudito va a leer a la peluquería lo educan sobre el mundo en axiomas que él aplica rígidamente a su ciudad, expresando su locura en una lógica extrema: “En una revista que se llama El Confidencial leí que los millonarios buscan no alardear de sus fortunas. Por eso viven en casas modestas y usan autos prácticos que no llamen la atención. Dice que viven así para que no los secuestren. Enfrente de las cuatro plazas hay un bar. A ese bar va la gente que tiene plata pero no sé si son millonarios porque van en autos muy caros y eso contradice lo que leí en la revista”.

Las páginas a máquina que cita el narrador de sus carpetas ficticias arman inventarios, catálogos, grises enumeraciones que dicen menos sobre quien las escribe que sobre la monotonía de lo descrito: “Todo está igual y tranquilo como siempre. De la rotonda de las cuatro plazas hasta mi casa son siete cuadras. Siempre lo mismo. Los mismos autos estacionados frente a las mismas casas”. Incapaz de filtrar el detalle, esa mirada de cazador lo abarca todo, y termina siendo siniestra en su insignificancia. Lo que ve lo instala en el pesimismo. Y filosofa, en una ética rudimentaria: “Creo que las fuerzas del mal son mucho más potentes que las fuerzas del bien… Yo no soy una fuerza del bien porque en esta ciudad las fuerzas del bien sufren y yo no quiero sufrir”.

Yamil Dora
*Presentación: Beatriz Vignoli y Georgina Marotta. Viernes 20 de septiembre de 19 a 21 en Oliva Libros, Entre Ríos 579, Rosario.

 

 

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Acerca de Beatriz Vignoli

Beatriz Vignoli Blotta es novelista, ​​ poeta, ​ periodista, traductora y crítica de arte.​​ Nació en Rosario, el 29 de enero de 1965. Publica sus poemas desde 1979. En 1991, comenzó a colaborar en la sección Cultura de Rosario/12, donde actualmente es crítica de Plástica y Literatura.

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