Al final simplificamos las consignas. Dijimos Milei no. Subimos stories, estados de whastapp, agitamos discusiones, se hicieron los videos tipo “Supón”: rostros y colaboraciones encadenadas. Posicionarse fue una micro militancia –una posible– como si bastara. Y no bastó. No supimos hacer otra cosa que eso y poner a Mercedes Sosa en nuestros parlantes. O Súper terror. Y se hizo un esfuerzo enorme. Digno. Los porteños subieron a los subtes y se filmaron. Hablaron en primera persona. Se bajó el tonito: lo bajó Massa y lo bajamos los demás. Se hizo un PDF para entender cómo hablar con tus suegros sin que se sepa el objetivo último de dar vuelta el voto. ¡Qué ingenuos! Aún queriendo gritar, aún queriendo decir que Milei nos parecía lo peor, se intentó no ir directo al hueso sino ir llegando. Quisimos que no se notara el esfuerzo por esconder nuestro genuino sentimiento de estar en lo cierto. Se intentó escuchar y argumentar como si la racionalidad sirviera para algo, como si importara saber lo que es o no verdadero. Y ya no importa.

Estamos desarmados. Lo sabíamos desde antes y finalmente lo comprobamos. Ahora hay una confrontación con lo que somos, con lo que pudimos. Ahora nos miramos de frente entre unos y otros. La diferencia radical entre quienes votaron a favor y quienes votaron en contra de Milei parece insalvable y sin embargo instala una pregunta clara y contundente: ¿cómo vamos a convivir afuera de nuestras burbujas? Porque si algo se hizo evidente después del 19 de noviembre, es que las burbujas en las que estábamos contenidos ya no funcionan. Las burbujas sirven para un ratito, mientras se las sopla con suavidad y esfuerzo. Sin apuro. Con pausa. Logran armarse y volar un rato por el aire hasta que se pinchan.

Te puede interesar:

No hay mal que dure cien años

Henry Kissinger murió a los 100 años. Este artículo en “The Nation” repasa el terrible legado de un ser que tuvo en sus manos guerras, dictaduras y naciones disueltas en el mundo, incluida Argentina.

Así, a lo largo de los últimos años, desde los sectores progresistas pudimos ir armando “una vida”, nos refugiamos en nuestros trabajos estables, nuestros consumos culturales y nuestras charlas de café. La experiencia lacerante del 2001 fue quedando atrás y dejó de ser necesario armar estrategias de supervivencia con otras y con otros. Fue quedando atrás la experiencia devastadora de los 90, las privatizaciones, el remate de la patria. Supimos construir nuestras viditas con el olvido (¿necesario?) de la tragedia. Dejamos de conversar con la vecina, con los compañeros de la secundaria, con los compañeros de la oficina, del barrio, del club, de la vecinal.

Y dicen –decimos– que es tiempo de resistir. Pero ya no sabemos si queremos resistir, no sabemos si queremos tener aguante. ¿Soportar es la estrategia? ¿Aguantar cambia las cosas? Nos parece que ya el hecho de vivir es resistir. Vivir siendo mina, siendo docente, siendo puto, siendo villero, siendo enfermero, siendo joven, siendo negro, siendo mamá, siendo empresario: correr el colectivo, pensar qué comer, ver quién te cuida los pibes, pagar las cuentas, buscar proveedores, escuchar las noticias, que se te queme un foco de la luz. Limpiar hasta que se vuelva a ensuciar. De algún modo ocurre que sentimos que ir a laburar y hacer lo básico, ya es resistir. Porque nada es fácil incluso para quienes la tienen –tenemos– más fácil.

¿Soportar es la estrategia? ¿Aguantar cambia las cosas? Nos parece que ya el hecho de vivir es resistir.

Siempre estamos viendo cómo llegar a fin de mes, conviviendo con niveles de violencia altísimos, con instituciones estatales devastadas. Un Estado presente pero vacío. De hecho, las políticas públicas se volvieron cada vez más discursivas que reales, reforzando la tranquilidad de una conciencia progresista. Las políticas que cambiaron la vida de las personas, quedaron lejos. La retórica de los derechos humanos y de un Estado presente se fue convirtiendo en una cáscara sin contenido. Así el debate por la memoria perdió contenido para las grandes mayorías. Y sabemos que no hay memoria, ni democracia, ni derechos humanos, sin las mayorías adentro.

En este tiempo de elecciones hubo posicionamientos de fandoms, artistas sosteniendo carteles, clubes y siguen las firmas… Por momentos el círculo rojo estaba todo diciendo no. Con el diario del lunes, ¿a cuántos representan los que dicen que representan? ¿A cuántos referencian los referentes? En estos años, las organizaciones partidarias fueron reforzando también su adentro, sus internas, su rosca, sus disputas. Dejaron de dialogar con la sociedad. Y desde afuera, se los veía en una carrera por la banca, por el cargo, en roles intercambiables, en alianzas débiles. Las dirigencias, todas y cada una (mandos altos y medios, directores, coordinadores, ministros, presidentes) no tuvieron iniciativa, arrojo, decisión. La berretización de la política se evidenció en gestiones desanimadas, dirigencias enclenques y funcionarios que no funcionan: flacidez estratégica, ausencia completa de iniciativas de escala, políticas públicas sosas y agenda defensiva. No hubo eso que hace falta para hacer funcionar al Estado y para que tenga sentido: decisión política. ¿Para qué queremos el poder si no es para hacer cosas con él? Fueron años donde nadie realmente quiso encarnar su autoridad. Todo dependía de algo más, de alguien más. Esa otra burbuja también se pinchó.

Javier Milei no es el fin de la berretización de la política, es su continuidad por otros medios, su corolario revolucionario. Y como en un regreso a las viejas formas de ejercer el poder –formas pre-democráticas de hecho–, apareció y dijo “yo soy el rey, yo soy el poder. Voy a encarnar eso que está disperso”. Y sin dudas, las mayorías le encontraron un sentido, vieron ahí una mejor opción.

Javier Milei no es el fin de la berretización de la política, es su continuidad por otros medios, su corolario revolucionario.

Pero no le darías tus hijxs para que los cuide, no te gustaría que sea tu socio, ni tu profesor. No lo quisieras de marido, ni de amigo, ni de vecino. Pero lo hemos elegido como Presidente de la Nación: Javier Milei. El novio fake. El que siempre tiene la misma campera. El de los perros clonados. El loco. El pasante echado. El que no manejó ni un kiosco. El que no disfruta de comer. El anarcolibertario. El solitario. El que odia la política. El Presidente Electo (con las mayúsculas puestas).

Ahora se trata de perder: no ganar ni empatar, perder. Y dentro del 55% hay más de una cosa. Algo más que la derecha, algo más que el fascismo, algo más incluso que el antiperonismo. En el barrio suenan bocinas, la gente celebra, tiene expectativas: una esperanza en este nuevo tiempo que empieza. Habrá que hacerse cargo, lamentar que hay algo que el candidato ganador hizo mejor. Los partidos políticos que conocíamos hasta hace poco no fueron capaces de generar las soluciones a los problemas que tenemos. Nuestras tradiciones intelectuales y militantes tampoco. Hablamos entre nosotrxs. Nos dijimos “vamos eh” mientras brindamos con pinot noir. Y ahora nos tocará ir mansamente hacia un realismo sin derrotismo ni victimismo. Lo que es, es. Hay que saber perder. Perder: no encontrar algo y seguir buscando.

La democracia está hecha de ese frágil equilibrio entre el lugar vacío –que es la voluntad popular (no porque no tenga contenido, sino porque su contenido va variando, cambiando, vacío porque puede ser imaginado)– y la ocupación temporal de ese vacío, en el pacto contingente de organizarnos colectivamente. Es decir, votamos a alguien que temporalmente estará evocando la voluntad popular. Ahora tenemos –al menos– dos desafíos por delante que ponen en franca contradicción al ideal democrático: por un lado, hoy en nuestro país la voluntad popular no está ligada a lo colectivo sino al sálvese quien pueda, y, por otro, quien encarnará la figura presidencial, lo hace desde un discurso destructivo hacia el Estado, pretendiendo aniquilar el andamiaje que debe dirigir. Nuestra contradicción como pueblo está en nuestras propias bases. Nos queda nada más y nada menos que volver a nacer. Porque el origen está puesto a prueba, de hecho está siendo atacado. Acá llegamos. Acá estamos: la patria no fue el otro.

Queremos, como Victor Jara –aunque esté pasado de moda–, el derecho a vivir en paz. Vivir más tranquilxs debería ser un propósito colectivo, pero ahora no va a ser posible, porque todos los días seremos espectadores o protagonistas de un quilombo nuevo. Y dicen –decimos– nos vemos en las calles. Pero si hay un lugar en donde no nos venimos viendo, es en las calles. Al progre medio urbano bien pensante ilustrado politizado te lo podés encontrar en los bares, en los recitales, por las redes sociales, en alguna charla, en la presentación de un libro. Ah pero… ¿en la calle? Con excepción del feminismo (con el actual desafío del rearme): ni nos vimos. Las cuestiones económicas y sociales –las que urgen, las que hoy más riesgo presentan y las que decimos que ya sabemos que no están bien– no nos movilizaron. Hasta acá llegamos sin encontrarnos en la calle. ¿Seremos capaces de vernos allí en el futuro?

Las cuestiones económicas y sociales –las que urgen, las que hoy más riesgo presentan y las que decimos que ya sabemos que no están bien– no nos movilizaron.

Se ha tejido mucha historia alrededor de la idea de resistencia. Hoy parece que la banalizamos tanto que, por momentos, coqueteamos con entender ciertos gestos de cuidado y autocuidado como una resistencia política. Pero resistir era otra cosa, ¿no? Al menos trascender la performance, vencer el apoltronamiento para poner en común y sin precio lo más valioso que tenemos: nuestro tiempo

Habrá que empezar por hacer cosas con otrxs. No se trata solamente de partidos, sino también de una comisión de un club, un espacio gremial, una cooperadora, una asociación civil, una organización cultural y un largo etcétera que podemos inventar. No se tratará solo de comunicar, esta vez; habrá que gestar. Hacer más que decir. A la retórica hoy más que nunca hay que ponerle cuerpo. Un cuerpo, doliente y derrotado, pero un cuerpo al fin.

Hoy toca estar de este lado, no vamos a oponer más violencia a la violencia, no vamos a descalificar al otro. Podemos desensillar hasta que aclare, pero no vamos a renunciar. No vamos a claudicar en nuestras banderas. Son 30.000. La educación, la salud, la cultura tienen que ser públicas y para todes. Mientras tanto habrá que ajustarse los cinturones, esquivar la provocación y diseñar el rebusque. Asumir el fin de una época. Mover colectivamente. Abrir, más que replegarse. Proponer otros movimientos, otros verbos. Desplegar astucias y encontrar los huecos para que sigamos siendo, ahí en las bases, en donde está la fractura, porque eso no se puede privatizar.

Sí, habrá que hacer todo eso junto. ¿Quién dice que es fácil? Nada importante lo es.

Boleto Educativo Gratuito
Sobre los autores:

Acerca de Florencia Bottazzi

Es politóloga por la UNR y Magíster en Derechos Humanos y Democracia en América Latina y El Caribe por la UNSAM. Docente, investiga y trabaja en temas de infancias, juventudes, género y derechos humanos. Es co-fundadora de Quepa Laboratorio Social, espacio autogestivo de investigación y aprendizaje colaborativo e integrante de la red de politólogas #NoSinMujeres

Ver más

Acerca de Cecilia de Michele

Nací en 1984 en Concepción del Uruguay, Entre Ríos. A los 18 años me mude a Rosario y me quedé. Soy politóloga, entusiasta de lo público, la cultura y la vida en común. Asesoro a gobiernos, organizaciones y líderes. Escribo ideas, proyectos, discursos, poemas, documentos técnicos, pequeños ensayos, posteos. Creo que lo que más me […]

Ver más