¿Terror? ¿Sátira grotesca? ¿Drama con comentario social contemporáneo? Quizás sea un poco de eso y todo junto a la vez. Lo que es seguro es que La sustancia entra cómodamente en el body-horror, esas películas que muestran alteraciones del cuerpo para perturbar, generar espanto o asco. Pero también pueden proponer una reflexión, animar una conversación. Creo que algo de eso hace Coralie Fargeat (directora y guionista) en La sustancia con la explotación del cuerpo de las mujeres. 

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Esta no es la primera vez que Fargeat se mete con la mirada masculina. En su primera película Revenge (2017) se metió con el género explotativo de rape and revenge (violación y venganza), jugó a la apropiación de los códigos del género para proponer un punto de vista crítico (quizás hasta feminista). Propuso otro mirada (la de las que nunca miran y en cambio son miradas); no es que haya pretendido desmontar nada, las herramientas del amo nunca desmontan la casa del amo (como decía Audre Lorde), solamente las usó y las dejó desordenadas para dejar constancia de que alguien más sabe qué hacer con ellas. 

La sustancia cuenta la historia de Elizabeth Sparkle (Demi Moore), una exestrella de Hollywood a la que van a jubilar cuando cumple 50 años. Conduce un programa de ejercicios en televisión, un género que popularizó Jane Fonda en los años 1980 (más icónica y lejana que María Amuchástegui) con un VHS que vendió más videocaseteras que cualquier campaña publicitaria. Esos videos generaron 17 millones de dólares, ¿para qué usó toda esa plata? Para la Campaña para una Democracia Económica, una organización por la igualdad en Estados Unidos. Mucha gente, incluso aquella que la odiaba, no sabía que al comprar un video para hacer ejercicio financiaba una organización que peleaba por la igualdad. Cierro paréntesis (y recomiendo con énfasis ver el documental Jane Fonda en cinco actos, disponible en Max). 

Luego de una reunión con un ejecutivo del canal (el asquerosamente adecuado Dennis Quaid), Elizabeth tiene un accidente y antes de obtener el alta en el hospital, un enfermero joven y hermoso le dice que es buena candidata y le entrega un pendrive que dice “La sustancia”. 

“La sustancia”: la versión mejorada se encarga de la matrix.

¿Cómo funciona la sustancia? Luego de inyectarte y liberar tu ADN, generás una versión mejorada de vos misma, que es otro cuerpo pero sigue siendo la misma persona. Una persona, dos cuerpos. La única condición: intercambiarse cada siete días sin excepción para mantener el equilibrio. Una semana de vida, éxito y juventud, una semana “apagada” en tu cuerpo real. Elizabeth decide embarcarse en la aventura y de su cuerpo sale Sue (Margaret Qualley, Las cosas por limpiar), una diosa de piel tersa, cuerpo espectacular y treinta años menos. 

Sue es Elizabeth y Elizabeth es Sue. Ahora Elizabeth puede vivir cómodamente en el mundo que está hecho para chicas como Sue. ¿El problema? Sue vive para alimentar el éxito, Elizabeth lo sufre. Nadie disfruta, no hay goce. Y en ese mundo donde el paso del tiempo provoca pánico y desesperación, el pasado no importa, el futuro es incierto y el presente no existe. 

No habrá spoilers pero el género es un aviso: las cosas salen mal. 

Lo mejor de La sustancia es que puede verse y disfrutar de las deformidades, la sangre o un hueso de pollo que sale de un ombligo sin mayores compromisos. La película no exige nada a cambio pero sí habilita charlas, dispara ideas, propone cosas. Creo que lo más interesante de la película es que dice más con la forma en la que mira la cámara o los colores que elige para sugerirnos contrastes, que la acción le gana al diálogo y aun así habla sin parar. 

Espejito, espejito

No hace falta subrayar el debate sobre los estándares de belleza y edadismo porque La sustancia es casi un tratado sobre esos temas. Por supuesto, no son problemas “femeninos” pero tampoco hace falta explicar que no es igual envejecer siendo varón que mujer en las sociedades contemporáneas (de la juventud tesoro divino, tirano y eterno). 

Margaret Qualley en “La sustancia”.

La secuencia del espejo cuando Elizabeth se prepara para salir con un excompañero resume bien ese tema. Elizabeth es una mujer hermosa (¡es Demi Moore!), mientras se viste y se maquilla mira el reflejo en el espejo que no termina de convencerla, cuando ve el afiche de Sue que colocaron frente a su ventana termina de entrar en un círculo de frustración, odio y locura. Se cubre el escote que ahora parece demasiado osado, exagera con el gloss sobre los labios que ahora parecen demasiado delgados y el rubor en las mejillas que parecen demasiado pálidas, pero no hay producto que maquille el tiempo. Finalmente decide no salir. 

Esos minutos, durante los cuales las únicas palabras son las de Fred que la espera y manda mensajes de texto, representan la presión de los estándares de belleza y cómo funcionan en nuestra cabeza. Sabemos que son estándares inalcanzables, hasta podemos entender que son estereotipos de belleza, pero nos afectan igual porque la vida no suele ser como rezan los discursos de “amor propio”. Vos podés quererte muchísimo y sentirte muy hermosa en tu habitación pero vivimos en una sociedad donde ser mayor de treinta años, pesar más de sesenta kilos o que tu cuerpo sea de determinada forma no entra en lo que se considera bello o deseable. Y hay un aparato publicitario, mediático y cultural listos para recordártelo todos los días. 

Demi Moore en “La sustancia”.<f/igcaption>

Esto linkea directamente con otro gran tema: la cosificación, es decir, considerar a las mujeres objetos sexuales para el consumo. En La sustancia es muy poderosa esa mirada. Cuando miramos con los ojos de los medios, como pasa cuando Sue está en la pantalla rebotando semidesnuda, la cámara es lasciva, invasiva, pocas veces es ella la que domina la escena. Siempre es su boca, sus piernas, su culo, Sue es solamente un cuerpo o sus partes. Cuando miramos con los ojos de los hombres poderosos pasa algo parecido, ellos miran casi tocando, siempre demasiado cerca. Los poderosos son los accionistas, esos hombres de traje que lleva Dennis Quaid al camerino de Sue para que vean su nuevo juguete. Todos son variaciones de Harvey Weinstein, el productor todopoderoso que estuvo en el centro de las denuncias de lo que se conoció como el momento Me Too. La venganza de esa mirada es la nuestra, o la que Fargeat nos invita a compartir, porque cuando nos miran también los miramos de cerca: escuchamos sus ruidos, vemos sus mohínes desagradables, hasta juraría que olemos la mezcla de perfume elegido por su esposa y cigarrillos de la oficina de Dennis Quaid o el mal aliento mientras deglute camarones. 

La escena final, que no contaré, es una especie de “hasta dónde piensan llegar” en el afán de mantener vigente el consumo de los cuerpos de las mujeres como objetos sexuales. ¿Hasta cuándo? ¿A qué precio? La escena es violenta, sangrienta y grotesca, pero de alguna forma también lo es naturalizar que muchas mujeres famosas tengan rostros parecidos porque usan los mismos relleno para rejuvenecerlo o moldearon sus cuerpos tomando el mismo medicamento para adelgazar rápido y ahora tienen “cara de Ozempic”. ¿Es una decisión libre? Sí pero, ¿es una decisión libre? 

Motivos por los cuales te inyectarías

Me retiro con esta idea. La película propone otra pregunta sugerente alrededor de algo muy presente hoy: las soluciones mágicas. Con “mágicas” me refiero a la ilusión de que tu pequeña inversión rinda más que el promedio, que una apuesta te salve, que un medicamento elimine rápido la obesidad, que un algoritmo sepa lo que quiero, que una app me haga encontrar el amor. Marina Larrondo explica mucho mejor esa ilusión en “¡Aguante la China!” y explora ese mundo de creencias seculares, de la astrología, los traders, el bienestar o las constelaciones familiares. 

“La sustancia”: dos cuerpos y una sola conciencia.

La sustancia condensa algo de esas creencias. La propuesta indecente que nos hace es una solución mágica para evitar lo inevitable: envejecer. Y casi sin bajarnos línea ni ordenar todas las piezas, nos está hablando de un mundo en el que no envejecer tiene un valor específico para las mujeres: no dejar de gustar, no dejar de producir algo, no dejar de ser consumida, no bajarse del colectivo de las ganadoras. 

Y si esas soluciones las ofrecen las farmacéuticas (cuya opacidad no tienen nada que envidiarle a esa gente que distribuye la sustancia en la película), apropiándose de avances científicos fantásticos guiados por objetivos igual de mágicos que imposibles como no envejecer, la pregunta cada vez es menos “¿cuál es el límite?” y más “¿quién lo pone?”.

Acá podés leer la respuesta de Pablo Makovsky a este texto.

Cámara de Diputados de Santa Fe
Sobre el autor:

Acerca de Celeste Murillo

Traductora, comentarista crítica

Nació en Buenos Aires en 1977. Es traductora y aficionada a la historia. Es militante del Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS) y de la agrupación Pan y Rosas. Es columnista de cultura y género en el programa de radio El Círculo Rojo. Estuvo a cargo de la edición en castellano de La mujer, el […]

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